“Estoy donde los vagos mapas medievales advertían ‘aquí hay dragones’”, escribe el argentino Julián Varsavsky en su nuevo libro, Viaje a los paisajes invisibles. En estas crónicas de viaje, el licenciado en Ciencias de la Comunicación, fotógrafo y documentalista relata sus experiencias errantes de sur a norte, de la inhóspita y helada Antártida al desierto de Atacama, el lugar no polar más árido de la Tierra.
Varsavsky es coautor del libro Corea, dos caras extremas de una misma nación y dirige el taller de crónica Viajar para Contarla de la Fundación Tomás Eloy Martínez. Pero, según afirma, “viajar para contarla se ha vuelto más difícil”. ¿La razón? La tecnología, esa herramienta que nos permite “viajar” sin siquiera salir de la cama y que contrarrestó el condimento que lo desconocido le agregaba a los viajes en los siglos anteriores.
“Las tecnologías de desplazamiento se aceleraron y los costos relativos cayeron: cada rincón del orbe es alcanzable. Pero es arduo encontrar un lugar del que se sepa poco y nada”, escribe en la introducción de Viaje a los paisajes invisibles (publicado por Adriana Hidalgo Editora), en la que relata su viaje a la Antártida argentina y cuyo comienzo puede leerse al final de esta nota.
Afirma el autor: “La imposibilidad de lo inexplorado, sin embargo, es un convocante desafío. De lo que se trata hoy –más que nunca– es de entrever (...) Ya la mirada camina. Sin embargo, no suplanta al viajar: hoy se viaja más que nunca en un mundo sin nada por descubrir, pero mucho por interpretar”.
Así empieza “Viaje a los paisajes invisibles. De Antártida a Atacama”
Nos colocamos auriculares aislantes y el helicóptero se eleva sin avanzar, como colibrí. El Robinson 44 gira en su eje 180º hacia el puerto de la bahía de Ushuaia –Tierra del Fuego– y entre la bruma melancólica veo el arquetipo de los puertos remotos, el último antes del fin, con cascos oxidados, cruceros como edificios flotantes y pesqueros cual cascarón de nuez.
A mis pies termina el mapa de América a escala real. Y las últimas estribaciones andinas se hunden al mar. La mirada cenital subraya el límite entre dos dimensiones: la solidez montañosa y la oscilación acuática. Hace dos siglos, se creía que más allá de ese horizonte no había nada salvo el azote del vendaval, un frío convulsionante y la desmesura oceánica. Pero había otro fin después del fin: Antártida.
A los diez minutos, una imprevista tormenta apaga el horizonte y frenamos. El piloto Roberto Valdez, a punto de dar la vuelta, descubre una ventana en las nubes. Nos asomamos y del otro lado se abre un cielo diáfano: cruzamos al azul.
Atravesamos la isla Grande de Tierra del Fuego hasta su orilla atlántica para bordear tétricos acantilados rocosos. Las aves se desbandan frenéticas: petreles, patos, bandurrias en pánico. Al sobrevolar estancias ovejeras abandonadas, tropillas de caballos salvajes de largas crines huyen del ave metálica. En la lejanía diviso la península Mitre –cementerio de cien barcos en cuatro siglos– y al carcomido velero Duquesa de Albany.
Aterrizamos en un gélido paraje a 200 metros del buque partido en dos. El piloto apaga el motor: viento y mar braman como bestia territorial. Camino hasta la costa y los restos de acero desperdigados sugieren un naufragio ocurrido ayer. Curioseo como un profanador entre fantasmales cadenas oxidadas, argollas, planchas metálicas, dos mástiles caídos, el ancla intacta. Al subir la marea, todo queda bajo agua. Recorro los 253 pies de eslora hundiéndome en arena húmeda. Proa y popa están casi indemnes, pero el cuerpo central parece aplastado por una división de tanques. Las 300 000 hectáreas de península Mitre son tan remotas, que a este extremo oriental solo se llega a caballo en once días o en helicóptero.
El Duquesa de Albany se fabricó en Liverpool y varó rumbo a Valparaíso el 13 de julio de 1893 antes de doblar en cabo de Hornos, esa esquina del mundo que se devoró 800 barcos. Iba al mando John Wilson con 27 tripulantes. Lo habrían encallado para cobrar el seguro, allí donde los inspectores no irían: el “fin del mundo”. Pero quién sabe. El capitán y once hombres bordearon la isla en bote para salvarse. El resto caminó catorce días ayudado por los onas en su odisea invernal, bajo lluvia y nieve. Todos regresaron, salvo uno: se quedó a vivir con los pobladores originarios e hizo el klóketen –rito de pasaje a la adultez– para casarse con una de ellas. Pero enfermó y murió.
Camino solo dentro del barco como tragado por una ballena en el herrumbroso costillar de acero con mejillones. El roce del ancla eterna con la mano me desata un sentimiento oceánico que acaricia y lacera. Vacilo un instante: es el peso del mito patagónico sobre mi espalda, la quintaesencia de la idea del Finisterrae habitado por sirenas, monstruosas aves y calamares corpulentos que hundían buques en los contrafrentes de un planeta plano, asediando a navegantes temerosos de caer en los abismos del universo. Estoy donde los vagos mapas medievales advertían “aquí hay dragones”. Y respiro el aroma del tiempo en que Aristóteles dedujo una Terra Australis Incognita: si la Tierra es una esfera, las “leyes de la simetría” implicarían un continente ignoto y austral, y equilibrarían el peso de Europa y Asia en el eje terrestre. Esa antípoda la prefiguró el griego con clarividencia casi adivinatoria. Y resultó estar 700 millas náuticas al sur de donde estoy parado: dos milenios después se llamaría Antártida.
