La había escuchado nombrar como “la mejor novela de todos los tiempos”, una afirmación brillante pero vacía, de esas que encandilan tanto que obligan a mirar para otro lado. También la había visto en el Libro Guinness de los récords, esta vez con la objetividad de su lado, que la distingue como la novela más larga del mundo, con sus más de 3 mil páginas y casi ¡10 millones de caracteres!, algo que hoy en día -cuando no solo el rango de atención es tan volátil como el tiempo es escaso sino que, dato no menor, el papel está carísimo-, tal vez no sea la mejor cualidad para un libro.
Esos, entonces, no fueron los motivos por los que, a fines de 2022, justo en el centenario de la muerte del escritor francés Marcel Proust, decidí que 2023 sería el año en el que me zambulliría de lleno en su monumental En busca del tiempo perdido. Fue, en cambio, una de esas epifánicas resoluciones de Año Nuevo, tan utópicas como etílicas, sí, pero tanto más necesarias.
Sabía que, aunque lo volviera a prometer, este no iba a ser el año en el que empezara finalmente a hacer ejercicio, ni que tampoco retomaría mi otra promesa frustrada del año anterior: aprender a tocar un instrumento. ¿Por qué no, entonces, optar por algo más dentro de mis posibilidades y embarcarme en la lectura de uno de esos clásicos que, por su extensión, habían ido quedando relegados ante la urgencia de las novedades?
Marcel, su mamá y la mía
En mi último cumpleaños, mi mamá -a quien siempre le voy a agradecer que haya fomentado mi interés por los libros a pesar de no compartirlo, con esa generosidad tan omnipotente como desinteresada que pueden tener las madres- me había regalado la colección completa de En busca del tiempo perdido que, según me contó después, tuvo que ir a buscar a la sede central de la editorial Losada ya que ninguna librería tenía los siete tomos iguales. “¡Lo que pesa esta caja! ¿No había uno más cortito?”, me preguntó, entre quejidos, cuando la dejó caer, ¡plaf!, sobre la mesa. “¿Todo eso vas a leer? Te va a hacer mal al marote”, dijo con un tono chicanero que no llegaba a ocultar cierto orgullo.
Fue con esa escena en mente que me decidí, en la pasada cena de Año Nuevo, a desempolvar esa caja y leer, en 2023, En busca del tiempo perdido. ¿Todo? Solo si llegaba. Nunca me gustó correr ni soy un lector disciplinado que pueda estructurar el placer. Aunque, ¿por qué no? Después de todo, según me dijeron, correr es un gusto adquirido y, por más que no me sobre, siempre hay algo de tiempo que perder.
Ahora, eso sí, una aclaración: todavía no lo terminé, razón por la cual esto no es una reseña sino, más bien, un diario de lectura, un registro de impresiones, una invitación. A poco más de un mes para terminar el año, me quedan todavía los dos últimos tomos -los más cortos, también-, y empieza a vislumbrarse, no sin cierto vértigo ante una nostalgia anticipada, la meta. Pero, como si la carrera hubiera perdido relevancia ante la prepotencia del paisaje, empiezo a relentizar el ritmo.
Releo párrafos en voz alta, subrayo alguna oración que me obliga a retroceder en busca de un detalle que se me había pasado por alto y que solo ahora tiene sentido, me pierdo entre esas páginas sin nada de espacio en blanco en el que descansar la mirada o pausar la lectura y, de repente, entiendo: no quiero que esta novela se termine nunca.
“Durante mucho tiempo me acosté temprano”, escribe Proust para inaugurar el primero de los siete tomos de En busca del tiempo perdido. Esa oración tan simple, sucedida inmediatamente por otra diez veces más larga e intrincada, esconde algunas claves para adentrarse en la novela. Y digo “adentrarse” y no “entender” porque no creo que haya nada que entender. Este es un libro que, aunque fue diseccionado con minucia por intelectuales de la talla de Roland Barthes o Gilles Deleuze, y está plagado de referencias históricas, políticas, artísticas y culturales de la alta sociedad francesa, para ser disfrutado no necesita de nada más que paciencia.
