Norberto Jansenson ya hacía magia cuando fue a ver a René Lavand: quería estudiar con él, aprender más. Entonces sacó entradas para verlo, cuando pudo se acercó... el maestro no quería más alumnos pero terminó aceptándolo por una conexión con el pasado de Lavand que no se puede sino calificar de mágica y que el mago contó en una profunda entrevista con Infobae.
Con los años, Jansenson hizo su propio camino, aunque siempre siguió vinculado al maestro. Ahora, escribió La mano mágica, un libro en el que cuenta ese vínculo y retrata al maestro, y que se puede descargar gratis desde Bajalibros hasta este domingo 3.
El libro está dedicado “A René Lavand. Por tomarme de la mano con su mano. Por la amistad, por la magia. No la de los trucos, sino la de las palabras, los silencios y la presencia”.
Pero como, además, a Jansenson le gusta mostrar su arte, en este video juega con nosotros y nos adivina una carta. Sorprende. Él mismo lo dice en el video pero para jugar con él sólo hace falta tener algunas cartas, de cualquier juego, e incluso se las puede dibujar. Y funciona.
“La mano mágica” (Fragmento)
En Embrujo decían que yo era parte del mobiliario, que se me veía sentado en el box número 53 en los planos del restaurante. Muchos clientes creían que yo era el dueño. Para mí, el lugar era un salvavidas: me rescataba durante algunas noches de angustia en las que deseaba salir y no tenía con quién.
Esa noche se realizaba el quinto show del ciclo de René, que se presentaba los viernes y sábados del mes. Lo fui a ver a todas las funciones, y en cada una de ellas me senté en ese mismo box cincuenta y tres ubicado al fondo, junto a la puerta de vidrio que custodiaba Ángeles.
Conversábamos con Pablo Pol, uno de los dueños, cuando irrumpió René con su sombrero de estanciero, el suéter de cuello alto verde inglés de lana trenzada, la mano derecha —que le había regalado otro mago, Lennart Green— siempre metida dentro del bolsillo, la mano izquierda en alto —con el anillo de sello en el meñique— saludando de lejos a Gabriel, el cajero. Lo seguía Nora, vestida de negro, con el portatraje doblado sobre su brazo derecho, diciéndole en silencio al mundo quién era la que llevaba los pantalones.
René le dio un beso a Angie y nos vio.
—¡Norberto! ¡Otra vez acá! —me gritó, y le dijo a Pablo—: ¡Qué paciencia tiene este hombre, no sé cómo no se harta de ver siempre lo mismo!
—Y… quiere aprender, René —le dijo Pablo y me guiñó un ojo—, a lo mejor viendo mucho algún día aprende algo.
(...)
Me emocionaba ver trabajar a René. Pero no solo cuando contaba sus historias, o al final de una rutina, sino en cualquier momento, en todo momento. Me emocionaban su orgullo y su porte, su capacidad para hacer foco en cada instante del espectáculo, como si fuera el último de su carrera, tanto en el movimiento como en la quietud, en la palabra o el silencio. Me impresionaba la dignidad con la que reparaba algún error ínfimo que cometía su mano cansada, imperceptible para el público, pero vergonzoso para él. Me conmovía la tragedia que atravesaba cada uno de sus silencios, la pérdida no resuelta, que hacía eco en el paño verde, y al mismo tiempo reverberaba en las cosas que cada uno de nosotros había perdido y no había podido lamentar.