El viernes 22 de diciembre de 1972, Pablo Vierci, estudiante de 22 años, abrió la ventana de su habitación en el barrio de Carrasco, en Montevideo, y dejó entrar el verano. Se acostó en su cama y se preparó para escuchar lo que hacía varios minutos anunciaban por radio Carve: la lista de los 16 sobrevivientes del Fairchild 571 que 72 días atrás había caído en Los Andes. Los nombres de esos que volvieron de la muerte.
Para él no eran desconocidos. En el avión iban sus amigos y sus compañeros. Por eso ahora sus ojos van de las hortensias en la ventana al cielorraso de ese dormitorio que conoce de memoria. Espera a que repitan la comunicación telefónica en la que Carlos Páez Vilaró, artista uruguayo y papá de “Carlitos”, uno de los 45 que viajaban, leyó la lista de los sobrevivientes. A medida que empieza a escuchar los nombres, intuitivamente, va levantando los dedos.
La voz de Páez Vilaró, que lee dos veces cada nombre a pedido del periodista uruguayo Tomás Friedmann, retumba en el cuarto: “Eduardo Strauch, Antonio Vizintin, Alvaro Mangino, Daniel Fernández, Carlitos Miguel Páez, mi hijo, Fernando Parrado, Rodolfo Canessa, Adolfo Strauch, Gustavo Zerbino, Pedrito Algorta, Alfredo Delgado, Roberto François, Roy Harley, José Luis Inciarte, Ramón Sabella, Javier Methol”.
Desde la cama ahora el cielorraso es recortado por las manos de Pablo, que siente que le faltan dedos o que hubo un error. Pero se dijeron 16 nombres y no hay más. Varias veces a lo largo del día repetirían la lista. Volverá a escucharla. Tardará en aceptar que no estén los amigos que con veintipocos, como él, creyó inmortales. Puede que haya sido ese momento en el que empezó a tipear en su cabeza los nombres que le faltaban. A escribir La sociedad de la nieve, el libro que publicó por primera vez Planeta en 2008, que inspiró la película que acaba de estrenar Netflix sobre la tragedia de los Andes y que, por eso, acaba de reeditarse.
En 1971 un grupo de jugadores del equipo amateur de rugby Old Christians alquilaron un pequeño avión bimotor Fairchild F-227 con capacidad para 45 personas a la Fuerza Aérea Uruguaya. El precio era fijo por lo que cuantos más pasajeros consiguieran, más barato sería el pasaje para cada uno. Por eso se movieron para completar las plazas que faltaban con familiares y amigos.
Aprovechando el feriado del descubrimiento de América del 12 de octubre, el plan era cruzar la cordillera por poca plata. Eran los últimos meses del gobierno de Salvador Allende en Chile y el país vivía un desajuste económico que hacía que el dólar se cambiara en el mercado negro, a diez veces que el oficial. Vivirían como reyes, al menos por cuatro días. Eso fue lo que convenció a la mayoría.
El día del viaje el vuelo 571 despegó a las 8:05 con pasaje completo. Pero a poco de salir, el auxiliar de vuelo, Ovidio Joaquín Ramírez, informó que deberían hacer una parada técnica en Mendoza. Entonces una noticia socavó los ánimos de todos: por las condiciones meteorológicas permanecerían esa noche en el aeropuerto argentino, perdiendo un día en Chile. A la mañana siguiente el clima seguía inestable. A eso se sumaba que el avión militar sólo estaba autorizado para permanecer 24 horas en el aeropuerto. Los pilotos debían decidir si continuar a Santiago o volver a Montevideo y dar por terminada la travesía. Decidieron seguir.
Vierci reconstruye esas horas trágicas y definitivas en “La primera muerte: caer en la cordillera”, el primer capítulo de La sociedad de la nieve:
“Durante el vuelo, la mayor parte de los jóvenes estaba de pie, caminando de un lado al otro. Cuando apareció el primer pozo de aire, y el tripulante salió de la cabina para pedir que se sentaran, porque el aparato se iba a sacudir, nadie le prestó atención.
