Bajo la dirección del Partido, bajo la dirección atenta y cotidiana del Comité Central, con el apoyo y la ayuda incansable del camarada Stalin, toda la masa de los escritores soviéticos se ha unido alrededor del poder soviético y del Partido…”, Andrei Zháhnov, 1934.
En el quinto piso del edificio, un hombre se detiene frente a la puerta del ascensor del inmueble. Pronto será medianoche y el hombre, completamente vestido como si se dispusiera a salir a la calle, se acomoda lo mejor que puede, dispuesto a esperar lo necesario, tal vez hasta que amanezca, quizás solo esté allí durante dos, tres, cuatro horas, siempre mientras en la ciudad reine la oscuridad de la noche.
A su lado, el hombre ha acomodado un capote para protegerse del frío y un pequeño maletín en el que ha colocado artículos de aseo, alguna ropa interior y cuatro paquetes de cigarrillos, aunque no sabe si tendrá ocasión de usar esas pertenencias, y lo desespera la idea de no poder fumar.
El hombre repetirá esa extraña rutina muchas noches, muchas semanas, siempre a la espera de que, en cualquiera de esas madrugadas, vengan por él, como ya han venido por amigos, colegas, incluso vecinos de su edificio.
Los que suelen llegar en las madrugadas a buscar a alguien son los agentes de la NKVD, la policía política soviética (antes Cheka, OGPU, GPU, luego KGB) que detienen, interrogan, condenan a los sospechosos de atentar, de cualquier manera y en cualquier grado (los cargos pueden ir desde la organización de un sabotaje a la escritura de un poema), contra la integridad del Estado. Algunos de los que son reclamados y trasladados a la Lubianka, sede del aparato policial, verdadero Ministerio del Miedo, creado por Félix Dzerzhinsky, logran regresar a sus casas luego de días o semanas o meses de detención e interrogatorios. Otros, muchos, son enviados a los campos de trabajo abiertos en los territorios más inhóspitos del enorme país de los soviets. Otros más terminan sus días en los sótanos del tétrico edificio con una bala en la nuca y sepultados en una fosa común.
El hombre que espera ha tomado la decisión de recibirlos frente a las puertas del ascensor, en el quinto piso, para evitarle a su esposa y su hija el espectáculo de ver entrar a los agentes en su casa y sacarlo a rastras, quizás descalzo y vistiendo solo la ropa de dormir. Lo atormenta imaginar esa operación. Esperándolos como él lo hace, todo podría ser menos dramático aunque, por supuesto, el resultado será el mismo.
Un miedo que no lo abandonará por el resto de su vida
El hombre va a esperar semanas que se acumulan hasta armar meses. Pero no han venido a buscarlo. En realidad, resulta que nunca vendrían a buscarlo, por suerte para él. No obstante, con su decisión, con la tensión de la vigilia, con el conocimiento del destino que han corrido tantos otros ciudadanos, en el hombre se ha instalado, hasta corroerlo como un cáncer, la certeza del miedo. Un miedo que no lo abandonará por el resto de su vida y determinará cada acto que realice hasta la llegada de la única cura posible: la muerte. El hombre hasta habrá de pensar que su miedo, en realidad, no es a morir. Él sufre y sufrirá algo mucho peor: el miedo a vivir.
El hombre que esperó por meses y que luego optó por regresar en las noches a su cama, aunque para dormir vestido y así facilitar el trámite de su detención, es el músico más conocido y celebrado de su país, el que a lo largo de los años más honores recibirá, el que está destinado a convertirse en un clásico del siglo XX: es Dmitir Shostakóvich. El artista al que el Poder, inoculándole el miedo, le robó el alma.
La historia del miedo de Shostakóvich y los efectos que su acción provocó en su vida y su obra es tal vez el asunto central de la novela El ruido del tiempo, del escritor británico Julian Barnes, publicada en 2016 y traducida ese mismo año al español y estampada por la editorial Alfaguara.
Cultura en el terror stalinista
La vida cultural soviética en la época del terror estalinista parece ser un tema literario inagotable. Las existencias descentradas, las obras censuradas o pervertidas y el destino trágico de cientos de artistas, que puede ir desde el suicidio del poeta revolucionario Vladimir Maiakovski, en 1930, hasta la muerte en soledad y ostracismo de Vasili Grossman en 1964 (más de diez años después de muerto Stalin) o la casi eterna marginación de Anna Ajmátova, o los destinos de Babel, Bulgakov, Maldenstam, o la perversión de Gorki y Serguei Eisenstien –y la relación de nombres puede seguir-, resulta un trance histórico que ofrece un material altamente dramático, en esencia trágico.
Es un proceso revelador de los mecanismos creados por un poder absoluto y enfermo y que luego ha funcionado como un imán para la reflexión de autores de las más diversas tendencias y procedencias. Porque el dolor y el miedo son sentimientos altamente dramáticos y los artistas lo entienden mejor cuando lo han sufrido otros artistas. También porque la oscuridad es más literaria que la claridad, y uno de los momentos más tenebrosos de la historia universal fue el que vivió todo un país “bajo la Constitución de Stalin”, como llama Barnes a esos años de compacto terror de Estado.
