“¿Quién más queer que Alfonsina?”, se pregunta la escritora argentina María Moreno al comienzo de su artículo sobre Alfonsina Storni incluido en Pero aun así, su último libro. “La loba, la oveja descarriada, la que no tiene plata para comprarse medias”, la describe. La “feminista independiente” que no dudó en afirmar: “Yo pienso que el feminismo es la carrera de las fracasadas”.
Pero Moreno, una de las mejores cronistas y críticas culturales argentinas, nunca le temió a los intersticios en los que, sin importan cuán escuálida sea la luz, florecen las complejidades. Así, aclara: “Ya se sabe, es un viejo truco feminista denostar la propia posición como una estrategia defensiva con algo de treta”.
En ese ensayo incluido en su último libro -que puede leerse completo al final de esta nota-, Moreno escribe “contra el suicidio de tocador”, en una especie de defensa a la decisión de Storni de quitarse la vida al arrojarse al mar, a causa de un cáncer incurable:
“Como feministas quizás sea preciso pensar relacionadas la cuestión del aborto, la reasignación de género, la eutanasia y la muerte voluntaria: se trata de no ceder al totalitarismo biológico. ‘Hay que vivir’, se dice desde las buenas intenciones. Respondería: hay que vivir tanto como hay que vivir en el género asignado, de acuerdo al modelo de un cuerpo saludable y en pro de la belleza dictada por la divina proporción del número de oro y dejar vivir siempre lo que fue fecundado porque tautológicamente hay que vivir”.
Editado por Random House, Pero aun así se divide en cuatro secciones: “La primera sección es sobre obras de mujeres, la segunda está dedicada a Chile —una de mis patrias del corazón— y la tercera es un popurrí de lecturas en voz alta que hice a través de ponencias, presentaciones y homenajes, cuando tenía una voz sin sobresaltos. La última es de llorar y no requiere ninguna aclaración”, escribe Moreno.
“Pero aun así” (fragmento)
Alfonsina y mal (2019)
¿Quién más queer que Alfonsina? Llamaba a su hijo “hermano”, le dejó de herencia un empleo público y sus alumnos —cosas que no se heredan—, estaba en contra de tener una casa porque las casas son de a dos, pedía un “amor feroz de garra y diente” y no se quería ni casta ni blanca.
En realidad, fue una poeta de vanguardia cuya poesía encubrió la inmensidad de su obra periodística. La crítica y poeta Delfina Muschietti, que estuvo a cargo de la selección de las obras completas, la enfrentó a Borges bajo el subtítulo de “Storni 1, Borges 0″.
“Cuando la despreciada firma de la Storni concurre con la de Borges en una misma revista literaria, resulta que el texto de ella se adecua mucho más claramente al programa de vanguardia que el poema que firma el varón pensativo que parece ocuparse de los sentimientos (los ‘trebejos’ que conmueven en los versos de las ‘muchachas’) ordenados además en estrofas clásicas de cuatro versos en los que se alternan endecasílabos y alejandrinos y, más tradicionalmente aún, eneasílabos y decasílabos. El poema de Alfonsina, en cambio, tiene una disposición totalmente irregular: una larga tirada de versos sin estructura estrófica ni patrón rítmico regular. Escrito en verso libre y fragmentario, se acerca al lenguaje coloquial y prosaico”.
Alfonsina era una feminista independiente y cachadora, y aunque llegue a ser vicepresidenta del Comité Feminista de Santa Fe e integrante de la Comisión Pro Derechos de la Mujer de 1919, declara: “Yo pienso que el feminismo es la carrera de las fracasadas”. Pero, ya se sabe, es un viejo truco feminista denostar la propia posición como una estrategia defensiva con algo de treta.
En un artículo publicado en un ejemplar de Mundo Argentino de 1926, se mete a abogada defensora de Elvira D’Aurizio, una mujer que ha matado en pleno juzgado al padre de su hijo natural que se negaba a reconocerlo, hecho que fue avalado por el juez: “Fácil ha sido siempre advertir que el espíritu argentino tiende a proteger al individuo en desmedro de la sociedad que lo integra: todo, en nuestro país, delata al individualismo imprevisor y sensual, atropellando la ley para beneficiar a un hombre, a una institución, a un interés creado cualquiera”.
En derechos civiles femeninos, apoyará el proyecto del senador socialista Enrique del Valle Iberlucea en pro de las madres solteras. Si en ambos casos la experiencia personal es el punto de partida de la conciencia social y de género, es precisamente esa dimensión subjetiva la que avala el feminismo del que dice abjurar.
Contra el suicidio de tocador
Siempre se lee del lado del suicidio de una mujer la razón narcisista del miedo a la vejez y la pérdida de labelleza —ellas estarían sujetas hasta en la muerte voluntaria al deseo masculino— y en el de un hombre, la del honor en nombre de la Patria o la de la víctima de lo indecible de la humanidad —el Holocausto—, el trasfondo psiquiátrico sublimado en la Gran Obra.
