Era a comienzos de los ´80. Mirta Rosenberg vivía en la calle Entre Ríos al 700 a pocas cuadras de la Facultad de Bellas Artes de Rosario. De allí salía de dar clases de Composición y Estética el poeta y pintor Hugo Padeletti. Llegaba caminando en pocos minutos a la casa de su amiga y discípula, con la que compartía junto a sus hijos preadolescentes, almuerzo y pos almuerzo, largas charlas de poesía y arte.
Nacida en 1951 en el barrio de Arroyito de la gran ciudad santafesina, y fallecida en la Ciudad de Buenos Aires en 2019, Rosenberg estudió Letras y traductorado de Inglés. “Para Mirta la traducción era un arte y un medio de subsistencia”, recuerda Jaime Arrambide, discípulo y colega. Y agrega ella sobre la centralidad en su escritura de este oficio: “traducir es un gran placer, tiene que ver con escribir. Para mí no hay una enorme diferencia entre escribir y traducir. Yo veo al buen traductor de poesía como un autor. Lo que he traducido forma parte de mi obra”.
Lectora lúcida, detallista y sistemática de la poesía inglesa y norteamericana, conocedora de los secretos de la lengua y la poesía en español, en particular del Siglo de oro; sin duda son sus grandes ascendientes. También sus vivencias y lecturas compartidas con sus amigas poetas en Buenos Aires de mediados de los ´80 en el bar La Paz: Diana Bellessi, María Moreno, Mercedes Roffé.
Su participación activa casi desde el inicio en el Diario de Poesía (1986-2012), dirigido por Daniel Samoilovich, le permitió inaugurar, a veces junto con su director, traducciones de poetas como William Blake, Edward Lear, Katherine Mansfield, Marianne Moore, Elizabeth Bishop, Dorothy Parker, Joseph Brodsky, Anne Carson y muchas, muchos más. A ello se sumó la coordinación de su sección de Poesía Argentina, lo que le permitió estar en diálogo constante tanto con poetas consagradas y consagrados como con poetas jóvenes. Así, Rosenberg tuvo un sitio privilegiado en la construcción del canon de la revista al seleccionar y publicar las novedades inmediatas. Sus elecciones y sus gustos fueron entonces un puente generoso entre las distintas generaciones y estéticas de ese momento.
El estilo de Mirta Rosenberg sigue siendo aún hoy único, singular: autobiográfico pero no catártico, ascético pero no impasible; heredera voluntaria de la poesía modernista norteamericana, solapadamente confesional, de Marianne Moore, Wallace Stevens y en un segundo plano de Elizabeth Bishop.
Como bien escribió sobre su querida Moore, quizás hablando de sí misma: “Esta distancia del yo basada en la constitución de un texto armado no carece, no obstante, de la carga del sentimiento articulado en la expresión”. A su vez, fue una exquisita orfebre en el uso de las rimas, de la sonoridad y sus ecos, aprendidas junto a Padeletti; “el ritmo es todo”, como bien dice ella.
Fue incisiva e irónica en los juegos, en el humor temático y musical aprehendido de la escuela inglesa de Lewis Carroll y Edward Lear. Porque Rosenberg puso en ese entramado su huella poética original. Engarzó en sus poemas exactos la concisión, la conciencia reflexiva del lenguaje. Experimentó con el uso de anacronismos gracias al conocimiento, por su tarea de traductora, de los lugares ocultos de los diccionarios. No cedió en separar forma de sentido en esa “agudeza”, como calificaba la palabra de la poesía engarzada en la impiadosa mirada poética: “escribir te hace temblar y al mismo tiempo es tu escudo contra el miedo”, confesaba al poeta y periodista Osvaldo Aguirre.
Dueña de una producción concentrada, publicó seis libros en 30 años, su figura de poeta tan personal se impuso desde sus inicios. Su obra nace ya madura en Pasajes (1986), primer libro, declaración de principios de una voz femenina que expresa y sacude sin concesiones el letargo común de ser madre, mujer y poeta: “Ahora soy la madre, / amante/ la Blanca que construye/ hijos” (‘Pasajes’) mientras “No es que no tenga pasado. Es/ que no es lo que es/ ni lo que creía” (‘En camino’).
En Rosenberg se funda una subjetividad nueva en la poesía argentina – con un mar de fondo siempre autobiográfico- que cruza el problema del género y la sexualidad con lo sociocultural, lo retórico, lo lingüístico en confluencia con la tradición de sus lecturas poéticas, principalmente anglosajonas.
Estos aspectos seguirán interactuando y solapándose uno sobre otro de libro a libro. Así, en Madam se impone la mezcla de lenguas y sexualidades, en Teoría sentimental (1994) las dificultades de lo familiar, el amor y la judeidad y en El arte de perder (1998) la fusión de lo autobiográfico con la definición de una forma, su arte poética, en el gran poema ‘La consecuencia’: “Es que las palabras se repiten entre sí/ por el sentido: son solteras y sociables/ y de sus raíces crece un árbol.”
