Yasunari Kawabata tal vez sea el escritor más importante de Japón. Como Borges, nació en 1899, dato que puede leerse como una premonición de la importancia casi definitoria que tendría, al igual que el argentino, para la literatura del siglo XX. Eso sí: a diferencia del autor de Ficciones, Kawabata sí ganó el Premio Nobel de Literatura. Fue en 1968, solo cuatro años antes de su muerte a causa de una pérdida de gas en su departamento.
La versión oficial afirma que se trató de un suicidio, al igual que su amigo y discípulo Yukio Mishima, el también célebre escritor japonés que se quitó la vida dos años antes que su maestro mediante el seppuku o harakiri -ritual de suicidio por desentrañamiento- en 1970. Pero hay quienes afirman que la muerte de Kawabata no fue planificada.
Una de ellas es la escritora argentina Alejandra Kamiya, según afirma en el prólogo que escribió para Dientes de león, la “última novela” de Kawabata, que el autor publicó por entregas durante varios años pero que dejó inconclusa con su muerte.
“La relación que tenía Kawabata con la belleza es la que hace que yo elija situarme junto a los que dudan de su suicidio, en contra del cual él se había manifestado en varias oportunidades. Me gusta pensar, como Donald Richie, que si el agua estaba corriendo en el baño en el que fue encontrado es porque él iba a darse un baño, que el caño de gas quedó abierto por accidente, que el agua aquella corría como la del río Ikuta en Dientes de león, que la historia no había acabado, porque las historias no acaban, continúan en otros”, escribe la autora de La paciencia del agua sobre cada piedra.
Por primera vez publicada en español, y traducida del japonés original por Tana Oshima, Dientes de león transcurre en un solo día. La protagonista implícita de la historia es Ineko, una joven enamorada a la que internan tras encontrarle una extraña condición: la “ceguera de cuerpo”. La novela es una larga conversación entre la madre y el novio de la chica mientras se alejan del manicomio, diálogo que mantiene vivo el inquisitivo espíritu infantil de Kawabata ante los misterios de la existencia humana.
Prólogo a “Dientes de León, por Alejandra Kamiya
Termino de leer Dientes de león. «Ya ni siquiera podía verlo en su imaginación» dice la última frase. ¿Se puede terminar de leer un libro que no se terminó de escribir? Dientes de león, o Tanpopo, fue escrita, como otras obras de Kawabata, por entregas, y estas quedaron interrumpidas cuando él murió en 1972.
Pero todos los libros de Kawabata dejan en mí la sensación de que la historia no ha terminado. Cuántas páginas hayan sido escritas tiene poca importancia. Cualquier historia es un recorte y Kawabata no hace más que ponerlo en evidencia. Él la recorta para poder traérnosla pero la interrupción que supondría el recorte es solo una apariencia: la historia continúa en el lector. Vive y conserva su ritmo tranquilo, sus ruidos pequeños, su perfume. Sobre todo eso: el perfume. Podemos mirar ahora la historia que nos han contado como miraban los hombres viejos dormir a las muchachas en La casa de las bellas durmientes.
Kawabata se manifestó varias veces poco preocupado por la forma del relato, de ahí tal vez que publicara tanto por entregas, que algunas de sus obras quedaran inacabadas o fueran modificadas con libertad. El corazón de la escritura no está en la forma.
Fundó también dos movimientos literarios en el intento de despegarse del naturalismo japonés y de la literatura proletaria. El Neosensorialismo y la Escuela del Nuevo Arte. Pero si hubiera que describir la curva de su recorrido en relación a lo tradicional y lo nuevo, ésta se acercaría primero a la occidentalización de su tiempo, para luego alejarse, retornando a las formas japonesas tradicionales.
Entre las corrientes occidentales que atrajeron a Kawabata estuvo el Modernismo, evidente por ejemplo en el primer guión que escribió para el director de cine Teisuke Kinugasa (volvería a redactar guiones para Mikio Naruse más adelante). El resultado fue Una página de locura (1925), una bella película muda muy parecida a un sueño, en la que un hombre se hace contratar como encargado de limpieza de un hospital psiquiátrico para ver a su mujer internada. Para verla o acaso liberarla, de la locura o del encierro. Al final de la película el hombre reparte entre los enfermos máscaras de teatro Nō. Tal vez en las máscaras haya una forma de liberación.
Las máscaras aparecerán nuevamente en las obras de Kawabata. La insistencia de las imágenes habla de la verdad que hay en ellas, y también de la imposibilidad de cerrar algo que continúa abierto como una pregunta.