Ya desde el título y la oración que abre el libro, Proust pone al tiempo como personaje principal. Pero incluso antes de saber de qué trata la historia o por dónde irá la cosa, el lector ya tiene en sus manos un pedazo tangible de tiempo: de aquel que le tomó al autor escribirlo, por un lado, y del que le tomará a uno leerlo. El autor propone una búsqueda que es, a la vez, una investigación -palabra que bien podría haber quedado en la traducción final del título original, À la recherche du temps perdu, ya que el francés “recherche” comprende ambas acepciones-. ¿Puede definirse el tiempo? ¿Puede perderse? Y tal vez la pregunta más importante, que funciona como andamio, a veces visible, a veces soterrado, de la novela: ¿puede recuperarse?
Para empezar a deshilvanar el complejo entramado del tiempo, su percepción y sus consecuencias, el narrador (que también es un varón asmático, nervioso, enclenque y amanerado llamado Marcel, como Proust) arranca la novela a oscuras. Solo y en su cuarto, intenta precisar ese estado tan impalpable como fugaz que es la duermevela, el limbo entre estar despierto y dormido. Pero uno no tarda en darse cuenta de que la noche, para el narrador, es una amenaza: cuando termina el día y su madre, ocupada con las visitas, lo manda a dormir, más que a la oscuridad, Marcel le teme a la soledad.
Pienso en una de mis canciones favoritas de la cantante y arpista Joanna Newsom que dice, en inglés, que el amor no es un síntoma del tiempo, sino que el tiempo es un síntoma del amor. Y el primer amor de Marcel -ese que a diario, cuando se pone el sol, lo hace sucumbir ante la pesadez del tiempo hasta altas horas de la madrugada mientras espera un beso de las buenas noches que no sabe si llegará-, es su mamá.
“Deseaba que esas buenas noches tan anheladas llegaran lo más tarde posible, para prolongar el tiempo en que mamá todavía no ha venido. Algunas veces, después de haberme besado, cuando abría la puerta para irse, yo quería llamarla, decirle: ‘Bésame otra vez’, pero sabía que, de inmediato, su cara se iba a enojar, pues la concesión que hacía a mi tristeza y a mi agitación al subir a abrazarme, a traerme ese beso de paz, irritaba a mi padre, que encontraba absurdos estos ritos, y ella hubiera querido hacerme perder la necesidad, la costumbre, en vez de dejarme adquirir la de pedirle, cuando ya estaba en la puerta, otro beso”.
La madre es la primera mujer en la vida de Marcel que le suscita “esa angustia que experimentamos al sentir que un ser que amamos está en un sitio de placer donde no estamos y al que no podemos ir”, algo que volverá a sentir más adelante, a través de escenas análogas y prácticamente espejadas, con su novia Albertine. Es la madre la que le proporciona, sin quererlo, el escenario al ansioso insomne para que repase, noche tras noche, sus recuerdos en la oscuridad. Es ella, también, la que le sirve la famosa magdalena cuyo bocado evocará en el narrador los años de su infancia en un torrente irrefrenable que se volcará en la novela misma. Es la madre, al fin y al cabo, la receptora de ese primer amor cuyo síntoma, en el joven Marcel, será la concepción del tiempo.
Aunque voy a tratar de no meterme demasiado en su vida real y enfocarme en su ficción ya que, a veces, una biografía demasiado detallada restringe más de lo que ilumina, fue al morir su madre, en 1905, que un Proust deprimido y de salud deteriorada decidió recluirse en su departamento parisino para componer una larga novela sobre su vida. Tenía 34 años y allí mismo murió, tres mil páginas después, a los 51.
Una gramática asmática
“El amor -por lo tanto el miedo- a la multitud es uno de los móviles más poderosos en todos los hombres, ya sea que busquen agradar a los otros, o sorprenderlos, o mostrar que los desprecian: en el solitario el enclaustramiento mismo, incluso absoluto y aunque dure hasta el fin de la vida, tiene con frecuencia por principio un amor desenfrenado a la multitud, que sobrepasa a tal punto cualquier otro sentimiento que, al no poder obtener, cuando sale, la admiración de la portera, de los transeúntes, del cochero parado, prefiere no ser nunca visto por ellos, y renuncia así a toda actividad que haga necesaria la salida”.
