Nuestra relación comenzó entre lágrimas hace ya casi veinte años. No han sido las únicas que hemos compartido y no todas fueron tan felices, pero siempre han sido valiosas y sosegadoras, porque nos teníamos la una a la otra y ya se sabe que los amigos son la vida. La buena vida.
Aquellos llantos primeros fueron una pura celebración. Sucedió en 2005, yo era jurado del premio Clarín y se lo concedimos a Las viudas de los jueves, la hoy celebérrima novela de Claudia. Se anunció a la ganadora desde el escenario y allá que subió una desconocida Piñeiro. Yo tenía que entregarle el galardón y acompañarla al micrófono para que dijera unas palabras, pero mi futura amiga se hizo un nudo, empezó a sollozar, se quedó muda, así que me pasé un ratito improvisando tonterías ante el micro y palmeando su temblorosa espalda hasta que Claudia pudo recuperar la voz.
Desde ese primer momento creo que la vi. Que la entendí. Por entonces solo había publicado un par de cuentos infantiles y la estupenda novela Tuya, que había tenido poca repercusión, como suele suceder con los primeros libros. Al verla romperse de ese modo intuí que, a sus cuarenta y pocos años, estaba martirizada por la amarga mirada de la enemiga interior, de ese personaje funesto que nos habita a casi todos los que nos dedicamos a cosas creativas y que se dedica a susurrarnos al oído: “no vales para esto, eres una impostora, a ver si dejas de pretender ser escritora” (o músico, o pintora, o lo que sea).
Pero, por otro lado, también supe que ardía de talento. Que sólo ese fuego interior la había podido mantener, contra todo pronóstico, en la difícil travesía del desierto. Que era una novelista de raza, que necesitaba escribir para poder soportar la existencia, y que ese llanto incontenible no era en realidad de orgullo ni de alegría, sino de un infinito alivio, como el del náufrago que, tras haber estado a punto de ahogarse varias veces, consigue llegar a la playa.
De modo que el premio Clarín ayudó a que esta gran escritora floreciera. A que siguiera creciendo obra tras obra. Me pregunto cuántos buenos autores habrá, hombres y mujeres, que no tuvieron la mínima suerte de ser vistos. Porque no todos los artistas con talento son reconocidos, por desgracia. Pero, afortunadamente para nosotros, Claudia sí.
Desde entonces ha ido desarrollando una obra de extraordinaria solidez, con hitos como la sobrecogedora Elena sabe, la brillante Las grietas de Jara o la madura, original y magnífica El tiempo de las moscas.
Con su proverbial modestia (creo que el complejo de impostora de Claudia es un poco más elevado que el de la media), escribe sin aspavientos y sin reclamar el espacio que merece en la sociedad literaria (estamos hablando de una autora que ha sido finalista en el Booker prize).
Algunos mandarines culturales intentaron aprovecharse de ello para minimizarla como escritora de género, pero la obra de Piñeiro es un alud que los ha sepultado. Si a esto añadimos su generosidad como persona, su faceta ética como ciudadana y su valiente compromiso social, comprenderán que me parezca una maravilla haber conocido a Claudia hace ya casi veinte años, en una noche de lágrimas y risas.