Entender lo que pasa a nuestro alrededor, pensar quiénes somos y crear un sentido que nos vincule de manera coherente con la realidad son tareas que requieren el trabajo y el tiempo de una narración. Por eso las narraciones son “generadoras de comunidad”, sostiene el filósofo surcoreano Byung-Chul Han, en especial cuando el riesgo de extraviarnos en una marea de información se acrecienta. Narrar significa crear y proponer un sentido y una identidad. Esta necesidad incumbe también a los filósofos. Y de problematizar eso se ocupa Han en su libro La crisis de la narración.
En los años sesenta del siglo XX, por ejemplo, cuando el mundo se agitaba entre grandes novedades culturales y sueños políticos que prometían un cambio revolucionario, le preguntaron a Martin Heidegger si su pensamiento, centrado en una meditación constante y prolongada acerca de la llamada “pregunta por el Ser”, podía transformar la realidad.
Antes de contestar, Heidegger buscó un libro de Karl Marx y leyó en voz alta una de las frases más citadas de la historia de la filosofía moderna: “Los filósofos se han encargado de interpretar el mundo de maneras diversas, pero de lo que se trata es de transformarlo”.
Sin embargo, explicó Heidegger con mirada astuta, en esta repetida idea de Marx, tomada de las Tesis sobre Feuerbach, había un detalle pasado por alto. Comenzó así un rápido ejercicio de narración: “La transformación del mundo presupone la concepción de un mundo en transformación”, señaló Heidegger. “Pero una concepción del mundo solo puede lograrse mediante una buena interpretación del mundo”. De ahí que, si bien la primera parte de la frase de Marx daba la impresión de haber sido formulada contra la filosofía, la segunda parte “asumía implícitamente la necesidad de una filosofía”.
¿Por qué narrar es importante?
Narrar es ordenar la existencia colectiva en una “forma conclusiva”: un orden cerrado que da sentido y proporciona identidad y cohesión a quienes integran una comunidad. A través de la narración, el sentido y la identidad se convierten en fuerzas capaces de transformar el mundo y descubrir nuevas dimensiones que nunca son creadas por la voluntad de una sola persona.
En consecuencia, escribe Byung-Chul Han, una época de “crisis de la narración” no es una época en la que nada se narra (como demuestran las millones de “stories” creadas y subidas a redes como Instagram y Tik-Tok), sino una época en la que lo narrado no desarrolla “ninguna vigorosa fuerza de cohesión”.
Han identifica este abaratamiento de la narración, sobre todo, en los discursos cada vez más populares de las extremas derechas, los tribalismos y las narrativas conspiranoicas. A pesar del ruido y la furia con las que se construyen, estas narraciones son incapaces de ir más allá de las contingencias. No son otra cosa que “storytelling”. Es decir, “ofertas de sentido e identidad” en un mundo que todo lo somete al consumo capitalista. “Storytelling es storyselling, contar historias es venderlas”, escribe Han. Entonces, ¿para qué narrar? Para contrarrestar la tendencia general a convertirlo todo en mercancía.
“Narración e información son fuerzas contrarias. La información agrava la experiencia de que todo es contingente, mientras que la narración atenúa esa experiencia, convirtiendo lo azaroso en necesario”, insiste Han. Y al dar un paso filosófico más, la oposición entre narración e información se convierte en una oposición entre “ser” y “no ser”.
¿Qué significa “ser”? Firmeza ontológica. Presencia de un sentido. Continuo temporal. Anclaje narrativo. ¿Qué significa “no ser”? Inestabilidad ontológica. Ausencia de sentido. Tiempo separado en instantes efímeros. Desorientación total. “En pleno tsunami informativo surge la necesidad de despejar el espeso bosque de la información, en el que corremos el riesgo de extraviarnos”, advierte Han.
¿Cómo se determina qué es la realidad?
La crisis de la narración resulta incomprensible sin una mirada atenta a la hiperactividad y el aburrimiento promovidos por una vida cada vez más digitalizada y emplazada en distintas pantallas. La imposibilidad de sostener un estado contemplativo, minado de manera permanente por “el aliciente de la sorpresa, que es la esencia de la información”, es un obstáculo para entender la realidad.
Las ideas alrededor de este entendimiento, por supuesto, pueden variar en profundidad, sesgo ideológico y calidad. Pero la alarma filosófica se enciende cuando la ausencia de un mínimo estado contemplativo anula el desarrollo de cualquier entendimiento.
Para Byung-Chul Han, la ausencia total de entendimiento está asociada a la presencia total de las pantallas digitales. Al final, son ellas las que toman el lugar de la realidad. “La informatización de la realidad provoca una atrofia de la experiencia presencial inmediata. La digitalización, al ser una informatización, hace que la realidad se vuelva inconsistente”, escribe. La trampa, como nos demuestra cualquier red social, es que este proceso ocurre bajo la máscara de la aparente autosuficiencia.
Creemos que estar informados a cada instante acerca de todo nos vuelve capaces de entenderlo todo a cada instante y formular juicios de valor, también, a cada instante. Sin embargo, ya no dominamos la comunicación ni narramos nada. Sólo “nos ponemos a merced de un intercambio acelerado de informaciones que ya no se somete a nuestro control consciente”, explica Han.