Una de las primeras cosas que resaltan de la prosa de Proust es su puntuación, la forma en la que las oraciones no solo son largas sino entrecortadas, como si el narrador, tan asmático como el autor, respirara en cada coma. Por momentos, cuando detalla algún recuerdo vergonzoso o angustiante, no son solo las palabras las que contagian esos estados al lector, sino que la puntuación complementa y acentúa ese proceso empático en el que, como por ósmosis, uno queda agitado al terminar una oración.
Pero esos párrafos de intrincada longitud, además, son el lugar en el que Proust expone no solo sus mejores ideas y definiciones, sino también un hondo conocimiento sobre las personas y una habilidad infalible a la hora de hacer que la multitud de contradicciones de la que estamos hechos tenga sentido. Lejos de preguntarse por qué tal o cual personaje dice o hace exactamente lo opuesto a lo que piensa, uno se enfrenta a sus propias incoherencias, les saca su filo y las descifra, no tanto como se descifra un acertijo, sino más bien un jeroglífico o una frase escrita en un idioma que aprendimos a medias en la infancia y nunca volvimos a usar.
“Los necios imaginan que las grandes dimensiones de los fenómenos sociales son una excelente ocasión de penetrar más en el alma humana; deberían comprender por el contrario que es descendiendo en profundidad en una individualidad que se puede tener la posibilidad de comprender estos fenómenos”.
Entre el hombre mujeriego y el hombre-mujer
Si En busca del tiempo perdido fuera la Biblia -tiene, al fin y al cabo, un tomo titulado Sodoma y Gomorra- la Santísima Trinidad estaría compuesta por tres hombres que son, de alguna manera, el mismo. Además de Marcel, el narrador, hay dos personajes que cumplen para este el rol, si no de padre, al menos de ejemplo de lo que es y puede ser un hombre. Pero estas dos figuras, fundamentales ambas en el grueso de la trama, están en las antípodas y cada una representa un potencial camino distinto para Marcel: el de Swann, un hombre mujeriego, o el de Charlus, un hombre-mujer.
Swann es, tal vez, el personaje más famoso de la novela. El capítulo más largo del primer tomo, en el que se cuenta su historia de amor con una mujer de menor clase social que él, incluso se vende por separado con mayor éxito que cualquiera de los siete tomos ya que condensa, en sus magras 250 páginas, gran parte de la esencia de la obra que compone.
Cuando este donjuán de alta (pero no tal alta) alcurnia se obsesiona con Odette, a quien las señoras de la alta sociedad nunca recibirían en sus lujosos salones o en sus banquetes opulentos, su vida empieza a cambiar. Muchos ya no quieren recibirlo tampoco a él y, por influencia de su enamorada, a quien tildan con cizaña de “buscona”, Swann empieza a perder cierto estatus. Odette, sin embargo, no le gusta física ni intelectualmente. Hay algo en los celos y la necesidad de posesión que simulan, confunden y hasta crean el amor. Hacia el final de esa novela dentro de la novela que es el capítulo “Un amor de Swann”, este dice: “¡Pensar que he malgastado años de mi vida, que he querido morirme, que he tenido el amor más grande de mi existencia por una mujer que no me gustaba, que no era mi tipo!”.
Si se lee, como muchos hacen, solamente “Un amor de Swann”, uno se queda con la idea de que este abandona a Odette después de llegar a la certeza de que no es la mujer indicada para él. Pero como “el amor es una enfermedad incurable” y “un mismo sentimiento está hecho con frecuencia de contrarios”, el otrora mujeriego se queda con la mujer que ama pero que no le gusta, y es a su lado que muere, después de años de erosionar esa contradicción hasta quitarle todo filo para volverla habitable.
El otro hombre que completa la tríada con Marcel y Swann es monsieur de Charlus, un barón sesentón perteneciente a una de las familias más prestigiosas y antiguas de esta aristocracia francesa ficticia: los Guermantes. Charlus es, para el ambiente al que pertenece, un excéntrico. En sus primeros encuentros con este hombre anacrónicamente elegante que usa rubor, sombras y gomina y al que sus “criados” le tienen “demasiada devoción”, Marcel intuye que algo no cuadra con Charlus.
