La periodista argentina Cristina Pérez, conocida por conducir la edición nocturna del noticiero Telefe Noticias hace más de dos décadas, acaba de publicar su nuevo libro, Tiempo de renacer, una novela en la que mezcla la rigurosidad de la historia del arte con una de las más novedosas exploraciones sobre las revelaciones de la mente humana: la regresión, también conocida como terapia de vidas pasadas.
Esta es una novela con un pie en el presente y otro en el pasado. Su protagonista, Helena, es una modelo italiana que un día, mientras pasea por la célebre Galleria degli Uffizi, se desmaya al ver El nacimiento de Venus, el cuadro de Botticelli que se convirtió en un símbolo del Renacimiento. Pero cuando la van a asistir, todos se sorprenden al ver que la modelo es idéntica a la mujer que protagoniza el cuadro.
El inexplicable suceso la impulsa a iniciar una terapia de regresión que la llevará a desentrañar el misterio sobre Simonetta Vespucio, la mujer que inspiró la Venus de Botticelli, y su conexión con ella. ¿Acaso fue esta modelo la musa del pintor en otra vida?
“Todos tenemos un enigma por resolver sobre nosotros mismos. Pero para lograrlo debemos descubrir que existe esa pregunta interior. ¿Quién soy?”, se plantea la autora en la introducción de Tiempo de renacer, cuyo comienzo puede leerse al final de esta nota. Después de La dama oscura, Cristina Pérez sorprende a sus lectores una vez más con una biografía repleta de enigmas.
Cristina Pérez presentará Tiempo de renacer hoy, lunes 4 de noviembre, a las 18 en Dain Usina Cultural (Nicaragua 4899, CABA).
Así empieza “Tiempo de renacer”, de Cristina Pérez
Todos tenemos un enigma por resolver sobre nosotros mismos. Pero para lograrlo debemos descubrir que existe esa pregunta interior. ¿Quién soy?
A veces no nos damos cuenta de que incluso nuestras más profundas angustias, son solamente preguntas. Preguntas formuladas desde lo que no sabemos de nosotros mismos y que claman por respuestas. ¿Para qué estoy aquí? ¿Dónde y en qué coordenada de este mapa que se camina a tientas estoy ocupando realmente mi lugar? ¿En qué nota de esta partitura, resuena en armonía mi destino? Porque la vida solo tiende a seguir su curso, a florecer hasta lo más conmovedor de su belleza. Pero a diferencia de una rosa o del vuelo excelso de las aves, somos nosotros, pequeños e ignorantes, los portadores de este secreto, las auroras de nuestra identidad. Por eso, en la búsqueda, nacemos y renacemos. Por eso, siempre es tiempo de renacer.
Siempre es tiempo de Renacimiento.
I
Florencia, 2023
Helena tenía que hacer tiempo. Bebió de un trago lo que quedaba de su cappuccino y salió del Café Gucci sin destino. Al menos por tres horas mandaría el azar. En Florencia, después de todo, siempre se superponen los tiempos. La traza de la ciudad era la misma que hace quinientos años, pero la energía de las calles la hacía sentir siempre nueva. El tiempo libre hasta su sesión de fotos le permitiría dejar por un rato el ensimismamiento del que llega a una ciudad por trabajo y no puede disfrutarla. El glamour de la moda era apenas el destello de una maquinaria que lo demandaba todo para producir sus luces.
Como si supieran donde ir, sus pasos la llevaron intuitivamente a la Piazza della Signoria. Allí, junto al Palazzo Vecchio, la réplica del David de Miguel Ángel le confería un halo amigable a la antigua fortaleza donde se asentó el poder que inventó la política moderna y que inspiró El príncipe de Nicolás Maquiavelo: el poder de los Medici. Pero eso no era lo que Helena estaba pensando. Miró la hora. Tenía tiempo para entrar a la Galleria degli Uffizi. Había visto decenas de veces sus salas monumentales a trasluz cuando va cayendo el sol, desde el otro lado del río Arno. Pero siempre estaba corriendo de una cita a otra en sus agendas sin respiro. Esa tarde, en cambio, era distinta.
