“¿Pensaste en ponerte bótox?”, me pregunta mi amiga, tras confesar ―un poco con culpa y un poco con orgullo―, que había sucumbido al encanto de la costosa pócima que promete eterna juventud (al menos hasta que dure el efecto) y, claro, belleza. Rostros de porcelana que actúan de impostores, cuerpos esbeltos que pretender rebobinar el inexorable paso del tiempo, aunque las canas asomen por nuestras cabelleras. Mientras escribo esto me miro al espejo y pienso en mis arrugas alrededor de los ojos.
¿Cuántas cosas hacemos a diario pensando en la belleza estética y el “horror del paso del tiempo”? Pánico al ver una cana más, más pánico al descubrir que el contorno de nuestros ojos no es tan luminoso. ¿Cuántos imperativos estéticos intentamos alcanzar con más o menos éxito? Malas noticias: muchísimos. Vuelvo a mirarme al espejo y queda la sensación de que nunca es suficiente. Caímos (mucho más las mujeres) en la trampa de la carrera a contramano de la muerte. ¿Queremos pactar con el diablo? ¿Somos el Fausto, de Goethe?
La muerte de Silvina Luna ―que murió después de una larga convalecencia, que comenzó en 2011 después de una operación de glúteos realizada por Aníbal Lotocki― puso sobre el tapete temas con los que estamos familiarizadas. La presión social por la juventud, ser deseable, linda, saludable, curvilínea, activa, productiva y hacer lo necesario para conservarlo. ¿Para qué? Para no ser excluída. Y cómo la historia que Oscar Wilde narra en El diario de Dorian Gray, publicada en 1890, cobra vigencia. Hoy, a 123 años de su muerte, Wilde llega donde con su arte donde todavía no llegamos nosotros.
Juventud, divino (y maldito) tesoro
“¡Juventud! ¡Juventud! ¡No hay absolutamente nada en el mundo excepto la juventud!”, escribió Wilde en esta novela, pensando en la sociedad londinense victoriana y, sin saberlo, en la de ahora. Mi amiga, mientras, se pone bótox y yo, me miro las líneas más marcadas de mi frente. Vivimos en una época en la que somos como Basil Hallward, que obsesionados por el candor de la juventud, nos embelesamos con la belleza y sucumbimos ante lo estético. Pero, siempre hay un pero. El espejo no nos devuelve perfección. “No te hagas ilusiones, Basil: no eres en absoluto como él”, dice Lord Henry Wotton en El retrato de Dorian Gray.
Sigue este personaje -que podría ser nuestro espejo-: “No advierto la menor semejanza entre tí, tus facciones bien marcadas y un poco duras y tu pelo negro como el carbón, y ese joven adonis, que parece estar hecho de marfil y de pétalos de rosa. Vamos, mi querido Basil, ese muchacho es un narciso y tú... bueno, tienes, por supuesto, un aire intelectual y todo eso. Pero la belleza, la belleza auténtica, termina donde empieza el aire intelectual”. Seamos honestos: ¿cuántas veces nos comparamos con otros físicamente?
También tenemos de Dorian Gray: nos lamentamos por envejecer y perder nuestra atractiva apariencia. Pero hay un giro en nuestro presente: nosotros no queremos envejecer en ningún espacio, ni en las selfies, ni en la vida real. Las pócimas y los pactos con el diablo deben ser múltiples y costos, en todo sentido.
“Me haré viejo, horrible, espantoso. Pero este cuadro siempre será joven. Nunca dejará atrás este día de junio… ¡Si fuese al revés! ¡Si yo me conservara siempre joven y el retrato envejeciera! Daría…, ¡daría cualquier cosa por eso! ¡Daría el alma!”, dice Gray. Nosotras damos todos los días algo a cambio de la eterna juventud y la belleza.
Entre los maquillajes, la depilación, los tratamientos estéticos de todo tipo, las cirugías, las dietas y los peelings intentamos tapar lo que somos porque debemos ser otra cosa: ese ideal de eternidad. Me pregunto si esa imagen de perfección que el mundo espera de nosotras es una creada a base de filtros de redes sociales e inteligencia artificial. Una “Barbie estereotípica”, pero no hay Barbielands, solo mundo real.
“La afanosa búsqueda de la belleza tiene riesgos, pues, como bien lo demostró el mito griego de Narciso y Dorian Gray de Oscar Wilde, los límites entre la contemplación de la belleza y la obsesión mortal son muy delgados”, reflexiona Esther Pineda G. en su libro Bellas para morir.
Porque, lo que sucede, es que el bótox viene a darnos un mensaje: si no sos linda, joven, activa y productiva, serás excluída socialmente. No sos, no existís. Y hay que llegar hasta las últimas consecuencias para pertenecer, aún pagando con la propia vida. “Repara en quienes triunfan en cualquier docta”, le dice Lord Henry Wotton a Basil Hallward. Ser estéticamente hegemónico y joven, hoy, es sinónimo de éxito.
Dirá Renata Salecl en su libro La tiranía de la elección que “trabajar sobre uno mismo (sobre el cuerpo, la carrera o la identidad) es el imperativo máximo para cualquiera que aspire a no verse excluido del entramado social y a seguir siendo visible en el mercado de trabajo y en el del matromonio”. Y sigue: “Ya lo señalaba Stephen Covey, autor de los influyentes libros de autoayuda Primero, lo primero y Los siete hábitos de la gente altamente efectiva: hoy no alcanza con estar casados o tener empleos, sino que tenemos que ser casables y empleables”.