Sin nunca llevar esa intuición al plano de lo inquisitivo, no es hasta el comienzo del cuarto tomo, Sodoma y Gomorra, que una insólita casualidad espectacularmente narrada -uno de los puntos más altos de toda la novela- pone la respuesta en sus narices. Escondido y paralizado detrás de una cortina, ya demasiado grande como para que espiar sea considerado una travesura, Marcel observa a Charlus mientras este camina por un jardín oscuro. Se sorprende, al ver su cara, de pensar que está viendo la de una mujer. Pero más se sorprende cuando ve que, ante el lenguaje secreto que el barón parecía estar hablando solo con su mirada, esta se cruza con la de un lacayo que parece hablar su mismo idioma. Aunque sin comprender del todo ese rápido y mudo ritual de apareamiento, Marcel entiende: Charlus es un invertido, un “hombre-mujer”.
“Yo había tenido la impresión que monsieur de Charlus parecía una mujer: ¡era una mujer! Formaba parte de esa clase de seres, menos contradictorios que lo que muestran ser, que tienen un ideal viril precisamente porque su temperamento es femenino y que, en la vida, sólo se parecen exteriormente a los otros hombres; (...) clase sobre la que pesa una maldición y que debe vivir en la mentira y el perjurio, puesto que está enterada que se considera punible y oprobioso, inconfesable, su deseo, lo cual es para toda criatura la máxima dulzura de vivir; (...) hijos sin madre, a la cual están obligados a mentir toda la vida, incluso en el momento en que le cierran los ojos”.
El jardín de los senderos que se bifurcan
Así, para Marcel, ese se convierte en el jardín de los senderos que se bifurcan: por un lado, tiene el sendero de Swann, que desemboca en una vida al lado de una mujer que, si ama, es solo por los celos que le genera y por la imposibilidad de poseerla por completo; y por el otro, el sendero de Charlus, que culmina en una vida que se tambalea entre el deseo y la deshonra. Y aunque el amanerado barón le ofrece el codiciado puesto de su “protegido”, Marcel opta por Albertine (algo así como la Odette de su Swann), a quien no ama realmente y con quien, habitando las mismas contradicciones que el mujeriego, estará dispuesto a casarse incluso después de decidir abandonarla de una vez por todas.
Pero hay, además de esos dos caminos posibles, uno que no responde a las mismas estructuras ni se rige por las “herencias del pasado”, uno que nunca detuvo su marcha a pesar de las críticas y los imprevistos: el sendero del arte, no solo como modo de vida, sino como posible forma de trascenderla. ¿Es el arte una casa en la que refugiarse? ¿Es una pérdida de tiempo? ¿Vale más una novela que un amor, un soneto más que un beso? ¿Sirve lo que se lee tanto como lo que se experimenta en carne propia? ¿Escribir es una forma de comprender o, más bien, de no vivir? ¿Puede ese no vivir ser una forma de vida? ¿Recupera la escritura aquello que se perdió, aquello que no se vivió?
“Los lugares que hemos conocido sólo pertenecen al mundo del espacio en que los situamos para mayor facilidad. Y no eran nada más que una delgada lámina en medio de las impresiones contiguas que formaban nuestra vida de entonces; el recuerdo de una cierta imagen es sólo la nostalgia de un cierto instante y las casas, las rutas, las avenidas son fugitivas, ¡ay!, como los años”.
Desde el comienzo de este año, En busca del tiempo perdido me ayudó a perder el tiempo como pocas cosas antes lo habían logrado y, por eso, como a mi mamá por fomentar en mí la lectura, siempre le estaré agradecido. Pude, a diario, robarle horas al día, que me daba el lujo de perder sin pedir nada a cambio más que un vistazo -a través de la cerradura o detrás de la cortina como Marcel ante Charlus en el jardín- al universo que crea en esta novela, universo que me hacía olvidarme por completo del mío, así como del tiempo que, como la respiración de un asmático que encuentra el remedio indicado y puede olvidarse por un momento de su claustrofóbico compás, dejaba de ejercer, ¡ay!, su tiranía.