La prosa callejera y poética de Gilmer Mesa en las páginas de “Aranjuez”

El escritor colombiano conversó con Infobae Leamos, durante una de sus visitas a Bogotá, respecto a su más reciente obra.

Aranjuez, de Gilmer Mesa

En un listado de los diez escritores que se van haciendo un nombre en el panorama de las letras colombianas, el nombre de Gilmer Mesa tendría que aparecer en los primeros puestos, pues no cabe duda de que es una de las voces más destacadas de la actualidad en el país.

Se dio a conocer con su novela La cuadra, ganadora del Premio de la Cámara de Comercio de Medellín y considerado uno de los debuts más deslumbrantes de la literatura colombiana en las últimas décadas. Ahora, Gilmer Mesa presenta su tercer trabajo de ficción, Aranjuez, de la mano, una vez más, de la filial colombiana del grupo editorial Penguin Random House.

El autor antioqueño vuelve a adentrarse en lo profundo de las calles para capturar la esencia de un emblemático barrio de la ciudad de Medellín. Mesa nos lleva a explorar los recovecos de Aranjuez, detallando cómo viven sus habitantes en medio de la estigmatización causada por la violencia, mientras indaga en las dinámicas familiares y la influencia de la figura paterna no solo en él, sino en la vida de todos en el barrio.

Aranjuez, de Gilmer Mesa

La novela recrea la realidad de un adolescente en un entorno marcado por la violencia y la falta de oportunidades. Aranjuez es un retrato de la transformación de un joven y un barrio en medio de un contexto hostil a lo largo del tiempo. Aunque novela, la obra termina convertida casi en una crónica sobre los años difíciles de la historia reciente de Colombia.

“Cada que leo a Gilmer Mesa me lo imagino como un viejo lobo del asfalto parado en una esquina del barrio contándonos, con su vozarrón viril y esa mezcla de sabiduría de calle y erudición libresca, los pormenores del cataclismo que aún nos cimbronea”, ha dicho Luis Miguel Rivas.

Siguiendo la línea de lo que había hecho en sus novelas previas, La cuadra y Las Travesías, Mesa vuelve a posarse en la esquina del barrio para verlo todo y documentarlo. Su trinchera es la calle, su fortín. Pocos son los autores que, como él, consiguen fijarse en la belleza de lo cotidiano, de lo pasajero.

“Nadie como Gilmer Mesa para exhibir con ternura y crudeza la espina clavada en el corazón de Colombia, el corazón de nuestra América”, señaló Fernanda Melchor.

— En Aranjuez vemos una extensión de inquietudes ya exploradas en sus novelas anteriores. ¿En qué momento, entre la escritura de cada una, comenzó a dilucidar el argumento de estas páginas?

— Bueno, sí, la verdad es que la idea surgió como una expansión del ambiente de la cuadra. Fue cuando experimenté con la intención de plasmar la adolescencia y el fenómeno que ocurrió en el sitio de la cuadra en Santa. Después de eso, comencé a ver un interés mayor por el mundo del hampa, lo que me llevó a pensar en otra Aranjuez con nuevas historias. A medida que las escribía, me di cuenta de que todo está conectado con la esquina, pero son otras historias que quería contar desde ahí.

— ¿Cómo consiguió establecer la distancia entre los temas de esta novela y las otras?

— Uno siempre termina agotado después de describir historias. Quería evitar que se pensara que estaba haciendo una segunda parte de la cuadra o escribiendo una novela demasiado extensa. Además, me propuse escribir desde el mismo mundo sentimental, y fue después de las travesías cuando empecé a darle forma a las ideas para la novela.

— ¿Cómo se volvió relevante la figura del padre en la construcción de la trama?

— La muerte del padre fue fundamental para encontrar el hilo conductor que unía todo en mi universo literario. A pesar de que podría parecer menos impactante en comparación con mis libros anteriores, fue un motor importante para la ficción y la interacción de los personajes y los espacios.

El escritor colombiano es una de las voces más destacadas del panorama actual de la literatura colombiana. (Contexto Media).

— ¿Hubo obstáculos a nivel estético para abordar esta figura?

— Sí, los mismos desafíos que enfrenté en otras novelas al tratar de trascender una anécdota personal o un simple cuento. El reto consiste en convertir las experiencias personales en literatura de manera que adquieran un matiz universal y se conviertan en un producto artístico.

— Los espacios, más que los personajes, terminan siendo los protagonistas de sus obras. ¿Qué tanto empeño pone en ello?

— La narrativa se hace fuerte no solo a través de la caracterización de personajes, sino también al personificar los espacios. No se trata tanto de lo que sucede en un lugar, sino de cómo esos acontecimientos se desarrollan debido a la naturaleza del espacio.

— ¿Cómo ha sido esa experiencia compartiendo escenario con Alcolirykoz?

— Muy emocionante. Me hizo recuperar la confianza en la palabra. Ver cómo durante un concierto de rap, la gente se detuvo para escuchar mi lectura, fue un ejercicio que reivindica el valor de la palabra en una sociedad que a veces la menosprecia.

Gilmer Mesa lee un fragmento de una de sus obras durante un concierto de Alcolirykoz en Medellín.

