El escritor leonés Luis Mateo Díez ha sido reconocido con el Premio Cervantes 2023, el más prestigioso de las letras hispanas, que está dotado con 125.000 euros.
El autor de obras como La ruina del cielo, El espíritu del páramo, Fábulas del sentimiento o La fuente de la edad ha sido elegido por ser uno de los “grandes narradores de la lengua castellana, heredero del espíritu cervantino y creador de mundos imaginarios”, según el acta del jurado.
Díez, de 81 años, ha destacado por su prosa y su sagacidad, que lo hacen singular y sorprendente, y por su capacidad para ofrecer nuevos desafíos literarios, en los que traspasa el ámbito de la fantasía.
En sus creaciones, ha demostrado una pericia y un dominio del lenguaje que le permiten mezclar con maestría lo culto y lo popular, y donde prevalece el humor como el mejor resorte para explicar lo que sucede. Además, ha sabido adoptar una perspectiva que permite entender la complejidad de la condición humana.
A continuación ofrecemos algunas páginas de Fábulas del sentimiento. Explica el autor: “Escribí las doce fábulas que recoge este volumen, ahora en el orden definitivo que implicaba el proyecto y también con la revisión detallada de los textos, a lo largo de diez años. Y en ese tiempo fueron apareciendo agrupadas de tres en tres, siguiendo la línea de una estructura narrativa que el proyecto implicaba, y también el reto con que fue llevado a cabo.
Al escribir las fábulas tenía clara la ambición de crear una peculiar comedia humana, en nada ajena a lo que constituye el subsuelo y el andamiaje de mi mundo narrativo, pero con el horizonte de un especial grado de descubrimiento, como si en ellas pudieran irradiar tonalidades más intensas y originales de ese mundo, desde una mirada de mayor compromiso en la reflexión moral.
Las fábulas guardan como poco una unidad significativa, una familiaridad en el sentido de sus pretensiones y, al culminar el destino de su encuentro final en este volumen que las recoge y reordena, culminado el proyecto que así lo preveía, podría decir que esa unidad se expande en su variedad y alcanza, así lo espero, la iluminación total de lo que quise hacer.”
Así empieza:
Pensión Lucerna
1.
La noche que Ciro Nistal llegó a la Pensión Lucerna había restricciones de luz en el barrio y sólo la luna de invierno orientaba el dédalo de las callejas.
El tren de Ordial vino con tres horas de retraso y cuando Ciro salió de la Estación, acarreando la pesada maleta, sintió el hormigueo de las décimas que se removían como bichos tras el letargo del viaje.
Por las callejas anduvo un rato perdido. La dirección de Lucerna no la recordaba con exactitud aunque se la habían repetido más de una vez, y el dédalo se hacía más intrincado hacia el corazón del barrio mientras que los pasos se contagiaban del desánimo de la fiebre.
El peso de la maleta se incrementó mientras fue subiendo los tres pisos, y en alguno de los rellanos tuvo que reponer fuerzas.
El pasamanos guió su ascenso dibujando la cerrada espiral y apenas un tibio relumbre rompía la oscuridad, como si la luna de invierno que gobernaba el barrio lograra colar algo de su plata sucia en las inadvertidas cristaleras.
La puerta de Lucerna estaba entornada. El hombre que le atendió era un cojo que escoraba el cuerpo como si tuviese rota la cintura.
Parecía una habitación interior, escueta, con contados muebles. El relumbre se adelgazaba en un palor más indeciso, como si una vela gotease trémula desde la ventana de un patio.
Ciro se sentó en la cama, la maleta se le había desprendido de la mano nada más entrar.
Descubrió en la mesilla una jarra con agua y un vaso, bebió con avidez. La colcha era áspera, la retiró; en la almohada y en el rebozo de la sábana palpó un grato frescor que amortiguó su pulso. Le pareció que las décimas volvían a sosegarse como los bichos se sosiegan en el regreso a la guarida.
No le apetecía desnudarse, se descalzó, se quitó la chaqueta, también del abrigo se había desprendido al entrar.
Cerró los ojos y quedó quieto, inmóvil, tendido sobre la cama, invadido por el mismo vértigo benigno que alimentaba el letargo del viaje sin que el sueño hubiese sido posible.
Tardó en percatarse de que alguien llamaba a la puerta, unos nudillos discretos pero reiterados, que poco a poco se fueron alterando.