Pero cuando vino el segundo pozo de aire, la mayoría de los que estaban de pie tomaron asiento. Algunos, incluso, se abrocharon el cinturón de seguridad. Luego le siguió un pozo de aire aun más profundo. En ese momento José Luis ‘Coche’ Inciarte escuchó nítidamente las voces de los pilotos en la cabina, gritando: ‘¡Dame potencia, dame potencia!’.
La aeronave ascendió bruscamente y Coche sintió cómo la espalda se le pegaba al respaldo del asiento, en el preciso momento en que el aparato comenzó a trepidar hasta que escuchó una explosión, seguida de un silbido estremecedor. Inmediatamente percibió una abrupta diferencia en el ambiente: del clima templado de hacía instantes, se pasó a un frío gélido, sacudido por chiflones de aire que no consiguió identificar de dónde venían, mientras diversos objetos le pegaban en el cuerpo.
Como no escuchaba el ruido de los motores creyó que el avión estaba volando sin hélices, hasta que sintió otro golpe, el pedazo de avión comenzó a deslizarse y ahora ya no eran el viento y el aire helado sino que lo que le pegaba en el cuerpo es nieve, sí, nieve. Coche bajó la cabeza y cerró los ojos para morirse”.
Muchos conocimos la tragedia de Los Andes por ¡Viven!, la película norteamericana de 1993, basada en el libro que lleva el mismo nombre y que a sólo dos años de la tragedia, en 1974, publicó el escritor británico Piers Paul Read. Un joven Ethan Hawke interpretaba a Fernando Parrado y un no tan joven John Malkovich a un Carlitos Páez, ya adulto. ¡Viven! cuenta la historia de los que sobrevivieron.
La sociedad de la nieve es el único libro del que participaron los 16 sobrevivientes de la tragedia. Y que recupera a lo largo de sus 426 páginas también las historias de los 29 que no volvieron. Ellos, los otros, son los que le dieron a Vierci una certeza: había más para contar. El libro, publicado en 2008, a 37 años del accidente, llegó en algún momento a las manos del director español José Luis Bayona (El Orfanato, Jurassic World, Un monstruo viene a verme), que empezó entonces su propia travesía para convertirlo en película.
“Cuando leí el libro me llamó mucho la atención porque yo pensaba que conocía la historia”, dijo “Jota” Bayona, como le dicen sus amigos al director español, en una entrevista junto a Vierci, que además es productor asociado y guionista de la película de Netflix. La realización llevó diez años y hay una razón para eso, en la que el autor uruguayo hace especial hincapié: la importancia de los detalles. “Lo pequeño es lo profundo”, dice.
Bayona separa La sociedad de la nieve del ¡Viven! de Paul Read y de Ethan Hawke: “El libro es complejo y habla de las luces y las sombras de una situación como esta. Hubo muchos que hicieron mucho y se quedaron en la orilla y otros que no hicieron nada y regresaron. ¿Qué sentido tiene eso? Eso era muy interesante porque desbarataba el discurso del héroe que ha hecho siempre Hollywood”.
Infobae Leamos conversó con Vierci sobre su libro, la adaptación al cine, los amigos que sobrevivieron y los que no.
—¿Pensabas que el libro podía ser una película antes de conocer a “Jota” Bayona?
—Yo tenía 22 años y era compañero de clase de Fernando Parrado, el que junto a Roberto Canessa caminó diez días por Los Andes, hasta cruzarse con ese arriero al que le hicieron llegar una nota a través de un río que decía: “Vengo de un avión que se cayó”. Nando se sentaba al lado mío. Se sentó los 10 años de primaria y secundaria un asiento adelante. Y no bien llega Nando, me pide escribir el libro porque yo era “el escribidor” del colegio.
—¿Cómo era ese colegio?
—Era un colegio de varones, de “brothers” irlandeses, en el que no se estilaba mucho escribir. A mí me lo permitían porque jugaba al rugby. Mientras más rudo, más me permitían la escritura. En rigor desde el momento en que regresan yo estoy con el tema, porque me lo pide Nando. Después tuve que dar un paso al costado porque había que hacer un libro mucho mas grande, ahí viene ¡Viven!, que se titula así, pero hay 29 que no vivieron.
—¿Y cómo vuelve a surgir tu escritura?
