Para las identidades LGBT+, suele haber un momento clave en el paso de la infancia a la adolescencia, que es aquel en el que la amistad empieza a teñirse de sentimientos inentendibles que la exceden y que, en muchos casos, deben ser reprimidos. Es el momento en el que una mejor amiga, por ejemplo, empieza a suscitar un amor que trasciende las fronteras de lo meramente amistoso, para caer en el insondable e inexplorado terreno de lo romántico.
Ese es el caso de En picada, la primera novela de la escritora, activista y gestora pública argentina Ana Luz Vallejos. Ella es, entre otras cosas, la creadora del proyecto Lesboteca, un archivo oral de primeras historias de amor lésbicas, así como la co-fundadora de Lesbianas Proyecto Federal, una asociación civil que promueve la visibilidad con el objetivo de fortalecer las redes y mejorar la calidad de vida de las identidades lésbicas.
No es de extrañar, entonces, que le haya dedicado su debut narrativo a profundizar en la visibilización del despertar lésbico. Con dulzura, Vallejos toma rasgos de su propia vida para crear una ficción en la que la protagonista, Delfina, empieza a darse cuenta de que lo que siente por Clara, su mejor amiga, es algo más fuerte.
“El tacto tenía sentido para mí solo en las manos de Clara. Pensaba que éramos como órganos pares, cada una estaba controlada por el hemisferio del lado contrario, siempre había una dominante”, escribe Vallejos al comienzo de En picada, editado por Elemento Disruptivo, del que pueden leerse dos fragmentos al final de esta nota.
A medida que avanza la novela, cuando el afecto (tanto sentimental como físico) que se profesan mutuamente empieza a traslucir algo más que una simple amistad entre dos chicas, la relación entre Delfina y Clara empieza a volverse algo áspera y distante. Entre idas y vueltas, entre novios y novias, entre placeres y tragedias, las protagonistas de esta historia se encontrarán una y otra vez, imantadas por un magnetismo imposible de ocultar que hará temblar los cimientos de sus identidades.
“En picada” (fragmento)
1
El tacto tenía sentido para mí solo en las manos de Clara. Pensaba que éramos como órganos pares, cada una estaba controlada por el hemisferio del lado contrario, siempre había una dominante.
En el bar hacía rato se habían apagado los sonidos. El cielo era un tapiz de estrellas tenso que se desplegaba cargado de materia por encima del techo. Clara me habló por primera vez de cómo cambió todo desde que me había ido. De su novio y de una chica de Ameghino con la que jodiendo se había dado unos besos en el boliche, decía que era me dio parecida a mí.
Clara me tocaba igual desde la primaria, eso nunca cambió. Empezaba por la oreja, seguía por el cuello, y des de la nuca empujaba mi pelo con la mano abierta en forma de alud. Yo sentía cómo sus dedos avanzaban tomando control en un solo movimiento. Clara decía que los pliegues que se hacen en los antebrazos tienen la sensibilidad más importante del cuerpo, que si te gusta cómo alguien te toca ahí, es amor del bueno. La primera vez que me pasó estábamos en séptimo grado, nos sentamos juntas ese año. Hasta ese momento yo pensaba que darse la mano era algo de novios o de madres, ella decía que no, que las amigas y las hermanas se dan la mano todo el tiempo.
Me recuerdo a los doce años pasando horas en un cíber, lleno de adictos a juegos en red, solo para buscar música que la sorprendiera, o para imprimir letras de nuestras bandas preferidas, que copiábamos una y otra vez en paredes de la escuela, puertas de baños, notitas debajo de nuestros bancos, carpetas, cartas, cuadernos.
Esa noche no parecía que fuera a ser diferente, Clara se movía y yo con sus gestos le armaba un altar en mi cabeza. Mientras el mozo nos servía la medida de whisky que llenaríamos de Coca, nos sacamos las zapatillas y tuvimos los pies en sándwich por un rato. Clara se sentó al lado, yo me agarré de la silla para esconder mi pulso desordenado y nos abrazamos como si tuviéramos frío aunque hacían treinta grados. Mientras deshacíamos el abrazo hicimos un recorrido lento del cuello a un beso tímido que devino en un embotellamiento de besos. Clara tenía los labios densos, con sombras marcadas, ondulaciones parecidas a copos, cargados de una columna de aire cálido y húmedo con gusto a Bubaloo de uva. La luz pasaba a través de sus labios y eso le daba un halo de diosa a su cara. Besar a Clara era conocer el mar por primera vez, siempre.
10
Conocí a Pimpo en la fábrica de alfajores en la que había empezado a trabajar después de que mi jefe en el call center me mostrara la punta del pito a través del cierre de su jean. Era enero, había entrado como corredora en la zona norte. En el verano se vendía poco, más que nada mini tortas de limón y algún alfajorcito de maicena, pero de chocolate nada. Como el trabajo en calle terminaba rápido, pasábamos bastante tiempo en la fábrica, ayudando en la zona de producción.
Ella no sabía mi nombre y en las reuniones semanales me decía “bombón, corazón, hermosa”, como si supiera de mí hacía años pero solo me había visto por primera vez hacía tres meses. Aprovechando lo de “corazón, bombón” le empecé a decir “Pimpollo”, pero solo a ella y Pimpo se lo copió, era una forma de separarme de la masa que la miraba embobada. Ahora nos decíamos igual.