Dos de esas obras, por pura y casual coincidencia se reunieron en mi mesa de trabajo y a ellas dediqué mis horas de lecturas de la última semana. El ruido del tiempo, la novela del británico Julian Barnes y una novela gráfica, Lubianka. La noche que no conoce el alba, con textos de Felipe Hernández Cava e ilustraciones de Pablo Audell, recién salida del horno de Norma Editorial (Barcelona, 2023).
Dos libros que parecían venir a alimentar la desazón en me habían dejado otras dos lecturas recientes, las novelas Una pasión rusa, de la española Reyes Monforte, sobre la vida de Lina Codina, la esposa también española del compositor Sergei Provófiev, enviada por varios años a un gulag, y El peso de vivir en la tierra, del mexicano David Toscana, que hace poco comenté en este mismo espacio, y que en buena parte de su contenido también entra en los tremebundos destinos de varios escritores en los tiempos de Stalin… y más allá.
El ruido del tiempo es una biografía novelada del compositor soviético Dmitri Shostakóvich, quizás el más importante músico ruso del siglo XX entre los afincados en la Rusia soviética. Los hechos de la vida y la obra del artista son organizados por el narrador empleando una estructura que rompe la temporalidad lineal para proponerse destacar las angustias existenciales del creador dentro de un sistema social que le exige no solo su compromiso, sino también la proyección política de su obra de acuerdo a las normas establecidas por un poder omnímodo, dueño no ya de la muerte de cualquiera de los ciudadanos, sino también de cada uno de los días de sus vidas.
Y de todos los temas que propone la novela, uno que alcanza sus mayores reflexiones en las páginas finales del libro es el de la cobardía del compositor que acepta todos los desmanes del poder, incluida la utilización de su nombre para firmar cartas, declaraciones y hasta artículos periodísticos que nunca escribió y que podían sostener posiciones contrarias a las suyas (si es que aún le quedaban posiciones propias).
Aunque Barnes trata de entender, de matizar, de profundizar, el británico no logra comprender que la cobardía de un Shostakóvich –y de tantos otros ciudadanos en sistemas como el soviético- no es siquiera una cuestión de supervivencia: es el resultado inevitable de vivir en una sociedad que se organizó sobre la anulación de la capacidad individual de decisión castrada por el más omnímodo de los poderes. Como el mismo escritor repite: el lobo no puede entender el miedo de las ovejas.
Lubianka, el miedo como forma de gobierno
Por su lado, la novela gráfica Lubianka, concebida por Hernández Cava y Audell, creadores de larga y abundante experiencia y obra, ambos galardonados con el Premio Nacionales de Comic en España, se centra en una historia de ficción pero con evidentes conexiones con realidades más o menos conocidas, remitiéndonos a personajes históricos más o menos identificables.
La detención del poeta judío Evgueni Petrovich Gogóliev (versión libre del escritor Isaac Babel), acusado de “formalista” y “vanguardista” y encerrado en los tétricos calabozos de la Lubianka donde es interrogado sobre delitos que nunca cometió y donde se le pide que redacte y firme una confesión de lo que nunca realizó. Esa conocida coyuntura sirve ahora a los autores para establecer un diálogo entre los medios represivos del sistema y su triunfalista discurso público sobre el carácter de la creación artística que se muestra a lo largo de varias viñetas calzadas con fragmentos del célebre discurso de Andrei Zhdánov, el ideólogo del realismo socialista, pronunciado el 17 de agosto de 1934 en ocasión del Primer Congreso de Escritores Soviéticos.
La figura del agente Volodia Gubin, oficial encargado del caso del poeta Gogóliev, sirve a los autores para entrar en las interioridades mentales de los practicantes de la represión, los ejecutores de la política del miedo, en quienes palpitan las más oscuras motivaciones personales y el mayor desprecio por la humanidad de sus víctimas y, sobre todo, por la verdad.
Y a tono con ese contenido, el dibujante Pablo Auladell crea las imágenes que integran el libro, estampas oscuras, sórdidas, en las que los rostros de los personajes se desdibujan y la atmósfera trasmite estados de ánimo, propiciando la representación propicia a la dolorosa trama urdida por el escritor Hernández Cava.
El miedo como método de gobierno y esencia estratégica del funcionamiento social invadió todos los componentes de la sociedad patentada por el estalinismo bajo la consigna de la creación de un mundo superior, mejor, más justo y humano. Todos los ciudadanos fueron víctimas más o menos propicias de semejante trama política y, como antes anoté, el caso de los artistas e intelectuales soviéticos suele levantarse como uno de los modelos más trágicos.
No resulta casual entonces que con tanta frecuencia aparezcan obras, de las más diversas manifestaciones, dedicadas a hurgar en las interioridades de un proceso que pervirtió a la creación artística, preñándola del miedo que condujo a la autocensura y la complacencia y laceró la vida de tantos creadores, desde un real Shostakóvich hasta un ficticio poeta judío Evgueni Petrovich Gogóliev… nombres posibles de citar en lo que es una larga lista que, por si sola, bastaría para entender el horror vivido en el que se proponía ser “el mundo feliz”, como lo llamó Aldous Huxley.