El temor a la vejez
“¿Pensaste alguna vez en ponerte bótox?”, vuelve la pregunta de mi amiga, pero esta vez para pensar en que el imperativo del eterno presente también es una gran trampa. Paradójicamente, el miedo a la decrepitud y a la vejez se da en una época de grandes avances científicos con el objetivo de prolongar la vida.
“Algún día, cuando sea viejo y feo y esté lleno de arrugas, cuando los pensamientos le hayan marcado la frente con sus pliegues y la pasión le haya quemado los labios con sus odiosas brasas, lo sentirá, y lo sentirá terriblemente. Ahora, dondequiera que vaya, seduce a todo el mundo. ¿Será siempre así?… Posee usted un rostro extraordinariamente agraciado, señor Gray”, le dice Basil a ese joven “con labios muy rojos debidamente arqueados, ojos azules llenos de franqueza, rubios cabellos rizados”.
“En las sociedades más modernas”, escribe el célebre antropólogo Marc Augé en El tiempo sin edad, “el cuerpo es un objeto de una vigilancia tan atenta como en la sociedades de linajes africanas. En nombre de la buena forma física, de la salud y del bienestar, se acosa y se tratan de expulsar los signos del envejecimiento”. Y sigue, contundente: “A fin de cuentas siempre es el cuerpo el que dice la edad. Se trata pues, si se quiere “permanecer jóven”, de enseñarle a disimular o a mentir. ¿Mentir a quién? A los otros y a uno mismo”.
“Nos convertimos en espantosas marionetas, obsesionados por el recuerdo de las pasiones que nos asustaron en demasía, y el de las exquisitas tentaciones a las que no tuvimos el valor de sucumbir”, se lee en El retrato de Dorian Gray. Y nuestra sociedad tiene mucho de la de Wilde de ese entonces.
Pineda apunta: “Nuestras sociedades son gerontofóbicas, es decir, en las que existe un miedo irracional e injustificado a envejecer, donde se desprecia y rechaza a los adultos mayores, y en las cuales se asocia a la vejez con el cansancio, la corrupción del cuerpo, las carencias, la decadencia y la enfermedad”.
Belleza y tortura
Inyecciones de botox, ácido hialurónico o rellenos en cara, cuello, escote, dorso de manos; lásers para sacar el vello corporal o combatir la grasa localizada, maquillajes para tapar que dormimos mal; implantes mamarios, de glúteos, pantorrillas y abdominales. ¿Qué se busca? Esos labios soñados (quizá como los de las mujeres creadas con inteligencia artificial), la cara lisa como una porcelana, un cuerpo escultural, sin grasa, sin marcas de haber vivido.
¿La maternidad? ¡Afuera! ¿La lactancia? ¡Afuera! ¿La tristeza? ¡Afuera! En definitiva, una belleza que grite que solo se vive hoy, ahora, al mejor estilo androide. La cuestión, lejos de ser Dorian Gray, somos más bien el retrato, pero queriendo ser tan bellos como Gray. Pero, como dice ese famoso dicho en inglés, “no pain, no gain” (algo así como “sin dolor, no hay ganancia”).
“Las modificaciones estéticas son instauradas en el imaginario femenino como una vía de escape frente a las insatisfacciones, las cuales aparentemente permiten superar la ansiedad, las frustraciones, los traumas, los rechazos, las preocupaciones, la vergüenza, la depresión, las culpas, los complejos y el odio con respecto al cuerpo”, señala Pineda G. Express Abs, sueros de ácido hialurónico, pestañas postizas, uñas acrílicas, bótox a los 20. Un infinito catálogo de manipulaciones sobre el propio cuerpo con tal de encajar en los estándares sociales.
“Es una hermosa criatura, descerebrada, que debería estar siempre aquí en invierno, cuando no tenemos flores que mirar, y también en verano, cuando buscamos algo que nos enfríe la inteligencia, dice el personaje de Lord Henry Wotton. ¿Hay capacidad de transformación social cuando los mandatos estéticos asfixian? ¿Acaso nos importan?
Según la socióloga Mirian Goldenberg en El cuerpo como capital, en las sociedades occidentales la apariencia física se ha vuelto un capital simbólico, un activo para acceder a determinados espacios de poder, como empleos, relaciones sociales o románticas. Se instaura así una “normatividad corporal tiránica”, al decir del filósofo Byung-Chul Han, donde la belleza se erige como un mandato moral.
“Sí, señor Gray, los dioses han sido buenos con usted. Pero lo que los dioses dan, también lo quitan, y muy pronto. Sólo dispone de unos pocos años en los que vivir de verdad, perfectamente y con plenitud. Cuando se le acabe la juventud desaparecerá la belleza, y entonces descubrirá de repente que ya no le quedan más triunfos, o habrá de contentarse con unos triunfos insignificantes que el recuerdo de su pasado esplendor hará más amargos que las derrotas”, le dice Basil a Gray. Me miro al espejo de nuevo. Los dioses fueron buenos conmigo. Mientras, Dorian Gray muere en el espejo.