Pimpo era más linda que el álbum blanco de los Beatles, más suave que la piel de un bebé, más fuerte que un cadenazo en los dientes, cada vez que se reía le daba un bobazo al mundo, los movimientos de sus manos eran de nado sincronizado japonés. Una vez por semana le decía que me sentía con fiebre para que me tocara la cara. No tenés fiebre, seguro es empacho de sol, me decía y ponía sus manos frías arriba de mis ojos. Pimpo era joven pero parecía que acariciaba personas hacía cien años.
Ella en la zona de producción hacía desastres, tras la cortina de plástico grueso que separaban los depósitos la empezábamos a reconocer, ya en el sector de dulce de leche se escuchaba su risa, pero el momento glorioso era cuando abría la cortina que daba a la cascada de chocolate, el cielo se abría para los veinte que estábamos ahí. Todos congelados menos ella, que se deslizaba saludando y repartiendo besos a las estatuas.
Pimpo era la única que podía bañar lo que fuera en la cascada, cosa que a los demás se nos tenía permitido solamente en nuestros cumpleaños. Una vez trajo unas manzanas, agarró una, le clavó la manga de dulce de leche en el agujero donde sale el cabito, apretó el gatillo, las paredes de la manzana se comenzaron a tensar, los dedos de Pimpo hacían presión sobre el cuerpo de la fruta para corroborar que el dulce se estuviera filtrando, se reía, todos nos reíamos, la manzana se abrió, sus manos empezaron a chorrear restos de dulce de leche, pedazos y algunas gotas.
Todos probamos un poco, borrachos de risa, de ella, que nos apoyaba la cara estallada en el hombro. Desde el hombro de Ariel, el encargado de las mini tortas, Pimpo me agarró la mano y me dio un abrazo de esos en los que una persona cae sobre la otra solo con la prepotencia de su peso, mientras se secaba lágrimas de risa. Ese día volví a mi casa sintiéndome parte del top 10 de las personas más afortunadas del mundo.
Al otro día le llevé de regalo unos Dorin’s de frutilla. En la fábrica no nos dimos bola, pero cuando nos íbamos me acompañó caminando unas cuadras. La invité a mi casa y me dijo que no podía. Al otro día vino, me ayudó con algo de la AFIP y terminamos dándonos un beso. Nunca me había dado un beso una persona tan hermosa.
A los quince minutos estaba enamorada. Tenía picos de 40 grados y taquicardia en cada mensaje de texto. Que ella tuviera novio al principio no me importaba, nos veíamos en horario bancario y en mi casa la mayor parte de las veces. Pero nos podíamos encontrar en un supermercado chino, en una estación de subte, en el baño de un bar en microcentro, solo para vernos un rato. Hablábamos de hacer viajes, de bañarnos en chocolate, de probar todos los caramelos efervescentes del mundo. Éramos novias de lunes a viernes de 10 a 19:30, a la noche tenía que volver y los fines de semana eran mixtos, había algunos en los que ni siquiera hablábamos y otros en los que podíamos pasar todo el domingo juntas.
Un día me pidió que no le escribiera por un tiempo, que no podía entender bien qué le estaba pasando y necesitaba estar sola. Su novio había leído nuestra conversación de WhatsApp.
Era mi cumpleaños, sonó el teléfono y atendí pensando que era Pimpo, que había sido todo un error, que lo había dejado y se había dado cuenta de que quería estar conmigo. Pero no. Era Clara. Quería avisarme que estaba en Buenos Aires e invitarme a almorzar con ella y su mamá por mi cumpleaños. Acepté porque sentí que eso era lo más cerca no a tener una familia. Nos encontramos en un restaurante.
Yo tenía la cara estallada de llorar, Clara se dio cuenta y su mamá creyó que era una conjuntivitis. El almuerzo no fue un problema porque la mamá de Clara no paró de hablar. Ella siempre me hizo sentir un poco en casa. Les pregunté si las podía acompañar a su tarde de shopping. Pasé el día con ellas, Clara me agarraba de la mano cada vez que su mamá se distraía. Con la excusa de ir a comprar un helado, nos alejamos, nos sentamos en un banco en frente a un local de Rever Pass y nos abrazamos un rato.
—No te preocupes por mi vieja, le decimos que Freddo estaba lleno y tuvimos que ir a otra heladería más lejos.
Quién es Ana Luz Vallejos
♦ Nació en la Ciudad de Buenos Aires, Argentina, pero vivió su infancia y adolescencia en General Villegas.
♦ Es escritora, activista y gestora pública.
♦ Publicó fanzines de poesía en Color Pastel y Proveedora de Droga. En picada es su primera novela.
♦ En el 2019 lanzó su proyecto Lesboteca, un archivo oral de primeras historias de amor lésbicas.
♦ Es co-fundadora de Lesbianas Proyecto Federal, una asociación civil que promueve la visibilidad con el objetivo de fortalecer las redes y mejorar la calidad de vida de las identidades lésbicas.
♦ Se desempeña como Jefa de Gabinete de la Dirección General de Promoción del Libro, las Bibliotecas y la Cultura en el Ministerio de Cultura de la Ciudad.