La Galleria degli Uffizi albergaba una colección magnífica que incluía esculturas de la antigua Roma y pinturas icónicas del Renacimiento. Helena cedió esta vez a la tentación de ser turista por un rato y cruzó la explanada entre las dos alas del edificio construido en el siglo XVI. La miraron pasar notables presencias desde la doble hilera de esculturas. Descubrió pronto a Miguel Ángel Buonarroti, y reconoció a Leonardo Da Vinci. Al llegar al extremo de la columnata se sumó a la fila de visitantes, compró la entrada, pasó el control de seguridad e inició el recorrido por el subsuelo. Antes de entrar, se quitó el abrigo de paño color beige que la cubría, y quedó con un pantalón de jean y una remera blanca enorme que le daban aire adolescente. Como todo ornamento, se hizo un nudo en el pelo que caía levemente ondulado hasta la cintura y se entregó al momento.
Decidió no abrir el tercer mensaje de su padre que le pedía hablar. Ya sabía qué quería. Que dejara de perder tiempo con el modelaje. Que terminara la carrera de Finanzas. Ella no tenía esa prisa. Se sentía como alguien que está empezando a reconocer dónde está parada y hasta su propia presencia en el espacio. Eso que era fácil en una pasarela no lo terminaba de dilucidar en la vida. Por momentos la atraía ganar el buen dinero que venía de las campañas publicitarias, aunque no fuera una modelo top. Y por momentos sentía que era su forma de escapar, o de evadirse.
Siempre la había acompañado una sensación de intermitencia, de estar y no estar. De pertenecer a medias. Como si pudiera entrar y salir de esos mundos que la rodeaban. En ese momento, de hecho, no soportaba ni escuchar a la guía que, con voz estridente, repetía su coloquio sobre arte medieval a un nutrido contingente de viajeros. Se salteó la primera sala para ganar algo de paz y dejó atrás esas madonnas con sus niños, pintadas sobre plafones de madera con fondo dorado.
Casi sola, extrañamente sola, empezó a sentir el desacople de la realidad que irrumpe como una sutil anestesia en los museos. Las formas en los cuadros iban cambiando. El sensual púrpura, el suntuoso azul, el incandescente amarillo, el verde atemporal, estallaban de pronto en cuerpos voluptuosos y místicos a la vez, santos pero bellos. Madonnas más humanas, con ruborizadas mejillas y niños enigmáticos, cándidos y adultos a la vez. Las vírgenes del Renacimiento eran mujeres. Las vírgenes medievales eran íconos. De pronto, las mujeres corporizaban virtudes y gracias, además de martirios y devoción. Eso dedujo. Sin mucho entendimiento. Algo se iba descomprimiendo en su cabeza. Por fin.
Y fue en ese momento adecuado e inesperado, que sintió repentinamente la desnudez. Primero percibió un rubor en la cara y la sensación refrescante de una brisa marina que parecía venir de ese cuadro. Helena caminó directo hacia la pintura. Era como si se acercara a una ventana abierta, no a un cuadro. Le pareció raro. Quizás era por ese cielo suavemente celeste, casi confundido con el agua de un verde transparente. Quizás era por haber desconectado al fin de todo lo otro. En una milésima de segundo le quitó los ojos a la visión para buscar el nombre de la obra. “Sandro Botticelli, claro”, se dijo. Y regresó con la mirada al rostro de ella, de Venus.
Sin poder entender muy bien lo que estaba pasando, al buscar el rostro de la diosa, se vio. Se vio. No parecida. No solo parecida. O más bien idéntica. Se vio ella como si estuviera ante un espejo. Parpadeó carnal ante a ella, esa mujer. Pero no parpadeó como otra, parpadeó como ella. Parpadeó con ella. Helena cerró los ojos y apretó los párpados como si pudiera borrar lo visto. Pero al abrirlos sintió su lánguida mirada volviendo en forma de reflejo desde esa imagen. Asustada, dio un paso hacia atrás. Y la mujer en el cuadro también lo hizo. Al mismo tiempo. Tambaleó como tambaleó la otra sobre esa concha marina en la que se posaba sobre el agua. No entendía si esta vez era ella la que replicaba al cuadro o el cuadro a ella. ¿Quién tambaleaba? ¿El piso se hacía de pronto inconstante o líquido? O la mujer del cuadro era ella. ¿Quién era ella? ¿Qué diablos estaba pasando?
Sintió confusión, pero también seguridad. Y eso le produjo más temor. Reconoció con intimidad su propia nostalgia en la cara que la copiaba. La extraña no era extraña. No podía quitar los ojos de ella. Se sintió dentro de esa escena. No podía ser. O sí. Movió un brazo para testear, y ella, la otra, también movió el brazo con el que sostenía su pelo larguísimo para taparse el pubis. Al verla a ella quedar totalmente desnuda, sintió pudor por sí misma y se cubrió como si la desnudez le perteneciera. Sintió de pronto algo parecido a la claustrofobia, y un miedo extraño de no poder volver. ¿De no volver de dónde?