Pocas críticas atienden al fantasma esencial que empujó a Virginia Woolf al río Ouse: el nazismo no era un plus, sino un cambio de lógica; su marido, judío.
Clotilde Sabattini, bañada en ácido hasta la desfiguración por Raúl Barón Biza —que luego se suicida de un balazo—, se tira por la ventana años después. ¿La devastación de su rostro, su inútil restauración fue más definitiva que una mutación política para ella, una heroína de la pedagogía y casi tan famosa como Evita, solo que radical y de clase media? ¿Con qué cara enfrentar el advenimiento del peronismo cuya oratoria y semblante popular ella no podría jamás encarnar?
¿La trama política y personal de Martha Lynch, que la llevó del charter en que Perón volvía a la Argentina a una relación con Massera, habrá sido menos importante en el balazo final que la condena al lifting a perpetuidad?
Una ética de la despedida
Que al linaje literario propuesto por Ricardo Piglia entre Borges y Arlt se nos oponga el mito de dos suicidas —Alejandra y Alfonsina— no es más grave que la interpretación de esas muertes.
Aún el suicidio tiene mucho que decir dejando intacto su misterio. Para una ética de la despedida, quizás sea necesario releer a Jean Améry, quien escribió Levantar la mano sobre uno mismo. El autor, apólogo del suicidio y suicida, lo define como un cambio de lógica, lo cual lo extraería del campo de la psicología y de la sociología, considerándolo fruto de una decisión que es preciso desdramatizar y, por eso, exige solidaridad.
Como feministas quizás sea preciso pensar relacionadas la cuestión del aborto, la reasignación de género, la eutanasia y la muerte voluntaria: se trata de no ceder al totalitarismo biológico. “Hay que vivir”, se dice desde las buenas intenciones. Respondería: hay que vivir tanto como hay que vivir en el género asignado, de acuerdo al modelo de un cuerpo saludable y en pro de la belleza dictada por la divina proporción del número de oro y dejar vivir siempre lo que fue fecundado porque tautológicamente hay que vivir. No es casual que la Iglesia prohíba el aborto y el suicidio. En los campos de exterminio, también. Se trata siempre de quien tiene y ejerce la propiedad de los cuerpos.
No es menos escandalosa la metáfora del ingeniero disparada por los antiderechos que las de las bellas mañanitas que pudiera haber vivido quien decidió morir voluntariamente —la idea de potencialidad suele servir a los intereses más reaccionarios—.
Por Alfonsina
Par de los varones, pero sin que encontrara en ninguno de ellos un amor simétrico que ella pudiera reconocer como tal, impar entre las mujeres, Alfonsina era la loba, la oveja descarriada, la que no tiene plata para comprarse medias. Cuando muere, no solo sigue siendo una mujer despareja, sino que le falta un pecho.
En su poema final, “Voy a dormir”, que envía a La Nación, parece permitirse una pequeña venganza; ella, que tanto esperó, hace esperar: “Ah, un encargo, / si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido”. En sus textos, en su leyenda, siempre aparece un exceso: la pobreza, las dificultades de vivir sin ser “casta de buey”, una temprana querella antipatriarcal, avatares de una militancia en singular.
En el caso del motivo de su suicidio —una enfermedad incurable—, no sería más que una oportunidad el suicidio mismo, un acto de soberanía que la hermana con su amigo Quiroga en el morir en los cabales porque más pudre el miedo, como le dijo en un poema cuando él ya no podía leerlo; y con Lugones, de quien también era amiga y compartía la estética del arsénico.
Alfonsina se toma revancha contra ese ineludible cuerpo a cuerpo con los otros y el mundo, adelantándose con un gesto a la metástasis. Y esa soberanía la saca de la pequeñez de quien teme el dolor, la degradación, pero sobre todo la excluye del suicidio “femenino”.
Si dice en su última carta “me arrojo al mar” y no “me mato”, es porque su ademán apunta más a ganar de mano y sustraerse a su imparidad que a lo insoportable que escapa a su voluntad. No se deja terminar, termina ella, que la naturaleza avance solo a través del mar, no de células malignas, ninguna entrada al escarpelo, a los rayos, aunque son palabras modernas que ella usaría en sus poemas; la corta de un salto, como quien pone el punto final —ese rigor en la puntuación de toda normalista— y con su sombrerito en forma de escupidera y su cartera llena de poemas escritos a mano sale para la Historia.
Quién es María Moreno
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1947.
♦ Es escritora, periodista y crítica cultural.
♦ Escribió libros como Black out, El affaire Skeffington, A tontas y a locas, El petiso orejudo y Loquibambia.
♦ Recibió galardones como el Premio Iberoamericano de Narrativa Manuel Rojas, el Premio Lola Mora, el Premio de la Agenda de las Mujeres y la Beca Guggenheim.