Esta peregrinación se completa con una estética afilada como un escalpelo, tan de su tono áspero de voz de fumadora, en El paisaje interior. Culminación, condensación de obra y vida, este penúltimo libro reconstruye el “paisaje interior”, título inquietante si lo hay, bajo la influencia del poeta inglés Gerard Manley Hopkins. Es el libro de una subjetividad impuesta por circunstancias de salud que afectaron su movilidad, lo que ella define como “atmósfera sedente” en uno de sus poemas. Aunque no hay piedad para sí misma, implacable y desafiante, el lirismo nunca se entrega al riesgo melodramático: son versos “armados en el filo del sentimiento y el pensamiento - sentir y pensar son costados de un solo filo-” como describe su colega y amiga Olvido García Valdés en su prólogo a una antología de Rosenberg publicada en España.
Cuaderno de oficio es el legado consciente de quien reconoce, con ascetismo y sin arrogancia, su lugar en el mundo de la poesía argentina entre las y los jóvenes poetas. A modo de despedida, Mirta Rosenberg reúne en este libro las distintas maneras que tiene de definir la escritura. Sus poemas en verso y prosa funcionan aquí como decálogos, manifiestos, apuntes, ayuda memoria. Por esto incluye, lo mismo que en El paisaje interior, traducciones.
Se suma así al linaje de poetas que, al igual que Alberto Girri en la Argentina, consideran los poemas ajenos, traducción mediante, como propios. Llama a estas secciones “Conversos”. Juego de palabras con “vertir versos”, o hacer versiones, y con los judíos obligados a convertirse para sobrevivir durante la Inquisición española: ¿una manera de subrayar el origen inquietante, de paria diaspórico, de la poesía? “La palabra jamás me hace morir/ La palabra ojalá me colma de angustia, / de ansiedad, y es mi agonía”; son los últimos versos del libro, casi un testamento.
Aquí, algunos poemas.
El origen de la acción
La pasión más fuerte
de mi vida
ha sido el miedo.
Creo en la palabra
(dilo)
y tiemblo.
(de Pasajes, 1984)
Recortes de un diario íntimo
En el momento de nacer, poco más tarde,
no hubo sentidos revelados. Lo auspicioso
de ese día fue una luz de neón, perecedera,
incandescente, enrarecida, dibujando el signo
de la palindromía- Madam, I’m Adam- más perfecta
en otro idioma y más sombría
que dominar los sentidos. El reflejo
intermitente tornó inútil el espejo, demorado, ¡ay!
el círculo callado, sorprendido,
de los cuerpos que buscándose se evitan
en el calor de lo íntimo. ¡Haber nacido
bajo ese signo! Haber nacido. A diario
el tedio vuelve del revés el derecho natural,
y el asedio es del sitio de lo mismo:
Al no desear, me muero. Quiero a ese pájaro
de mal agüero, al que amenaza Mad am I
con énfasis y tanto élan…Madam, ¡ay!
perdamos tiempo si todo está perdido, hablemos
trivialmente del paso, del abismo.
(de Madam, 1988)
La consecuencia
Esto es un árbol. La raíz dice raíz,
rama cada rama, y en la copa
está la sala de recibo
de un mirlo que habla.
La mesa donde escribo
—una fiesta de solteras—
está hecha de madera de ese árbol
convertida por el uso y por el tiempo
en la palabra mesa.
Es porque da frutos que caen
y por el gremio perenne de sus hojas
que se renueva el árbol
y que existe la palabra árbol:
aunque a veces el bosque
lo oculte a la vista, lo contiene
el árbol en la palabra árbol.
Y no es que éste sea un poema abstracto.
Es que las palabras se repiten entre sí
por el sentido: son solteras y sociables
y de sus raíces crece un árbol.
(de El arte de perder, 1998)
AHORA, más cerca de la tierra,
veo las mismas cosas
pero veo más. Sentarse
para evitar la distracción,
y la ilusión retrocede.
Puede menos y sé más
aunque no sepa nada nuevo:
¿seguramente no habrá?
propone el yo
que no alcanzó el desapego.
Sentarse y desconfiar.
(de El paisaje interior, 2012)
Utilidad de la poesía a las tres de la mañana
Oscuridad. Un poco de silencio.
No hay viento. Ni llueve.
No ayuda la naturaleza
a hacer la hora
menos callada.
Con los ojos abiertos en la oscuridad
pienso rimas de silencio
todo lo que reverencio
de naturaleza su delicadeza
o su fortaleza, aunque nada
me da. La hora está vacía.
El ahora está vacío.
Si no viene la poesía,
no habrá nada.
El miedo vendrá.
(de Cuaderno de oficio, 2016).