¿Por qué esta lánguida playa con escombros de barco conduce al éxtasis? Somos herederos del Romanticismo del siglo XIX que late en el inconsciente colectivo occidental. El caminante sobre el mar de nubes es el gran cuadro del Romanticismo alemán, obra de Caspar Friedrich de 1818: un elegante viajero en una cima rocosa contempla un cielo perforado por grandes picos hasta el infinito. El aura épica de ese óleo enciende la idea de lo sublime, que Kant rescató de los griegos: es una categoría estética de belleza que invade al observador de la naturaleza con un goce onírico, más allá de la razón, parado ante lo inconmensurable. La conquista de Antártida fue la cumbre del viajero romántico. Previo al Romanticismo, la Ilustración del siglo XVIII había racionalizado a la naturaleza como objeto de estudio: el viaje instrumental como recolección de datos. Se zarpaba a deducir las leyes naturales al impulso de la Razón. Su paradigma fue el grand tour burgués al terminar la universidad para completar la formación.
En cambio, la cosmovisión romántica –sin abandonar del todo a Kant– se rebela contra la Razón, dejando de separar al hombre del mundo natural, quien asume ya una subjetividad trágica: el alma es invadida por un paisaje que la excede y atraviesa (el viaje como goce de los sentidos). Ese sujeto se doblega ante la Tierra como un espacio inconquistable, a pesar del poder de la ciencia. Y empieza a sospechar que no hay dioses ni respuestas. El viajero romántico deseaba paladear la naturaleza, antes que descubrir su lógica. Aunque no dejara de estudiarla. El motivo de su viaje era la contemplación por mero gusto: no es una actitud objetiva, sino intensamente subjetiva. Se toma nota de la íntima emoción y de la sensación que genera el paisaje, absorbiéndolo con todos los sentidos. La filosa seducción de los desiertos, mares, montañas y selvas agitaba el espíritu del hombre del Romanticismo, despertándole temores y desafíos: el paisaje esquivo prometía la gloria terrenal. Kant lo había definido: “rocas audazmente colgadas... nubes de tormenta que se amontonan en el cielo y se adelantan con rayos y truenos, volcanes en todo su poder devastador, huracanes que van dejando tras de sí desolación y el océano sin límites rugiendo de ira... reducen nuestra facultad de resistencia a una insignificante pequeñez”.
El barco naufragado en los confines es el epítome de lo sublime. Y el cuadro La balsa de la Medusa, sobre un legendario naufragio de 1816, convirtió a Géricault en el emblema romántico de la pintura francesa.
La marea sube y las olas ya lamen los mástiles semienterrados en esta tumba de barco a cielo abierto, bajo una luz opalina. Regreso al helicóptero y sobrevolamos los despojos del Duquesa de Albany. Tras la ventana veo el gran cuadro del Romanticismo sudamericano, sin mediación del pincel: es la imagen corpórea de la idea del hombre moderno que busca someter a la naturaleza, rozando lo eterno en ese fracaso. La razón occidental forjada en el ágora de Atenas ve aquí la más honda y desgarrante belleza. Lo épico de la catástrofe y la grandilocuencia de esta derrota patagónica son arte en sí mismo. Sin pintor.
Viajar para contarla se ha vuelto más difícil. Las tecnologías de desplazamiento se aceleraron y los costos relativos cayeron: cada rincón del orbe es alcanzable. Pero es arduo encontrar un lugar del que se sepa poco y nada. La revolución digital no existía cuando Lévi-Strauss habló del “fin de los viajes” a mitad del siglo XX: “Quisiera haber vivido el tiempo de los verdaderos viajes”. Si lo vivificante de viajar y reportear era el encuentro con el Otro desconocido –o el descubrimiento natural– eso ya no existe: no hay más terra incognita. Solo habemus terra digitalis.
Por el espacio digital viajamos sin ir: antes de partir, hemos llegado. La mirada viaja a los saltos de ventana en ventana: el windowing. El arribo posmoderno, liberado de las leyes de la física es lo opuesto a un desembarco borrascoso: es aséptico, plano como la pantalla y predecible. La travesía, sin aroma ni sabores, es solo imagen y sonido. Pero si la llegada es in situ y carnal, uno ya solo certifica y reconoce territorio conocido. La imposibilidad de lo inexplorado, sin embargo, es un convocante desafío. De lo que se trata hoy –más que nunca– es de entrever.
Lo lejano está cerca. El mundo fue milimétricamente cuantificado, historiado y estudiado por antropólogos, arqueólogos, filósofos, geógrafos y sociólogos enfocados en cada tribu urbana y aborigen de ayer y hoy. Cada microrregión fue cronicada, documentalizada, escenificada en cine, digitalizada calle por calle y casa por casa con Street View y Google Earth desde tierra y cielo, mapeada con Google Maps, filmada y fotografiada por millones de smartphones: todo llega con solo googlear. Ya no quedan montañas sin escalar y el sistema solar ofrece pocos enigmas: los chinos alumbraron el lado oscuro de la luna.
El browser de Internet es la nueva nave y nos trae cada rincón global visto desde todo ángulo, incluyendo los submarinos y aéreos. El parque nacional Los Alerces en Patagonia ocupa 260 000 hectáreas: Google Earth individualiza cada uno de sus árboles y un estoico los podría contar. Es posible recorrer de forma cenital las orillas del Amazonas palmo a palmo, desde sus nacientes en los Andes a su desembocadura. Ya la mirada camina. Sin embargo, no suplanta al viajar: hoy se viaja más que nunca en un mundo sin nada por descubrir, pero mucho por interpretar.