“Se le va olvidando su nombre, su historia, y todo lo que quiso ser, hasta terminar siendo un ovillo sin ninguna raíz clavada en tierra, en tierra ajena, decía él, donde no hay que sembrar ni parir. Ni por equivocación”, escribe la autora, publicista y directora creativa argentina Nora Pojomovsky en su primer libro de relatos, Parir en tierra ajena.
En los quince cuentos “nómades, extraterritoriales y errantes” que conforman su debut, Pojomovsky despliega un estilo propio y definido en el que una pregunta sobrevuela a través de toda la obra: ¿existen lugares a los que volver?
“Son, en cierto modo, un esbozo de desdoble de quien en su propia carne ha experimentado la raíz y la savia de la errancia, el desplome inerte del sueño abortado y la preñez oculta de querer poblarlo todo, de pretender abarcar en una vida todas las vidas (...) Aunque como autora no puede ser más «hebrea», sus trazos no se restringen en absoluto a lo judío. En ella y en ellos hay lugar para el islam, para el cristianismo y para el budismo, porque Nora sabe bien que lo divino es sinónimo de lo diverso, que es espejo de lo desigual”, escribe el rabino Marcelo Polakoff en el prólogo.
Y así describe los cuentos que conforman Parir en tierra ajena, publicado por la editorial Hugo Benjamín: “Son críticos. Son demoledores. Y desbordan. Duelen como un parto. Pero nos dan a luz. Y serán bendición para todos los que los acerquen a su pecho”.
Un cuento de “Parir en tierra ajena”
“Árbol malparido”
En el río Spree descubrí que, como vos, Hormiga Negra, podría haber muerto en la Bebelplatz, el día más frío del año. Fue en Navidad, recuerdo, cuando tu mujer te echó a la calle. Iba a parir y no quería un padre borracho para su hijo. La teutona se hartó, nos dijiste. Y no supimos más de vos.
Imagino cómo el cuerpo se te iba helando y no daba ni para pedir ayuda. Dicen que los empleados de limpieza, de la mañana, llegaron tarde. Y vos, ahí, clavado, como una estatua de nieve en el banco. Presumo su reacción al verte, tan acostumbrados a recoger desechos. El río Spree congela a quien lo mira, también las raíces.
En la Hamburger Strasse, muy cerca del Spree, porque el Spree recorre toda la ciudad, queda una sola tumba donde quizás descanse Moses Mendelssohn. La única que no arrasaron. En medio de la insolencia de la nieve pedí perdón a las almas que rondan ese cementerio devastado, en nombre de la humanidad. Y no hubo piedra capaz de explicar su permanencia a pesar de las traiciones de la memoria. Frente al parque, entre dos bloques de departamentos, quedaba el hueco de un edificio ausente: una boca sin dientes, un piano al que le faltaban algunas notas. En su lugar, quedaban las placas con los nombres de los vecinos que alguna vez se habrán sentado en estos bancos, al deshielar la primavera, entre las grietas de la tierra, donde como milagro explotan las flores.
El ruso, solo, que tocaba el violín, a metros de la plaza y del río plateado, aguantaba el insensible beso de la nieve sobre el gabán raído. Me reconocí en lo eslavo de sus ojos. Siguió tocando, sin importarle mi mirada. El Spree helado no tiene más presente que el recuerdo.
Besé varias tierras menos la mía. Digo tierras, nunca patrias. Decías: Una casa debería desarmarse en ocho horas. Y tu vida tendría que entrar en veinte cajas. Decías que chivo que se devuelve lo esnucan, otra versión de la vaca que cambia de querencia. Decías que el Caribe sana, y ese fue un gran descubrimiento. El mito de la llave guardada por siglos en una cajita. El anhelo escondido de volver a casa.
En el Spree entumecido descubro que hay lugares de los que nunca me hubiera movido.
Ahora estoy arrodillada en una de esas calles góticas con olor a orines, apresada entre las paredes donde mis antepasados rezaban a escondidas. Adonai ejad me sube como una enredadera, palabras subterráneas que brotan debajo de las piedras, debajo de Roma, debajo, las raíces debajo de la lengua, dictando sonidos nuevos, resonando en antiguos dolores quién me guía. Caminé años por el barrio antiguo buscando una certeza, algo que me dijera cuándo estuve allí, cuándo me atrapó la muralla, cuándo fui al templo, a la pescadería y a la escuela de mujeres. En qué momento me enamoré de los olivos.
En el Spree, tan ajeno, me pregunto por qué me gusta robar retoños de plantas y traerlos escondidos en algún bolsillo. Robarlos, no pedirlos. Y traerlos a casa, lavarlos y ponerlos en agua. Los mínimos brotes dicen que la planta es mía. Yo misma. Cuento los días para pasarla a tierra y ese olor de la maceta es la llegada a casa.
Respiramos juntas, les digo, se muere una, nos morimos todas. Cuando huimos de Egipto, solías decir, y la espalda te dolía de cargar las piedras. No somos de aquí, pero parece que de ningún lugar.
El desarraigo es una tabla de salvación cuando estamos ahogados.
Las manos que hacían la V, las vinchas en la cabeza, y ninguna victoria. Las que cambiaron de golpe. Las que se hartaron de asambleas. Las que se desconocieron a ellas mismas. No quedó ni una.
La negación de la muerte, la destrucción como goce expiatorio.
Qué hacía en la puerta de la fábrica, si daba igual. Solo querían a Perón, carajo. Qué hacía ahí, a las cinco de la mañana, con esa jauría rabiosa y ese sueño del que no había despertar posible. El único acto de libertad era borrarse del mapa.
Qué hacés en Ezeiza, el ritual de siempre, venir a verla, llorar todo el viaje de regreso, escala en Brasil, con la cara tapada de mocos y culpa en el alma, otra vez dejarla sola. En el monitor del asiento el ícono indica Tenerife. Volver a desear que el avión nunca aterrice, llegar adónde. Abrís la puerta de casa como sonámbula, aunque el olor de adentro te dice que has llegado. Subís las persianas. La luz te hiere.
Vas a quitar las hojas secas. Les hablás, aunque tarden en volver a reconocer tu acento. No les dirás que aplaudiste al aterrizar. No entenderían que fue un absoluto ritual de desapego. Aunque a doce mil kilómetros de distancia, en el país de la tristeza, nadie se dará cuenta de que te has ido. Si hubiera reacciones lógicas, para ellos siempre vas a volver.
No saben que tenés las raíces en la copa, que sos un árbol malparido. Y que cada noche, antes de dormirte, reconstruís el banco de la plaza Bebel, ves cómo se va congelando el Hormiga Negra, cómo se le enfría el corazón y se le va olvidando su nombre, su historia, y todo lo que quiso ser, hasta terminar siendo un ovillo sin ninguna raíz clavada en tierra, en tierra ajena, decía él, donde no hay que sembrar ni parir. Ni por equivocación.