Siempre pienso que, en estos comentarios literarios, vengo a ofrecer un “recreo”, un momento de suspensión de la realidad. Pero después me pasa que veo “la realidad” en todos los libros. En fin que por más que nos guste pensar en la forma de los libros, en las variantes de escritura, creo que siempre que se escribe se escribe sobre algo y ese algo no está descolgado del mundo. O por lo menos así lo leo yo. Es decir: siempre que se lee, se lee desde algún lado.
Pensé todo esto leyendo a Pilar Adón. Vi por ahí que, en medios españoles, decían que es una escritora poco conocida, una escritora “de escritores”, de esos que se leen sólo en el círculo rojo literario.
Pero seguro que lo que leí es anterior al 23 de octubre. En esa fecha esta madrileña nacida en 1971 ganó el Premio Nacional de Narrativa que da el Ministerio de Cultura y Deportes español. Se lo otorgaron por De bestias y aves, una novela publicada por Galaxia Gutenberg en 2022. De esa novela voy a hablar.
Brevemente, la novela se trata de una mujer, Coro, que sale manejando de la ciudad y se va metiendo en caminitos laterales hasta que ya no sabe dónde está y se le va a acabando la nafta. Se ha olvidado el celular en casa: a riesgo de poner en juego la verosimilitud —¿cuánto tardarías en notarlo? ¿No volverías a buscarlo?—, la imposibilidad de usar el teléfono es requisito en muchas novelas hoy en día, porque muchas peripecias no tendrían lugar si se pudiera hacer un llamado.
Pero no importa, realmente no importa. Tiremos el teléfono por la ventana y avancemos, que el viaje será hondo.
Coro, entonces, maneja. En el camino sabemos que carga el dolor de una hermana ahogada y que anda buscando alguna paz que le permita volver a crear, a pintar. Se despierta mal, se le ocurre la idea: irse, dicen que viajando se fortalece el corazón. “Pero podía conducir. Dejar que el suelo rodara bajo sus pies. Controlando los pedales y la velocidad. Largarse. Hacer lo que quisiera”.
Así que chau, a la ruta. Y ahí pasan cosas. Se pierde. Se queda sin nafta y el camino se vuelve tan angosto que no hay como pegar la vuelta. Queda frente a una puerta y, ay, le abren. Le abre una mujer. El tema será que la dejen salir.
El lugar es una casa donde vive una comunidad de mujeres. No se sabe qué las une, qué hacen ahí. Ella sólo quiere un poco de nafta, dar vuelta el auto, ir de regreso a esa vida de la que había huido poco tiempo atrás. Primera observación: la frase “se le abren las puertas” puede no ser auspiciosa.
La van a recibir con una hospitalidad un poco forzada. Del tipo “una oferta que no se puede rechazar”. No se va a integrar —será “la nueva”— pero se irán complicando los intentos por salir.
¿Es una rehén o la están protegiendo? ¿Para qué la quieren?
Decía que siempre pienso los vínculos con la realidad. En algún momento creí que se trataba de esos paraísos impuestos. Que se pueden poner muy imperativos y —pasa en la novela— muy violentos. De regímenes, organizaciones, sistemas, que se supone que te harán feliz pero de los que te querés escapar y no podés. Ponele el nombre que tenga que ver con vos o que esta idea te evoque.
Después, De bestias y aves me hizo acordar a Un amor, de otra española, Sara Mesa (sobre el que conté algo acá.) Es una mujer que se va a escribir a un pueblito, alquila una casa y de a poco se va sometiendo al maltrato del hombre que le alquila, a la desconfianza del pueblo y hasta a un vecino que le propone acostarse con ella de una manera que más turbia no puede ser: “Es solo —vacila— que me gustaría entrar en ti un rato. Tan simple como eso. Te tumbas y acabo pronto. Solo eso”.
Cada día que pase la escritora en ese pueblo se va a degradar más. ¿Por qué no se va? ¿No sabe, como no sabe el protagonista de Zama, la enorme novela de Antonio Di Benedetto, que lo malo sólo será peor, que ella será cada vez más impotente, más desgraciada, más desvalida?
Ese clima de encierro voluntario lo sentí en De bestias y aves, por más que el coche no tuviera nafta, por más que Coro buscara y buscara cómo salir. En cierta pasividad, quizás, lo sentí. En cierta aceptación de ese destino tomado por las manos de otras. En empezar a dudar de una misma frente a cualquier cosa mala que ocurra. En que ocurran muchas cosas malas.
¿De eso se trata? Quién sabe.
Está prohibido contar los finales pero voy a decir que si había algo muy profundo que Coro tenía que resolver, finalmente hallará un modo de resolverlo.
Mis subrayados
1. “En Betania no había teléfono. Así que nada de llamadas. Nada de mensajes”.
2. “Había guardado en el maletero nueve retratos de su hermana. Con cara de sorpresa y los labios apretados. Todos diferentes entre sí. Su hermana detenida en el agua de un canal que corría paralelo a la carretera”.
3. “Había salido sin mirar el indicador y ahora el coche la avisaba de que tenía que ir buscando una gasolinera. Aún tendría para unos kilómetros. Treinta o cuarenta. Pero la situación bastaba para ponerla nerviosa por su imprevisión. Por su propia negligencia. Si se quedaba tirada en el arcén no podría ni avisar al seguro porque no se había llevado el móvil”.
4. “Dos paredes de piedra avanzaban paralelas al trazado del sendero, interrumpidas por lo que parecían edificaciones derruidas. Cobertizos o cabañas para guardar a los animales. Puso las largas, pero no descubrió mucho más. No había nada a los lados. Ni un solo cartel”.
5. “Tenía los labios secos.
¿Cómo iba a darse la vuelta si no podía mover el coche?
Ábrete puerta. Puerta ábrete.
Ábrete puerta. Puerta ábrete.
No parecía que aquello fuera a funcionarle”.
6. “Empezó a bajar los escalones. No debía estar allí. Preferiría no estar allí. No entendía qué hacía en esa casa cuando lo que quería era conducir y hacer lo que había salido a hacer”.
7. “—En mi familia solían ser extremadamente complacientes. Querían agradar a todo el mundo. Siempre buscando el beneplácito de los demás —se levantó, pinchó con un tenedor un trozo de tomate del plato de Adel, y se lo metió en la boca—. Yo aprendí varias cosas de ellos. A preparar un cordero y a cargar una escopeta. Pero no lo de ser complaciente. Hay conocimientos que se adquieren mediante el rechazo, y con el rechazo aprendí a ser autosuficiente. No busco la aprobación de nadie. A diferencia de mis padres, no me siento obligada a ser amable”.
8. “Coro las miraba y miraba al hombre. Tresa tenía una escopeta a los pies”.