Qué es el “largoplacismo”, la filosofía que inspiró a Bill Gates y Elon Musk y que busca “garantizar un mundo feliz a nuestros nietos”

El joven filósofo William MacAskill, conocido como “el pensador más citado de su generación”, promueve lo que denominó “altruismo eficaz” y algunos de los hombres más exitosos del mundo lo están escuchando atentamente.

"Lo que le debemos al futuro" plantea que dejar un futuro próspero a las generaciones venideras es una obligación moral.

A veces es difícil pensar en el futuro cuando el presente es tan complejo que consume toda nuestra atención. Pero aunque “las papas quemen”, si ponemos toda nuestra energía en solucionar los problemas a corto plazo, nunca vamos a poder anticiparnos a aquellos que vendrán, además de posiblemente contribuir a la creación de otros nuevos, más grandes y difíciles.

En Lo que le debemos al futuro, el filósofo escocés William MacAskill, conocido como “el pensador más citado de su generación”, explica “qué debemos hacer hoy para garantizar un mundo feliz a nuestros nietos”. Su doctrina filosófica -que sostiene que dejar un futuro próspero a las generaciones venideras es una obligación moral- ha inspirado a filántropos como Bill Gates o Elon Musk.

“Las personas del futuro cuentan, pero rara vez las tenemos en cuenta”, escribe el autor, cuya investigación académica está centrada en lo que él llama altruismo eficaz: el empleo de evidencia empírica y argumentos racionales para ayudar con nuestro tiempo y dinero a los demás todo lo posible y de la manera más efectiva.

“La distancia en el tiempo es como la distancia en el espacio. Las personas importan, aunque vivan a miles de kilómetros. Del mismo modo, también lo hacen si viven a miles de años. En ambos casos, resulta fácil confundir distancia e irrealidad, y entender el límite que alcanza nuestra vista como los confines del mundo. Pero, al igual que ese mundo no termina en la puerta de nuestra casa ni en la frontera de nuestro país, tampoco se acaba con nuestra generación ni con la siguiente”, explica MacAskill.

Así, el filósofo resalta la importancia de no solo pensar a futuro, sino además tener en cuenta a las personas que habitarán ese futuro aunque todavía no existan, ya que influir positivamente en el futuro de la humanidad es la mayor prioridad moral de nuestro tiempo.

“Lo que le debemos al futuro”

Defensa del largoplacismo: los miles de millones sin voz

Las personas del futuro cuentan. Podemos estar hablando de mucha gente. Tenemos la capacidad de hacer que sus vidas sean mejores.

Ésta sería la defensa del largoplacismo en pocas palabras. Las premisas son sencillas, y no creo que sean particularmente polémicas. No obstante, tomárselas en serio equivale a una revolución moral, una con implicaciones de amplio calado en cuanto al modo en que los activistas, investigadores, responsables políticos y, por supuesto, todo el conjunto de los seres humanos deberíamos pensar y actuar.

Las personas del futuro cuentan, pero rara vez las tenemos en cuenta. No pueden votar, ni formar grupos de presión ni acceder a un cargo público, de manera que los políticos tienen pocos incentivos para pensar en ellas. No pueden hacer negocios ni comerciar con nosotros, así que cuentan con poca representación en el mercado. Asimismo, están incapacitadas para hacerse oír directamente; no pueden tuitear, ni escribir artículos en los periódicos ni manifestarse en las calles. Están absolutamente marginadas.

Los movimientos sociales del pasado, como el de los derechos civiles o el sufragio femenino, han estado orientados, en general, a conseguir un mayor reconocimiento e influencia para los miembros discriminados de la sociedad. Y yo veo el largoplacismo como una extensión de esos ideales. Si bien no podemos otorgar un poder político genuino a las personas del futuro, sí podemos, al menos, tenerlas en cuenta. Con el abandono de la tiranía del presente sobre el futuro, podemos ejercer como sus depositarios, y ayudar a crear un mundo próspero para las generaciones del porvenir. Esto es de la mayor importancia. A continuación explicaré el porqué.

Las personas del futuro cuentan

La idea de que las personas del futuro cuentan es de sentido común. Las personas del futuro son, al fin y al cabo, personas. Van a existir. Tendrán esperanzas y alegrías y penas y remordimientos, al igual que el resto de nosotros. Lo único es que no existen todavía.

Para ver cuán intuitivo es esto, supongamos que estoy de excursión y arrojo en medio del camino una botella de vidrio que se hace trizas. Vamos a suponer también que, si no la recojo, más tarde una niña se hará un corte grave con los cristales. A la hora de decidir si recogerlos o no, ¿acaso tiene relevancia cuándo se vaya a cortar la niña? ¿Debería importarme si va a ocurrir dentro de una semana o de una década o incluso de un siglo? No. El daño sigue siendo el mismo, sea cuando sea que ocurra.

O imaginemos que una ciudad entera va a sufrir una plaga que hará que mueran miles de ciudadanos y que nosotros podemos evitarlo. Antes de ponernos manos a la obra, ¿necesitamos saber cuándo va a desencadenarse? No. El dolor y la muerte que hay en juego merecen nuestra consideración igualmente.