Ciro Nistal quiso hacerse a la idea de que aquella llamada no le atañía, de que su abandono garantizaba en igual medida el extravío y el olvido, la distancia que le había llevado tan lejos y que todavía, con un poco de suerte, le llevaría más; lo suficiente para que esa distancia acabara justificando una huida que transformase, al fin, su existencia.
Pero no tardó en percatarse de que no se trataba de una llamada, sino de una súplica.
—Vienen los mismos, a deshora y con igual equipaje... —masculló, probablemente irritado.
Ciro tomó la llave que le ofrecía, después de firmar en el Libro de Registro sintiendo que el plumín se quebraba y el papel secante esparcía el borrón en vez de paliarlo sobre la rúbrica incompleta.
Por el pasillo que el hombre le indicó dio unos pasos sin mucha convicción, percibiendo que el tramo de oscuridad le desorientaba por completo y las décimas se sublevaban con mayor inquietud, haciendo más codicioso y temible su hormigueo.
Palpó la puerta, reconoció la cerradura, abrió con más cautela que decisión, como si el rumor de la fiebre reactivara la inseguridad y, a la vez, le hiciese tomar conciencia del abandono a que se iba viendo sometido.
Era una extraña sensación de soledad y extravío que se había intensificado a lo largo de la tarde, en el tren que lo alejaba de Ordial y lo llevaba a Borela sin que el letargo supusiese ningún alivio, más bien la conmoción que insuflaba su desvalimiento.
2.
—Tiene usted que disculparme, pero le oí llegar y necesitaba hablar con alguien... —dijo la mujer, en cuyo rostro apenas se adivinaban dos ascuas encendidas con parecida fiebre a la que hacía brillar la mirada de Ciro.
Entró y cerró la puerta sin que Ciro acabara de entender con exactitud sus palabras.
La decisión de la llamada se contrarrestaba ahora con la vacilación que la paralizaba, como si de pronto se avergonzara de lo que acababa de hacer pero fuese incapaz de rectificar y se angustiase por ello.
—No hay nadie a quien pueda recurrir... —musitó, todavía sin moverse, acentuando el gesto de aflicción, con los brazos pegados al cuerpo y el desconcierto en los ojos.
—No se preocupe... —acertó a decir Ciro, y antes de indicarle que se calmara, que estaba dispuesto a escucharla, repasó los muebles de la escueta habitación y se percató de que no había ninguna silla.
A la cabecera de la cama estaba la mesita, a los pies un armario de aspecto desventrado y luna rota y al lado el perchero en el que había colgado el abrigo.
—Me llamo Dola... —dijo la mujer—, Dola Moreda. Llegué a Borela a mediodía y encontré la Pensión por casualidad, no conozco a nadie, es la primera vez que vengo.
Ciro no se atrevía a decirle que podía sentarse en la cama, pero la mujer, una vez que confesó su nombre, pareció recobrar cierto ánimo. Dio unos pasos, suficientes para que la fragilidad de su cuerpo se perfilara en el lívido relumbre y, por un instante, esa fragilidad detalló un recuerdo impreciso, como si en la memoria de Ciro algo lejano se removiese.
—Le oí llegar... —repitió—. Tampoco es usted de Borela, ¿verdad?
—No, soy de Ordial.
—Yo de Doza.
Ahora estaba quieta en el centro de la habitación y el fulgor lunar parecía una llovizna polvorienta alrededor de su figura, una luz votiva en torno a una imagen que hubiese descendido del altar.
La imprecisión del recuerdo era un aliciente para que la imaginación de Ciro explorara la figura, acaso más aturdido que conturbado, con esa incertidumbre que alientan las apariciones, pero ella no se quedó quieta y Ciro sintió que su imaginación se disipaba.
La vio acercarse a la cama, acariciar la colcha.
—No puede imaginarse lo cansada que estoy y, sin embargo, me es imposible dormir... —dijo, casi suspirando.
—Siéntese... —la animó entonces Ciro, que seguía al pie de la puerta, en la penumbra que espesaba la distancia y que le permitía mirarla con la determinación de quien acecha sin ser visto.
Le obedeció.
—Me hubiese muerto, se lo juro, o hubiese hecho cualquier locura... —dijo la mujer—. Es la primera vez en mi vida que vengo a una Pensión, tampoco he sido nunca muy viajera. ¿Usted viene con frecuencia?...
—No conocía Lucerna, estoy en Borela de paso. Tampoco conozco muchas pensiones, aunque tengo la idea de que todas son más o menos iguales.
—Me vi sola, definitivamente sola, como si hubiera llegado a uno de esos sitios de los que nunca se vuelve. No sabe lo que le agradezco que me haya abierto la puerta.