Hoy, domingo 10 de diciembre, es la asunción del presidente electo de Argentina Javier Milei. El líder de La Libertad Avanza, que salió victorioso del balotaje con casi 56% de los votos, jurará frente a la Asamblea Legislativa y luego hablará desde las escalinatas del Palacio Legislativo, frente a la Plaza de los Dos Congresos, a donde convocó a toda la ciudadanía a un banderazo.
Pero, a diferencia de la mayoría de los presidentes, el libertario adelantó que no gobernará desde la Casa Rosada, sino que pasará el grueso de su tiempo en la Quinta de Olivos, donde vivirá y trabajará. Esta residencia presidencial, ubicada en Av. Maipú 2100, es “un lugar del que todos hablan pero pocos conocen”, según afirma la periodista Soledad Vallejos en su libro Olivos. La intimidad jamás contada de la política argentina.
“Olivos es la contracara de Casa de Gobierno: el poder en su expresión más minuciosa y, a la vez, relajada”, escribe Vallejos, licenciada en Comunicación por la Universidad de Buenos Aires, productora y directora de radio y televisión. En este libro, editado por Aguilar, la autora cuenta los secretos de la Quinta de Olivos y su compleja y rica historia, así como los usos y costumbres de los distintos presidentes y sus familias, de trabajadores, de ocupantes ocasionales y visitantes.
Del tigre de Perón al “depósito de perros” del que se quejó Inés Pertiné (Primera Dama de Fernando de la Rúa), pasando por el microcine en el que Alfonsín vio el partido que consagró a la Argentina en el mundial de México 86 antes de anunciar un cambio de gabinete que haría historia, Olivos es un compendio de historias secretas, curiosidades y datos imperdibles que iluminan, a través de entrevistas, archivos históricos y recorridos por el lugar, todo lo que pasó detrás “del muro rojo” donde se gestó la vida íntima de la política argentina.
Así empieza “Olivos. La intimidad jamás contada de la política argentina”
Introducción
Al otro lado del muro hay un pueblo. Desde afuera cuesta comprender que la Residencia Presidencial es mucho más que la casa de quien comanda el país: unas cien personas trabajan allí cada día, sin contar a los integrantes del destacamento militar y los cuerpos policiales destinados a la seguridad presidencial, los proveedores de insumos y alimentos que acuden asiduamente, y los trabajadores ocasionales de cuyas tareas también depende la vida cotidiana puertas adentro. La intimidad de una presidencia requiere de mucha gente.
Olivos es la contracara de Casa de Gobierno: el poder en su expresión más minuciosa y, a la vez, relajada. Los empleados de la Quinta y los funcionarios de cada nueva administración conviven en un predio atravesado por la historia política argentina. Por eso, como si de una geografía política se tratara, el aspecto de la Quinta —que se convirtió en Residencia Presidencial ya bien entrado el siglo XX— se fue transformando al calor de los gobiernos y de los caprichos presidenciales.
La Residencia no siempre estuvo separada del mundo exterior por un muro, no siempre tuvo la arboleda de tilos, no siempre se dedicó a cuestiones administrativas y de protocolo. Su historia es tan rica que enumerar todos los acontecimientos ocurridos allí, más que una tarea extensa, es una misión imposible. Pero la Quinta es un lugar vivo y siempre hay testigos que alguna vez darán testimonio: no los lleva el chimento, sino saber que la vida detrás de ese muro es Historia argentina.
Vidas animales
Perón tenía un tigre. Nadie recuerda hoy cómo llegó hasta la Residencia Presidencial, ni dónde terminó sus días ese ejemplar majestuoso. Fascinaba a las hijas pequeñas del administrador del lugar —y secretario privado de Evita—, Atilio Renzi, que vivían allí, en la casa reservada para el intendente. Dicen que algunas noches su rugido se escuchaba a lo lejos.