—Desde mi punto de vista lo que pasó requería de un trabajo que yo empecé a hacer cuando se cumplen 30 años de la tragedia, en 2003, con un artículo que escribo para el diario El País de Uruguay, que se titulaba “Nosotros, los otros” y hablaba desde el punto de vista de los muertos. Se fueron dando un montón de circunstancias. Me preguntás si pensé en que esto podía terminar siendo una película, creo que las dos cosas, el libro y la película, van de la mano. La pregunta previa sería: “¿La película ¡Viven! contaba toda la historia?”. Para mí no.
—Además el libro ¡Viven!, es del año 1974. ¿No era demasiado pronto para asimilar tanta magnitud?
—Yo creo que el libro ¡Viven! fue necesario, porque había que aplacar un montón de mentiras que se empezaron a decir. Y estábamos en otra época, ellos regresan el 28 de diciembre del ‘72, es otro mundo. Surgieron un montón de libros donde se decían mentiras, de artículos periodísticos. Era necesario un libro grande que contara la verdad oficial de ese momento. Como tu decís, muy sobre el pucho, y no estamos hablando de gente grande, estamos hablando de veinteañeros. Imagínate que el libro ¡Viven! está hecho con entrevistas a veinteañeros inmediatamente después de un hecho que todos los psicoterapistas reconocen que es traumático.
—¿Entonces qué balance hacés del libro?
—Es un libro que era necesario, pero insuficiente. Hacía falta no sólo contar lo que pasó, sino lo que nos pasó. Y para contar lo que nos pasó tenía que pasar mucho tiempo y tenía que incluir inevitablemente a los que no vivieron. Porque en este caso particular, y puede que irrepetible, los que no vivieron forman parte de los que vivieron. Hicieron un pacto de entrega mutua y que es el pacto de generosidad más grande que yo recuerde en la historia. Ellos dijeron: “Yo soy sobreviviente y combustible al mismo tiempo”. Los 16 que están, están gracias a que 29 no volvieron.
Vierci recoge el testimonio de Canessa para reconstruir ese pacto que implicó alimentarse de los cuerpos de los que iban muriendo para poder sobrevivir en la montaña:
“Cuando surge la idea de alimentarnos con los cadáveres, a mí no me resultó nuevo. La base teórica la traía de antes, porque había leído sobre metabolismo en Medicina, que era la carrera que estudiaba. Conocía el ciclo de Krebs, sabía que la proteína se puede transformar en azúcar y la grasa se puede convertir en proteína, y que podíamos sobrevivir con una dieta única a base de carne sin caer en la inanición. Y ahí estaban las proteínas de los cuerpos de los amigos, pero yo no tenía el permiso de tocarlos, con la desesperación agregada de que no les podía pedir autorización porque ya estaban muertos.
Hasta que encontré la paz para nuestras conciencias cuando se nos ocurrió decir que si muero, entrego mi cuerpo para que los demás lo usen, que mis brazos ayuden y mis piernas caminen y mis músculos se muevan y formen parte del proyecto de vivir.
(…)
Dar ese paso fue gigantesco, aunque sólo tuvimos que caminar unos pocos metros para llegar a la parte trasera del fuselaje partido, porque sus consecuencias serían irreversibles, nunca seríamos los mismos. Un paso difícil de comprender en todas sus dimensiones. Empezando por el hecho de abrir la ropa que uno muchas veces reconocía y hacer un corte imposible en la carne congelada. Un salto al vacío. Fue una tragedia mayor que el choque del avión, porque cuando el avión se estrelló, fue una agresión externa, pero cortar los cuerpos fue nuestra iniciativa.
En ese momento me sentí la persona más miserable del mundo y me pregunté qué había hecho de malo para verme obligado a asumir esa actitud tan humillante. Los que nos observaban desde el fuselaje compartían con nosotros esa profunda tristeza. Todos experimentamos ese momento de degradación, comerte a la muerte. Y por eso todos nos morimos un poco ese día.”
—Veinte años es una vida corta. ¿Creés que por eso, porque los conocías, eras o sentiste que eras el indicado para contar esta historia?
