En mayo de 1915 estaba terminado el borrador de Duelo y Melancolía que se publicaría en 1917. Ya se había iniciado el despliegue de muerte y destrucción que se conocería como la Gran Guerra, mientras el padre del psicoanálisis avanzaba en la construcción de un modelo psicológico para dar cuenta de una nueva estructura psíquica, el narcisismo.
Fueron años durante los cuales Sigmund Freud revisó sus teorías para incluir al yo y sus ilusiones. En la exploración de este territorio, el maestro vienés recurre al tema del duelo recuperando una palabra clásica que había dejado de utilizarse en el lenguaje médico, la melancolía. En contraposición, el término depresión propuesto en 1905, con el fin de despejar la disciplina de resabios culturales del pasado, por Adolf Meyer, médico de origen germano-suizo y referente central del campo psiquiátrico norteamericano, era el diagnóstico de elección.
El siglo XX será el siglo de la depresión coronado por el desarrollo de la psicofarmacología que promoverá, en las dos últimas décadas del siglo, drogas específicas para atacar este mal, y que circularán entre médicos y legos como “antidepresivos”. Sin embargo, en aquel contexto de incipiente modernización de la psiquiatría y sus conceptos, Freud prefiere hablar de melancolía. Veamos brevemente algunas connotaciones semánticas asociadas a la historia de la palabra para luego volver a las decisiones freudianas.
En la tradición de la doctrina hipocrática de los cuatro humores, la melancolía es la bilis negra. Para el padre de la medicina griega, se trata de un estado en el que “el temor y la tristeza persisten durante mucho tiempo”. La bilis negra es un humor frío y seco asociado a la tierra, el otoño y la oscuridad. Tal como señala el crítico y escritor Jean Starobinski, el humor negro como imagen que condensa la experiencia melancólica, sobrevive a la caída del modelo médico hipocrático porque da cuenta de una intuición fundamental: “la imaginación desea creer en una sustancia melancólica”. ¿Y de qué color sino negro podemos pintarla como un vapor que tiñe todo de oscuridad?
Tal como nos cuentan los historiadores, la antigua teoría humoral no desapareció de golpe y la noción de temperamento melancólico perduró a lo largo del tiempo. En la segunda mitad del siglo XVIII constatamos la aparición de una concepción nerviosa de la enfermedad. Al mismo tiempo, la palabra se independiza de su significado patológico para convertirse en un sentimiento que describe objetos, paisajes y sensibilidades. La melancolía mantiene su estatuto de “tristeza sin causa” deslizándose hacia un lenguaje poético que nombra un estado de ánimo pasajero.
La palabra adquiere nuevos sentidos y la transformación de sustantivo a adjetivo permite transferir el padecimiento a las circunstancias que nos rodean: espacios melancólicos, paisajes melancólicos, luz melancólica. En el camino a la modernidad, se añaden otros significados. Es una enfermedad y es un temperamento, pero también un estado de ánimo que da cuenta de una relación fugaz con el mundo. Sinónimo de lo efímero, se convierte en fuente de inspiración poética.
De este modo, Jean Étienne Esquirol, uno de los padres de la psiquiatría francesa, al introducir nuevos conceptos para dar cuenta de esta enfermedad del alma en los albores del siglo XIX, se pronuncia en contra de su uso por parte de los médicos y propone que la palabra melancolía “consagrada en el lenguaje vulgar para expresar el estado habitual de tristeza debe dejarse a los moralistas y los poetas”. Tal como ya señalamos, esta tarea la completará Adolf Meyer a comienzos del siglo XX.
La palabra depresión, de origen latino, cuyo significado remite a apretado, hundido, comprimido, ha sido utilizada tradicionalmente para dar cuenta del relieve bajo de un terreno. Como enfermedad, el término depresión describe el hundimiento subjetivo con imágenes físicas que aluden a la tierra, sus hondonadas y declives. En paralelo, el término se utilizará también para describir ciclos económicos provocados por crisis, caídas y derrumbes de valores.
Volviendo a Freud: ¿cómo entender el gesto freudiano de regresar a la melancolía en 1917 cuando el término se había desdibujado del horizonte médico? ¿Se trata solamente de su pasión por la cultura clásica? ¿O hay en juego una estrategia de defensa del lenguaje poético y sus prerrogativas al interior del dominio médico? Para empezar a responder estas preguntas, veamos primero qué entiende Freud por melancolía, cuál es el sentido de su inclusión en el texto y con qué objeto recupera la palabra.
El maestro vienés presenta la melancolía como enfermedad de la pérdida comparándola con el duelo, entendido como la “reacción frente a la pérdida real del objeto de amor”. Tarea que, más allá de las desviaciones de la conducta normal que pueda presentar, requiere “ejecutar pieza por pieza la orden de la realidad extraordinariamente dolorosa” para que, una vez completado este trabajo, el yo recupere su libertad. Por el contrario, en la melancolía se trata de una pérdida desconocida y de un duelo patológico. Este texto abre discusiones importantes relativas al desarrollo del psicoanálisis como la constitución del narcisismo, el ideal del yo y los mecanismos de la identificación, temas en los que por el momento no nos vamos a detener.
Duelo y melancolía es un trabajo teórico en construcción –el autor aclara sobre el final que la investigación propuesta queda inconclusa- pero en la elección del término clásico no podemos dejar pasar las resonancias múltiples de una palabra con historia. El padre del psicoanálisis utiliza la melancolía como linterna para bucear en aguas profundas y comprender algunos rasgos enigmáticos de la subjetividad.