El tigre no se paseaba libremente por el parque, pero sí tenía cuarto propio, una jaula espaciosa, en algún rincón de la barranca, camino al río. Perón solía visitarlo. No solo a él: también al pavo, a los tucanes, al pavo real. El General iba a veces en compañía de Eva, a veces solo; otras, escoltado fielmente por los líderes de la rama canina del partido, los súper famosos caniches toy Tinolita y Monito. Si no estaba en rol de anfitrión, se interesaba por la salud de todos los pensionistas no humanos. Las gallinas le interesaban bastante menos, pero como recoger los huevos para la comida familiar era una fiesta de la que las niñas Renzi no se privaban ningún día, el gallinero siempre estaba en orden.
Décadas después de muerta Evita, derrocado el gobierno peronista por la Revolución Libertadora y atravesado el exilio que marcó la segunda parte del siglo XX argentino, Perón volvió. Con él, llegaron también Puchi y Canela, los caniches descendientes de aquellos que habían sido tan míticos para la iconografía justicialista como el caballo pinto. En la Quinta, al General ya no lo esperaba ningún tigre; apenas los caballos del Regimiento de Granaderos.
Los animales tuvieron un hogar en la Residencia Presidencial de Olivos mucho antes de que el predio fuera pisado por primeros mandatarios. Antes de que el último Olaguer Feliú, un dandy solterón, resolviera que la única manera de perpetuar su memoria era donando esas tierras al Estado nacional, en el lugar crecían el pasto y los animales con valor para el mercado agropecuario.
A mediados del siglo XIX, Manuela Paula Martina Azcuénaga Basavilbaso y Basavilbaso y su hermano, Miguel José, tenían a su cargo dos propiedades dedicadas al agro, la “Chacra vieja” y la “Chacra nueva”; la segunda estaba en los terrenos de la actual Quinta. Entre fines del siglo XIX y principios del XX, Carlos Villatte Olaguer Feliú, el soltero conocido por sus farras en Europa y su afición al flirteo, el heredero de las tierras de su madre María Olaguer Feliú y Azcuénaga y su padre Carlos Villatte Ulmer, pero también de las de su tío ciego (sin esposa ni hijos y conocido por su altruismo) Antonio Justo Olaguer Feliú y Azcuénaga, continuó y profundizó esa tradición.
Las hectáreas se repartían entre varios negocios, casi todos vinculados con animales: el dueño criaba vacas y caballos de raza en el sector bautizado hacía décadas como “Cabaña Azcuénaga”; alquilaba a la casa de remates Bullrich y Cía. —por 24.000 pesos moneda nacional— los galpones para que criara ponis de polo; y alquilaba otro sector a descendientes de Prilidiano Pueyrredón, que lo usaban como quinta familiar —décadas después, uno de los niños de esa familia volvería al lugar como funcionario de gobierno de Raúl Alfonsín—.
Muchos de esos animales y los que les siguieron fueron anónimos. Algunos dejaron huella, como la boxer Catalina, una de las mascotas a las que Cristina Fernández de Kirchner mostró alguna vez por Twitter. Esa boxer habitó Olivos junto con la familia que llegó de la Patagonia cuando Néstor Kirchner asumió la presidencia. Vivió allí unos años y allí murió, en la casa principal. A esa boxer, manos comedidas le procuraron una tumba a metros del chalet presidencial. Está bajo un árbol en cuyo tronco la eterniza una inscripción, tallada con más amor artesanal que técnica, e inconclusa por el recambio natural de la corteza: “Catalina, compañera fiel de tu madre”.
Hoy nadie recuerda los nombres de las llamas a las que acariciaba Hilda “Chiche” Duhalde en 2002, cuando, como Primera Dama de un gobierno que aterrizó en pleno incendio económico y social, se resistió a mudarse a Olivos. Tampoco hay memorias que rescaten cómo se llamaban los dos caballos que se turnaban para los paseos matutinos que Silvia Martorell de Illia, con el traje de amazona que le había valido el apodo “la Coronela”, hacía por el parque cada mañana. Algunos pocos tienen presente a Jacinto, el petiso pinto del tradicional criadero San Jacinto —que el duque de Luynes tenía en Mercedes—, que Martorell y su hija Emma entregaron en plena Quinta al presidente francés Charles De Gaulle un día radiante, “con la magnífica decoración de los jardines de la mansión en primavera, flores, pájaros”, como regalo para su nieta Carole, amante de la hípica.
Tampoco la inmortalidad de la memoria los acompañó a todos.