— Después de Aranjuez, ¿hay algo ya en curso?

— Estoy en medio de un clima complicado con la escritura de esta nueva obra. Aunque tengo una idea general, no sé hacia dónde se dirigirá. Es un proceso que todavía está tomando forma.

Así empieza “Aranjuez”

Mi papá lleva diez días muerto y me hago las mismas preguntas que me hice cuando murieron mi hermano y mi abuela, ¿adónde irán a parar sus huesos que solo con la tristeza puedo seguirlos?, ¿hasta allá les llegará mi llanto? ¿Qué sentimiento requiere su ausencia para disminuir la incompletud que dejaron? Pesar, aflicción, molestia, ira, culpa, gratitud, amor, ¿todos juntos?, ¿qué hacer para atajar el brote de dolor inmenso que siento adentro? Son preguntas inertes, desesperadas e inútiles, proyecciones de mi mente atribulada que combina la negación con la congoja. Diez días en los que he pasado de la borrachera a la escritura, dos puntas que se unen a través del hilo de su muerte y que me permiten sortear el dolor que amenaza con engullirme y me provee el desacomodo necesario para ejercer estas dos actividades con las que intento tramitar la idea de vivir sin él. Murió el día de su cumpleaños número setenta y cinco, llegando a un plazo estricto, cerrando un círculo exacto de fechas. No alcancé a despedirme de él, cuando llegué al hospital llevaba media hora de muerto, aunque quien dejó de respirar ese día, a quien no conseguí decirle adiós, ya no era mi padre, solo su cuerpo tumefacto y pútrido; él, mi papá, el hombre que me crio, me acompañó y veló por mí toda la vida, había muerto hacía mucho tiempo preso de la demencia, cuando el alzhéimer, un infarto y una isquemia lo dejaron postrado y desorientado en una cama, sin poder moverse y desconociendo paulatinamente a todos y a todo, navegando en brumas de olvido y carcomiéndose en vida. Fue un hombre decente, un buen hijo, un buen padre y un buen esposo, como le dijo mi madre, la mujer que vivió con él cincuenta años y con la que tuvo tres hijos, en su lecho de muerte; murió sin dejar deudas ni fortuna alguna, murió en paz como vivió, y eso hoy en día se puede decir de muy poca gente. A él, a mi padre, le debemos mi familia y yo la llegada a este barrio. Había nacido en una vereda fría de nombre pintoresco, Hoyorrico, fue el mayor de siete hermanos y desde niño prefirió el trabajo a la academia, en parte por las insuficiencias cotidianas donde todo era deseos incumplidos y ganas insatisfechas, y en parte porque la profesora que lo instruyó en los escasos tres años de escuela que cursó estaba más preocupada por el castigo que por la enseñanza como era costumbre en aquella época, se creía que la letra con sangre entraba y mi padre que siempre supo recibir golpes le aguantó tres palizas a la maestra, pero en la cuarta, cuando ella levantó la regla punitiva que solía descargar en las palmas de las manos de los muchachos desobedientes y sediciosos, mi padre hizo una finta y escondió las manos, así que toda la rabia que contenía el golpazo educativo de la maestra vino a dar en sus propios muslos, dejando a la señora roja de rabia y dolor y a mi papá en la calle luego de ser expulsado por desacato; desde ese día con siete años empezó una vida de trabajo puro y duro que solo se detuvo a los setenta y dos años, cuando la demencia y los otros padecimientos lo tumbaron en una cama para siempre; no conoció un solo día de vacaciones y nunca le sobró un centavo pero jamás se quejó, afrontó cada día de su vida y sus menguas con estoicismo de guerrero, lo que, ahora que lo pienso, creo que fue lo que más respeté de él, desde niño lo quise y lo admiré, veía en él una fuerza que cobijaba todo a su alrededor, donde estaba se sentía seguridad, su figura imponía respeto y tranquilidad, no alzaba la voz pero lo que decía tenía claridad e invitaba a la obediencia, pero era sobre todo su fuerza lo que me conmovía, una fuerza que trascendía lo físico; si bien era un hombre forzudo, capaz de levantar tres bultos de cemento de cincuenta kilos cada uno o una vaca díscola de las que cargaba en su camión, tenía otra fuerza que emanaba de su interior, algo así como una determinación que convertía cualquier cosa que hiciera en un suceso, cómo me gustaba verlo realizar cualquier tarea: arreglar su camión, cargar un racimo de plátanos o simplemente hablar con mi mamá; de niño no recuerdo tener una fascinación más poderosa que su presencia, a diferencia de mis amigos del barrio, quienes en los corrillos que hacíamos en la acera donde Jaime después de jugar fútbol o yeimi o escondidijo manifestaban en su mayoría el deseo de tener otros papás, unos porque sus padres eran zafios, borrachos y violentos, otros porque los encontraban lejanos o pusilánimes y algunos más porque no tenían, yo en cambio nunca deseé a unos padres distintos de los que tuve, a mi padre lo admiraba profundamente y a mi madre la he amado todos los días de mi vida y ella a mí, gracias a eso mi infancia fue llena y completamente feliz.

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