Las referencias a la oscuridad, el misterio y el desconocimiento sobre la pérdida que aquejan al melancólico, reaparecen a lo largo del texto para subrayar las preguntas que nos plantea la melancolía sobre la verdad íntima de nuestra interioridad. En síntesis, para Freud la melancolía es un camino que le permite interrogar, buscar y profundizar su conocimiento sobre el yo y, en este sentido, podríamos situarlo en una búsqueda similar a la de poetas y filósofos. Pero al mismo tiempo, la melancolía es una enfermedad a la que Freud compara con el duelo para entender y precisar.
La tristeza sin causa distingue al padecimiento melancólico así como la sustracción de la conciencia del objeto perdido y su impacto directo sobre el yo. En el duelo, dice Freud, el mundo se ha vuelto pobre y vacío, mientras que en la melancolía, observamos un “enorme empobrecimiento del yo”. Esta imbricación entre el desconocimiento de lo que se pierde -o de lo que significa esta pérdida- y la “perturbación del sentimiento de sí” es lo que define a la enfermedad. La analogía con el duelo le permite a Freud sentar las bases para pensar la melancolía como una patología de la pérdida y, podríamos decir que esta hipótesis ha sido uno de los aportes más sugerentes del psicoanálisis para el estudio de la depresión en el siglo XX.
Durante gran parte del siglo pasado, hasta el descubrimiento y comercialización en 1987 de la droga “antidepresiva” de segunda generación –la fluoxetina más conocida como Prozac-, la mirada psiquiátrica de la patología se organizó a partir de la distinción entre depresiones reactivas y depresiones endógenas. Las primeras desencadenadas por acontecimientos efectivamente padecidos por el sujeto, tratables en el domino psicológico y de mejor pronóstico, mientras que las segundas se consideraban autónomas, de origen desconocido y con mayor compromiso del funcionamiento vital.
Esta distinción entre depresión reactiva y endógena que separa causas psicosociales y causas biológicas, atravesará, de diferentes maneras, las discusiones psiquiátricas y psicoanalíticas así como también, la orientación de los tratamientos. El proceso del duelo para entender el dolor psíquico en las depresiones reactivas ha servido como guía terapéutica en abordajes de distintas orientaciones clínicas y teóricas.
Sin embargo, sectores importantes de la psiquiatría contemporánea están avanzando por el camino de relativizar la función del duelo y la importancia de las pérdidas subjetivas en la comprensión de la enfermedad. Sobre el duelo nos dice Freud: “En verdad, si esta conducta no nos parece patológica, ello sólo se debe a que sabemos explicarla muy bien”. Ahora bien, ¿qué sucede entonces si enfocamos sólo las manifestaciones de un duelo dejando fuera del cuadro el acontecimiento desencadenante?
La tristeza, el dolor, el abatimiento, el desinterés por las cosas del mundo observados de este modo se transforman en síntomas patológicos. Y es esto precisamente lo que propone la última revisión del Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales (DSM) publicado en 2013. Se trata de la quinta versión del manual, cuya primera edición se remonta a 1952, y recoge –según indican sus editores- el fruto de doce años de trabajo clínico y epidemiológico sobre los criterios que se habían establecido en el año 2000, conjuntamente con las diferentes modificaciones consensuadas por los especialistas en este largo período de tiempo.
En esta última edición del DSM se introduce para la depresión la exclusión del criterio de duelo de la descripción de la enfermedad. ¿Qué quiere decir esto? En términos esquemáticos, podríamos decir que, siguiendo los criterios establecidos por el Manual, hasta el año 2013, la tristeza profunda, los sentimientos de vacío y desánimo que acompañaban la muerte de un ser querido se podían distinguir de sensaciones similares consideradas como síntomas de un trastorno depresivo (la melancolía freudiana). El duelo entendido como una “reacción normal” a una pérdida significativa funcionaba como modelo.
¿Qué sucede entonces cuando los psiquiatras se despreocupan de las causas y sólo leen las reacciones? En esta dirección, cuál sería el problema entonces para medicar un duelo. Se abren aquí profundos interrogantes sobre las implicancias de considerar el duelo como enfermedad mental y ya no como el devenir mismo de la finitud de la existencia. Podemos preguntarnos cuáles serán los efectos sobre la subjetividad de la medicalización del duelo y, también, cuáles las consecuencias de la desaparición del duelo como modelo de referencia –establecido por Freud hace más de un siglo- para pensar las perdidas y nuestra relación con la muerte.
Si Duelo y melancolía se ha convertido en un clásico es porque ha señalado con singular agudeza la función que le cabe a la pérdida como causa y sus efectos sobre el sentimiento de sí para comprender el sufrimiento melancólico. Ejes que han sido retomados por teóricos de distintas corrientes psicopatológicas para abordar la depresión. Sin embargo, si el duelo deja de ser este proceso arduo que requiere elaborar las cargas emocionales de una pérdida significativa y ya no funciona como figura clara para distinguir el dolor que despiertan los límites de la vida, corremos el riesgo de perder referencias insoslayables para comprendernos.
Más allá de Freud, no es necesario ser psicólogo o psiquiatra para entender qué sucede en un duelo y la diversidad de rituales existentes, comunitarios y religiosos, que encontramos en registros antiquísimos de la historia de la humanidad dan cuenta de complejos ceremoniales para honrar a los muertos, consolar a los vivos y favorecer las despedidas.
El desafío de seguir reconociendo en la aflicción aquello que nos hace humanos –tarea que comprometió a filósofos y poetas de todos los tiempos- nos convoca particularmente frente a los avances de la medicalización de la vida cotidiana y el riesgo de relegar el sufrimiento humano al terreno de lo patológico. Si la utopía de una humanidad insensible al dolor corporal, como nos muestra el personaje de Tenser en Crímenes del futuro –la última película de David Cronenberg- resulta inquietante, ¿cómo imaginar un futuro en el que se pueda erradicar el dolor psíquico?