Era como una dislocación en sí misma, fuera del tiempo. Habían pasado solo segundos. Escuchaba voces en otro plano auditivo. Empezó a temblar. No lograba tener claridad para empezar a preguntarse lo que estaba pasando porque ante todo debía concentrarse en eso que estaba ocurriendo. Justamente, no era su imaginación. Sintió la adrenalina del que quiere escapar, sintió peligro, pero al mismo tiempo sintió que estaba allí en el mar, flotando apenas sobre esa concha marina que llegaba a la costa de Chipre. La abrumó la sensación de no poder siquiera pensar. Sintió que el miedo la tomaba. Percibió que el temblor se convertía en inestabilidad. Era la inestabilidad del agua. Sintió terror. Y confusión. Luego cayó inconsciente sobre el piso de la Sala Botticelli.
En un espacio contiguo, la guía que estaba explicando los detalles de La Primavera, otro cuadro del mismo pintor, corrió al instante al verla desvanecerse. Al acercarse, la mujer debió mirar dos veces por la sorpresa que le provocaba lo que tenía ante sus ojos. Una chica joven de rostro idéntico a la del cuadro estaba tendida en el piso con el pelo ondulado e interminable, de las mismas tonalidades doradas y cobrizas que el de la Venus en la pintura. Era como si la mismísima diosa hubiera saltado desde su escena hacia la sala del museo. Se enojó consigo misma al darse cuenta de que revisaba que la imagen de Venus siguiera precisamente en su lugar. Es que conocía de memoria esa obra. La explicaba varias veces por día desde hacía casi treinta años. Y no daba crédito a lo que veía. Estaba arrodillada en el suelo mientras todas estas disquisiciones ocurrían en su mente al tiempo que le tomaba el pulso a la joven y decidía si era necesario pensar en una reanimación. Vio acercarse en un tumulto al servicio de emergencias y le salió un suspiro angustiado de alivio al ponerla en sus manos.
—Su pulso está bien. No sé qué le pasó. No estaba en mi grupo. La vi caer como una plumita al piso. Pobre niña.
Al tiempo que veía a los paramédicos llevarse a la joven, la guía se puso de pie tambaleándose un poco hasta lograr estabilidad y presa aún del desconcierto. Cuando iba a acercarse a su contingente para pedir disculpas por la demora, observó el rostro grave de uno de los curadores del Museo y hubiera jurado que sabía lo que estaba pensando. Pero no iba a ser ella quien le dijera nada. En los museos se vivían situaciones emocionales de todo tipo. El arte impactaba en forma singular y única en cada persona que lograba una experiencia trascendente. Estaba segura de que esa chica había vivenciado algo especial.
Josefina López había emigrado a Italia desde España como una joven estudiante de Historia del Arte. Allí en Florencia había terminado su carrera, había conseguido trabajo como guía en idioma español, y había conocido a su marido con quien tenía dos hijos ya adultos. En todo ese tiempo nunca había dejado de hacer lo que le apasionaba: mostrar esos cuadros que la habían asombrado hasta las lágrimas desde siempre y compartir sus secretos para que también otros pudieran recibir el arte en su corazón.
El mundo del arte era curioso. Había visitantes del Museo que salían con su corazón tan inerte como había entrado. Pero había expertos de arte que lo tenían igualmente helado. Y no entendían que una obra es un enviado de otro tiempo que vive para contar recónditos secretos. Esa pasión por el misterio vivo en cada obra la encendía. No creía en el excesivo tecnicismo de algunos reputados nombres y tampoco en quienes se aferraban a relatos convencionales para quedarse con una mirada cómoda y simplista.
Los cánones eran lugares mentales parecidos a los mausoleos. Y aunque sabía que ese rigor tenía un sentido y era el abordaje serio y metodológico, ella hacía tiempo que había optado por ir más allá. Hubiera jurado que el circunspecto curador había notado lo mismo que ella sobre esa chica, pero prefirió fingir que nada pasaba y mirando bajo empezó a caminar hacia los turistas que la esperaban. Él la reprendería por “su pensamiento esotérico”. Estaba segura. Cuando buscaba evadir al curador mirando el suelo, fue que descubrió el objeto. Allí vio una pequeña cartera color verde agua que se había abierto al caer. Sobresalía un papel con un nombre y lo que parecían las indicaciones para una cita de trabajo. “Helena De Benedetti”, leyó. Necesitaba saber exactamente lo que le había pasado a esa niña.