—Estoy de acuerdo. Lo hablaba la semana pasada con el hermano de uno de los chicos que murieron. Y él me dijo: “Era imprescindible que tu estuvieras también como parte de la producción de la película”. Estuve en los ocho años de rodaje junto al director y los productores, y cuando este hermano me dice esto, yo le respondo que no es algo exclusivo mío. Yo o cualquiera de los amigos que pertenecíamos a aquel grupo en un país pequeño como Uruguay podríamos haberlo hecho. La diferencia es que yo me dedicaba a escribir en un colegio donde no se estilaba. Cualquiera hubiera hecho lo mismo, y esto no es falsa humildad, cualquiera hubiera hecho lo mismo porque si tu conoces a los chicos desde que tienen 6 años y hasta que tienen 20, y se mueren a los 20, uno conoce todos los matices de esas personas que se están moldeando.
—¿El título La sociedad de la nieve te lo da uno de los sobrevivientes?
—Sí, lo menciona Roberto Canessa. Yo tenía cientos de horas de entrevistas de cada uno de ellos. Y con la entrevista de Bayona hicimos 50 horas más. Además de toda mi vida conversando con ellos. Llegué a tener 200 páginas de cada uno, de lo que a mí más me interesaba, de las partes importantes. Lo que yo sentí con el título La sociedad de la nieve era que expresaba lo contrario a ¡Viven!.
—¿En qué sentido?
—Ahí hablaban los 16 que sobrevivieron. Acá hablan todos, los 45. Permanentemente hay elementos nuevos porque a lo largo de 72 días frente a lo desconocido aparecen cosas, por ejemplo en un mundo como el de 1972, donde no existía la donación de órganos, era muy disruptivo que alguien dijera “yo puedo vivir en ti”. El hecho de ser un grupo de veinteañeros que nunca se entregaron. Que prime entre ellos la compasión y la misericordia. Que se priorice no al que estaba mejor, sino al que estaba peor. Era todo muy novedoso. Era una nueva “sociedad”, con una lógica imposible de entender en “la sociedad del llano”.
“Conozco los dos grupos porque al principio yo pertenecía a la comunidad del avión, ayudaba en todo lo que podía, incluso era el que curaba a los heridos con la colaboración de Gustavo Zerbino y Diego Storm. Luego pude observar cómo era ese otro mundo fuera del avión cuando tuve que atender a Gustavo, el día que regresó destrozado de su caminata a la montaña del sur. Había perdido la visión, sentía que tenía arenilla dentro de los ojos, yo tenía que masticar la carne y ponérsela en la boca desmenuzada porque se le habían aflojado los dientes, debía frotarle los pies porque los tenía congelados y no los sentía”, reconstruye el capítulo “Abandonados” del libro, a través de un testimonio de Canessa.
—¿Nace esta “sociedad de la nieve” cuando ellos escuchan por radio que se suspendía la búsqueda del avión?
—Ocurre que nada en una circunstancia tan trágica y tan inverosímil es lineal. Algunos estaban esperando el rescate, lo que hubiera pensado cualquiera desde la “sociedad del llano” que había que hacer, pero había otros que no estaban esperando el rescate. El proceso de abandonar “la sociedad del llano” era imprescindible para poder sobrevivir. Había que construir una sociedad nueva, con otras reglas, donde particularmente aparece este compromiso que está escrito en una carta que escribe “Coco” Nicolich, que muere en el alud: “Empezamos a dar los cuerpos para sobrevivir y si llegara el caso de que llegara a morir, gustoso lo haría”. Es un documento.
—Entonces...
—La “sociedad de la nieve” empieza en diferentes subgrupos en diferentes momentos. Creo que en todos se cristaliza, como decís, se produce esa ruptura con la sociedad del llano cuando escuchan en la radio que desde ese momento buscaban cadáveres, que los habían decretado muertos. Fíjate lo que los habrá marcado que Roberto Canessa hoy es médico y se dedica a tratar niños que nacen muertos. Él reproduce en su vida posterior lo que ellos sufrieron como “pacientes” en la montaña. Cuando los otros médicos dicen “no hay solución”, entra Roberto.