Sin condiciones adecuadas para entender y narrar la realidad, lo que finalmente se disuelve es la experiencia. Y si la experiencia es fundamental para crear una continuidad histórica, ¿la ausencia de experiencia no nos convierte en bárbaros? En tal caso, escribe Han, cualquier rápido vistazo a quienes explotan de forma política, cultural o tecnológica una vida arrojada a la contingencia demuestra que “el nuevo bárbaro celebra la pobreza en experiencia como una emancipación”. Ahora bien, ¿podemos vivir momento tras momento como si fuéramos “seres de instantes”? Quien se abandona a estas “realidades momentáneas”, explica Han, “se queda sin destino, sin una auténtica historicidad”.
¿Cuál es el rumbo de acción frente a este escenario?
Así como Byung-Chul Han insiste en concentrar su pensamiento en las condiciones tecnológicas que desgastan la posibilidad de “ser” y nos resignan a “no ser”, lo cierto es que Han también evita formular cualquier solución mágica para remediar sus diagnósticos. ¿Cuál es el rumbo de acción de su filosofía? Entender que aquella luz al final del túnel, como suele decir el chiste, es un tren que se aproxima de frente.
Pero la idea detrás de esta posición no es ampararse en la comodidad del pesimismo. Por el contrario, el objetivo es colocar a la filosofía en una estricta posición crítica. La acción filosófica, por lo tanto, es entender. Quien además le demande a la filosofía “soluciones”, tal vez olvidó lo que Heidegger explicaba acerca de Marx: la transformación del mundo, si esa fuera la tarea de la filosofía, siempre presupone la concepción de un mundo en transformación.
El filósofo y escritor francés Éric Sadin, por su parte, no solo propone soluciones. En su libro Hacer disidencia, frente a sus propios diagnósticos filosóficos sobre los grandes traumas tecnológicos (en esencia, similares a los de Han), se autoproclama, también, como el único capaz de señalar lo que “en el cuadro variopinto y borroso de nuestro tiempo”, en el que somos simples espectadores, puede convertirnos “con pleno derecho y en algunos casos por la fuerza” en “actores de teatro de nuestro mundo”. Pero si la luz que se aproxima al final del túnel es un tren, ¿basta con alzar la mano para frenar la colisión?
En tonos siempre dramáticos, para Sadin el escenario tecnológico actual se asemeja al que James Cameron y Harlan Ellison imaginaron, hace ya 39 años, para la película Terminator. “Ha nacido un nuevo tipo de industria, con intenciones hegemónicas, que pretende inmiscuirse en todos los aspectos de la vida humana y orientar de un modo u otro los comportamientos, por ejemplo, a través de procedimientos de organización algorítmica del trabajo”, advierte Sadin.
En respuesta a la oscura autocracia global de este auténtico Skynet (la inteligencia artificial que en Terminator somete a la humanidad), algunos pensadores impulsan la restitución soberanista de identidades económicas y culturales de carácter nacional. ¿El objetivo? Limitar el poder tecnocrático de organismos supranacionales como la Unión Europea y reestablecer un mundo vinculado a través de diferencias innegociables.
Sadin, sin embargo, afirma que esa es una solución errada. A su entender, el verdadero camino debería ser “vigorizar una plena soberanía de nosotros mismos”. ¿Para qué? Para “defender los principios fundamentales que nos impulsan”. ¿Y hacia dónde nos impulsan esos supuestos “principios fundamentales”? Hacia favorecer “la mejor expresión de cada individuo, procurando a la vez no perjudicar a nadie, ni a la biósfera”.
Para volver a Marx: si el autor de El capital escribió (junto a Friedrich Engels) que los sometidos del mundo solo podrían liberarse de su yugo “derrocando por la violencia todo el orden social existente”, es evidente que este uso abstracto e inofensivo de los “plenos derechos” y “la fuerza” que Sadin tiene en mente como acción contra la “intención hegemónica” del poder tecnológico no provocaría nada más que buenas intenciones.
Entonces, ¿debe la filosofía resolver los problemas de la vida?
Si la crítica, la voluntad y el poder de manifestar nuestro rechazo son, como escribe Sadin, algunos de los componentes de la “potencia humana que nos constituye”, la confusión entre una filosofía dispuesta a entender de manera adulta la realidad y otra filosofía que intensifica el temor para ofrecer soluciones estériles resulta peligrosa. La pregunta acerca de si la filosofía debería resolver los problemas de la vida, por lo tanto, es una parte sensible del “triste y mórbido conformismo” en el que somos arriados por la sociedad actual.
En este sentido, la acusación contra la ecologista Greta Thunberg, a la que Sadin describe como alguien dedicada en sus redes sociales a formular “denuncias rotundas y buenas intenciones bastante desconcertantes”, ¿no podría aplicarse a las ideas del propio Sadin? ¿No es su filosofía la que pretende cambiar la pasividad humana frente a una rotunda “lógica económica salvaje que mutila cuerpos e infesta el planeta” con un desconcertante “buen equilibrio moral, relacional y material establecido en el seno de cada entidad”?
Una parte del mundo tecnológico que Sadin describe, mientras tanto, continúa su marcha. En el ámbito laboral, prácticamente todos los mensajes que inician, desarrollan y dan por concluidos nuestros intercambios comerciales son el resultado de operaciones algorítmicas. Y en la medida en que la Inteligencia Artificial se instale en áreas como el periodismo, incluso los artículos que leeremos para conocer lo que sucede formarán parte del mismo juego de reglas.
“Al negar la singularidad y la integridad de las personas, esto contribuye a generar en muchas de ellas cada vez más desorientación, sensación de invisibilidad y tristeza”, indica Éric Sadin. Sin embargo, es él mismo quien añade que toda esta “maquinaria retórica” se despliega sin que aun seamos conscientes de los efectos que produce, sin que se la contradiga en serio y sin señalar sus auténticos objetivos.