Y lo mismo con todo lo que pueda ser bueno. Pensemos en algo que nos guste personalmente, tal vez la música o el deporte. Ahora vamos a imaginarnos a alguien que disfrute de alguna otra cosa con la misma intensidad. ¿Acaso el valor de su felicidad se desvanece por suceder en el futuro? Supongamos que podemos regalarle una entrada para un concierto de su grupo favorito o para un partido de su equipo de fútbol. Para tomar tal decisión, ¿es preciso que sepamos la fecha en que tendrá lugar el evento?

William MacAskill: "El futuro es como la Atlántida. Se trata también de un país vasto y por descubrir, y que prospere o fracase dependerá, en una parte notable, de lo que nosotros hagamos hoy".

Recapacitemos sobre qué pensarían las personas del futuro si echaran la vista atrás y nos encontrasen deliberando semejantes cuestiones. Presenciarían cómo algunos de nosotros defienden que la gente del futuro no importa. Y ellos se mirarían las manos, capaces de contemplar su propia vida. ¿Dónde está la diferencia? ¿Qué es menos real? ¿Cuál de los puntos de vista del debate parece más lúcido e incuestionable? ¿Cuál más miope y cateto?

La distancia en el tiempo es como la distancia en el espacio. Las personas importan, aunque vivan a miles de kilómetros. Del mismo modo, también lo hacen si viven a miles de años. En ambos casos, resulta fácil confundir distancia e irrealidad, y entender el límite que alcanza nuestra vista como los confines del mundo. Pero, al igual que ese mundo no termina en la puerta de nuestra casa ni en la frontera de nuestro país, tampoco se acaba con nuestra generación ni con la siguiente.

Se trata de ideas de sentido común. Reza un dicho popular: «Una sociedad crece de forma sana cuando los abuelos plantan árboles bajo cuya sombra saben que nunca se van a sentar». Cuando nos deshacemos de los residuos radioactivos, no decimos: «¿A quién le importa si esto envenena a la gente dentro de unos siglos?». De igual modo, entre quienes nos preocupamos por el cambio climático o la contaminación pocos lo hacen únicamente en beneficio de las personas que están vivas en la actualidad.

Construimos museos y parques y puentes contando con que durarán para muchas generaciones; invertimos en centros de educación y proyectos científicos de largo plazo; conservamos pinturas, tradiciones y lenguas, al igual que protegemos los lugares que consideramos hermosos. En muchos casos, no establecemos una línea clara entre lo que nos preocupa del presente y lo que nos preocupa del futuro: ambos están en juego.

La inquietud por las generaciones futuras es de sentido común para diversas culturas intelectuales. En la Gayanashagowa, la constitución oral de la Confederación Iroquesa, que cuenta con siglos de antigüedad, se recoge una declaración particularmente clara, en la que se exhorta a los miembros del gran consejo a «ve lar siempre no sólo por las generaciones del presente, sino tam bién por las que aún han de llegar».

Oren Lyons, jefe espiritual de las naciones onondaga y seneca de la Confederación Iroquesa, lo expresa en los términos de un principio de la «séptima generación», y explica que «hacemos que todas nuestras decisiones redunden en el bienestar social y físico de la séptima generación [...]. Pensamos: ¿beneficiará esto a la séptima generación?». Con todo, incluso si estamos dispuestos a tener en cuenta a las personas del futuro, queda solventar la pregunta de cuánto peso debemos dar a sus intereses. ¿Hay razones para preocuparse más por quienes viven en la actualidad?

En mi opinión, hay dos que destacan sobre las demás. La primera es la parcialidad. Lo habitual es que tengamos unos lazos más arraigados y especiales con personas del presente, como la familia, amigos y conciudadanos, que con gente del futuro. Es de sentido común que podemos y debemos conceder una im portancia adicional a nuestros seres más cercanos y queridos.

La segunda razón es la reciprocidad. A menos que vivamos aislados en medio de la naturaleza, nos vemos directamente beneficiados por las acciones de un número enorme de individuos — profesores, tenderos, ingenieros y, sin duda ninguna, contribuyentes—, y es así a lo largo de toda nuestra vida. Por lo general, pensamos que, si alguien nos ha favorecido, tenemos buenas razones para corresponderle. Y ocurre que las personas del futuro no nos ayudan como lo hacen las de nuestra generación.

Las relaciones más especiales y la reciprocidad son importantes. No obstante, su relevancia no afecta a las conclusiones de mi hilo argumental. No pretendo decir que los intereses de la gente del presente y de la del futuro hayan de tener el mismo peso en todo momento y lugar, sino sólo que la importancia del segundo grupo es significativa. Del mismo modo que brindar unos mayores cuidados a los niños no se traduce en que debamos ignorar los intereses de los desconocidos, preocuparse más de los contemporáneos no implica ignorar a nuestros descendientes.

A modo ilustrativo, supongamos que un día descubrimos la Atlántida, una inmensa civilización ubicada en el fondo marino. Nos percatamos entonces de que muchas de nuestras actividades la afectan. Cuando arrojamos desperdicios a los océanos, en venenamos a sus ciudadanos; cuando un barco naufraga, lo reciclan para aprovechar la chatarra y otras piezas. No vamos a mantener unas relaciones estrechas con los atlantes ni quedamos en deuda con ellos por todos los beneficios que su existencia nos pueda haber brindado; pero, aun así, parece inexcusable dar la importancia debida al modo en que nuestras acciones puedan afectarlos.

El futuro es como la Atlántida. Se trata también de un país vasto y por descubrir, y que prospere o fracase dependerá, en una parte notable, de lo que nosotros hagamos hoy.

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