Daniel Fernández, otro sobreviviente, da su testimonio en el capítulo “Pañuelos en la plaza” de La sociedad de la nieve:
“Esa radiecita…¡cuánto nos hizo sufrir y cómo nos devolvió el alma al cuerpo! Después de la terrible noticia de que nos habían abandonado, la radio quedó olvidada, nadie tenía interés en escuchar ese pedazo de plástico de mal agüero. Luego vino el alud, cuando la nieve la cubrió y la radio desapareció. A los veinte días, sacando restos de nieve del interior del avión, reaparece la radio. La llevo afuera, al sol, la abro y la pongo a secar sobre el fuselaje. Y a pesar de haber estado bajo nieve durante tanto tiempo, volvió a funcionar: ¡ni siquiera las pilas se habían arruinado!
Como teníamos apenas esas dos pilas, había que cuidarlas como oro, y por eso escuchábamos sólo en los momentos imprescindibles, que era el informativo de las siete y media de la mañana a las ocho menos diez, en la radio uruguaya El Espectador, que lográbamos sintonizar. Se convirtió en una rutina dolorosa pero necesaria, salir antes del sol, con el viento gélido de la montaña, alejado del avión, generalmente solo, con la radio contra el oído, esperando la voz salvadora que nunca llegaba.
Después de confirmar la noticia de la llegada de Nando y Roberto, planteamos limpiar la desprolijidad del entorno, todo ese hueserío, los cuerpos desmembrados y los esqueletos que había alrededor. Pero nos dimos cuenta que era imposible, el desorden era demasiado grande y nos faltaba energía para cubrir o esconder todo lo que había. Y además ¿por qué teníamos que esconderlo?”.
—Por fuera de haberse alimentado de los cuerpos de sus compañeros, ¿dónde más encontrás que esta sociedad tuvo otras reglas?
—Además de en el pacto lo que veo es que cuando el hombre está despojado del ego en el sentido de la percepción benévola de uno mismo, cuando se lo despoja de eso, surge la compasión y la misericordia. Ellos mismos lo dicen: “Nunca fuimos mejores personas que en la montaña”. El hecho de que los heridos fueran los que pautaban los tiempos de las expediciones, de cada movimiento que hacían. No los que estaban mejor, sino los que estaban peor. Ellos cuentan que si la expedición no funcionaba, si no llegaban Roberto Canessa y Antonio Vicintín, había un plan B y ese plan no era abandonar a los heridos.
—¿Y cuál era?
—Era salir en la dirección contraria cuando muriera el último, cuando ya no hubiera más heridos. Hay otros elementos, pero lo otro más importante es esto de que el hombre en la peor situación, en condiciones extremas, en el lugar más hinóspito del planeta, lo que le surge no es la bestia humana sino un hombre bueno. Fue un laboratorio de experimento humano, como dice Canessa, y a diferencia de la mayoría de las versiones apocalípticas, acá lo que surge que cuando le quitas todo a un ser humano, es un hombre bueno.
—¿Cómo fue escribir el libro en 2008?
—Cuando se llega a la oportunidad de hacer el libro fui a las casas de cada uno, pasamos muchas horas juntos, fui a la montaña con varios, fue exhaustivo en el sentido de recopilar todo lo que iba sintiendo. Los llamaba, los iba a buscar para que me sacaran una duda. Y por otro lado el proceso de escritura fue algo que no me volvió a pasar. Estaba como suspendido en el espacio, en el umbral de lo real y lo irreal, el de mi propia vida, el de las vidas de los chicos que sobrevivieron y los que no. No fui de la sociedad de la nieve pero me construí una especie de sociedad paralela, algo entre lo emocional y lo intelectual.
—¿Y cómo fue eso?
—Fue un límite que no conocía, que no se volvió a repetir y que seguramente nunca vaya a ocurrir otra vez. Algo que se genera cuando se mueren tus amigos a los 20 años. Y sin que haya un enemigo, porque esto no fue una guerra. Mi mundo cambió para siempre. Mi ventaja al escribir el libro era que yo podía completar el pensamiento de ellos, porque habíamos compartido la vida. Había un montón de puertas entreabiertas, en las entrevistas explorábamos ellos y yo territorios desconocidos. Eso se logra con personas a las que se les tiene confianza. Ellos sabían que yo no los iba a traicionar, porque hubiera sido traicionarme a mí mismo.