En Dientes de león, Kawabata vuelve a traer el hospital y la locura. El hospital que es como un fantasma del pueblo junto al que está ubicado, un pueblo cubierto de flores de diente de león. En ese hospital ha quedado internada la joven Ineko. Su madre y su novio caminan conversando, a la manera de los diálogos socráticos, pasando por temas esenciales y por paisajes que parecen contradecir la oscuridad de algunas de sus palabras.
El narrador es tal vez el mismo de siempre en Kawabata, aquél que crea una cierta distancia entre lo que narra y él. Me recuerda a algo que escuché alguna vez sobre cuando vivió en Asakusa antes de escribir su novela La pandilla de Asakusa. Fueron varios años en los que tomó muchísimas notas pero no habló con ninguno de los personajes que buscaba retratar. Esa distancia que creó para no dejar de ser un observador se parece a la que utiliza para narrar. O tal vez tenga que ver con la serie de muertes que marcaron su infancia: la muerte de su padre, de su madre, su abuela, su abuelo, su hermana. Tal vez esta distancia sea una elección estética. La distancia es elegante. Como sea, no se trata de una distancia fría.
«La locura está más determinada por el individuo de lo que lo está la cordura», dice el narrador. Como las familias felices de Tólstoi que se parecen, frente a las que no lo son y lo hacen cada una a su manera. Salir de la regla tiene un brillo particular, aunque sea el de la locura o la infelicidad.
El hospital es parte de un templo o lo ha sido y hay allí una campana que marca el tiempo del pueblo. El tañido de esta campana es otro de los personajes de Dientes de león. La campana parece decir cada vez algo diferente a pesar de repetir el tañido. La repetición de lo que dice algo diferente cada vez: hay un interno que escribe todos los días una frase budista que Kawabata mismo usó en el discurso que dio al recibir el Premio Nobel de Literatura. «Entrar en el mundo de Buda es fácil. Entrar en el mundo de los demonios, no». El viejo interno ocupa un lugar como el que ocupa lo divino en la vida cotidiana: a un costado pero ofreciendo una referencia para todo lo que pasa.
La campana, de nuevo. Ya en Lo bello y lo triste el protagonista viaja a Kioto para escuchar en persona las campanas de Año Nuevo que siempre ha escuchado por radio. Pero hay una campana, que tal vez todo Japón ha escuchado alguna vez. Yo la escuché antes de leerla por mí misma, leída por mi padre. Es la campana del inolvidable comienzo del Heike Monogatari:
En el sonido de la campana del monasterio de Gion resuena la caducidad de todas las cosas. En el color siempre cambiante del arbusto de shara se recuerda la ley terrenal de que toda gloria encuentra su fin. Como el sueño de una noche de primavera, así de fugaz es el poder del orgulloso. Como el polvo que dispersa el viento, así los fuertes desaparecen de la faz de la tierra.
La música de Dientes de león es esta campana. Acompaña y dice lo que quien escucha pueda entender, como el rugido de la montaña del hombre que va a morir en El sonido de la montaña.
Makoto Ueda señaló ya que los tres grupos que Kawabata parecía considerar los más aptos para descubrir la belleza son los hombres que agonizan o ven su muerte cercana, los niños pequeños y las mujeres jóvenes como Ineko.
Después de todo, de eso se trata en literatura y tal vez en la vida: de descubrir la belleza. Para, en el caso del artista, representarla. Nunca tan pobre y hueca la palabra «belleza» como acabo de usarla. En La existencia y el descubrimiento de la belleza, Kawabata la ve primero en el brillo de la luz sobre unos vasos que alguien ha lavado y ha dejado secándose al sol, en las vasijas de barro Jōmon de las que habla como «belleza enterrada», descubiertas en la preguerra, y en fragmentos del Genji Monogatari, la piedra basal que plantó Murasaki Shikibu. La belleza y, claro, la tristeza que siempre se cuela con ella.
La relación que tenía Kawabata con la belleza es la que hace que yo elija situarme junto a los que dudan de su suicidio, en contra del cual él se había manifestado en varias oportunidades. Me gusta pensar, como Donald Richie, que si el agua estaba corriendo en el baño en el que fue encontrado es porque él iba a darse un baño, que el caño de gas quedó abierto por accidente, que el agua aquella corría como la del río Ikuta en Dientes de león, que la historia no había acabado, porque las historias no acaban, continúan en otros.
Kawabata no dejó una nota.
Dejó novelas y cuentos maravillosos.
Cuando era niña yo jugaba a soplar flores de diente de león. Las llamábamos «panaderos» y se deshacían para perderse en el viento. Como todo.