Las primeras páginas de esta novela dan cuenta de una escritora atenta que, tras una década de trabajo, ha conseguido capturar la esencia de la resistencia y la lucha por la preservación de la identidad, a través de sus personajes y una trama en la que se entrelazan diversos conceptos que ahondan en las profundidades de la condición humana.
Ganadora del Premio Primera Novela Amazon 2023, La tierra sobre tus huesos es la puerta de entrada de Suzette Celaya Aguilar al panorama actual de las letras hispanoamericanas.
La ópera prima de la joven autora mexicana se adentra en la vida de Violeta, una mujer enfrentada al dilema de dejar su pueblo natal, condenado a ser engullido por las aguas debido a la construcción de una presa, o resistirse contra el torrente del cambio.
La historia transcurre en un escenario marcado por la inminente desaparición del pueblo mexicano de Suaqui, Tepupa y Batuc, sacudido por las devastadoras inundaciones de 1964. A través del personaje de Violeta, la protagonista, la autora explora el racismo de las instancias gubernamentales, el poder femenino para preservar la memoria, los intereses económicos que eclipsan el bienestar de las comunidades locales y la lucha por la identidad y la supervivencia.
El relato presenta un escenario en el que la huida y la muerte acechan a los habitantes, forzándolos a emprender un viaje de supervivencia. Violeta, marcada por la pérdida de su hija en el parto, se enfrenta a un cúmulo de decisiones vitales mientras el lugar que abrigó sus sueños, dolores y memorias se desvanece.
La novela, inspirada en hechos reales, se sumerge en los anhelos, pesares y resistencia de quienes luchan por preservar su identidad en un entorno hostil. Desde las primeras páginas, la obra revela el desgarrador dilema de las familias que, clandestinamente, parten en busca de un nuevo hogar, llevándose consigo los susurros del viento y el misterio de la noche.
Con buen tino, Celaya Aguilar nos narra la inminente desaparición del pueblo, donde el polvo cubre las casas vacías y los temblores son metáforas de un destino incierto. Esta novela plantea una reflexión sobre cómo las personas se ven afectadas por proyectos de desarrollo en nombre del progreso, destacando el valor de preservar las raíces y la identidad en un mundo en constante cambio.
La tierra sobre tus huesos honra la fuerza de aquellos que luchan por proteger sus raíces y su legado. De a poco, la obra se abre paso en el mercado español, de la mano de La Navaja Suiza, en formato electrónico en Amazon y físico en el Instituto Sonorense de Cultura.
Sobre la autora: Suzette Celaya Aguilar
♦ Es maestra en ciencias sociales, comunicóloga y escritora.
♦ A los 27 años dejó el desierto y se marchó a vivir a la Ciudad de México para estudiar Creación Literaria en la Escuela de Escritores de la Sogem.
♦ Desde ahí colaboró en varias revistas culturales.
♦ En 2012 obtuvo la beca de Jóvenes Creadores del Fondo Estatal de la Cultura y las Artes de Sonora. En 2018, el Colegio de Sonora publicó su tesis de maestría Lo que El Novillo se llevó, sobre desplazamiento forzado. En 2020 ganó el Concurso del Libro Sonorense en el género novela.
♦ En 2021 fue ganadora del IV Concurso Nacional de Cuento Corto de Escritoras Mexicanas, siendo publicado su relato en la Cuarta Antología de Escritoras Mexicanas, en 2021, volumen que fue presentado en la Feria del Libro de Guadalajara de ese mismo año. La tierra sobre tus huesos es su primera novela.
Así empieza “La tierra sobre tus huesos”
Mis paseos nocturnos me dejan ver que algunas familias ya empezaron a partir. Se marchan guarecidas por la noche, por la estridencia de los grillos, por los tecolotes y por alguna vaca que muge mientras observa la luna.
Los que se van intentan no ser vistos. Solo se escuchan sus pasos apresurados, como si fueran una manada de caballos fantasma. Yo los sigo sin que lo noten.
Primero fueron los Vara. A ellos los escolté hasta donde los esperaba un camión que pude escuchar, pero no ver. Esta noche son los Ortega. Un niño pequeño habla y luego calla de súbito. Quizá la palma de la mano de su madre es la que atrinchera sus palabras. Pero la voz infantil no es lo que los delata, sino el choque del metal de las ollas con las que cargan. A ellos ningún transporte parece esperarlos. Yo permanezco en el lindero hasta que los pasos enmudecen.
Saco mi espejo y lo apunto hacia donde escuché las voces. El cristal me devuelve un reflejo negro, inútil. Lo guardo de nuevo.
No sé qué pase con los que se van cuando ya no los veo ni los escucho. A veces creo que, en la noche, la oscuridad toma cuerpo y castiga a quienes se atreven a cruzar los confines del pueblo. Que esa oscuridad lanza a las familias al fondo de un precipicio y las hace añicos, dejando un arsenal de huesos sin reclamar.
Lo que sí sé es lo que sucede cuando una familia se va: amanece una casa vacía, una que en días se convierte en cadáver.
Yo he visto cómo el adobe se resquebraja y se plaga de grietas que simulan venas sin sangre, ríos sin caudal. Cómo el polvo se vuelve el único habitante y los techos se cuartean y las puertas azotan el suelo.
Más de una vez he presenciado cómo un temblor manso sacude los muros y estos caen a la tierra. Temblores pequeños que suceden por aquí y por allá, que unas veces se perciben y otras no.
Tal vez temblores que quieren volvernos escombro junto con las casas.
Sepultarnos.
Hacer de este paraje un cementerio inmenso.
Como si no fuera suficiente con la noticia de que el pueblo va a desaparecer, de que tenemos que partir. Cosa de un año, dijeron. Yo que prometí estar aquí hasta mi muerte.
Camino de regreso al pueblo, descalza, y una piedra me insulta la planta del pie. Quizá para hacerme ver que este machete oxidado que traigo en la mano no puede protegerme del todo. O para recordarme que esta noche desvié otra vez mi camino.
En lugar de ir a cuidar del cuerpo moribundo que me espera, camino hacia la casa de alguien más. Al llegar me asomo por la ventana y observo a quiénes ahí viven. No es la primera vez que lo hago, esto de ver cómo viven los otros. A veces apenas asomo un ojo; otras, los miro de lleno a través de cortinas casi transparentes que el viento me unta en el rostro y me vuelven un espanto. Nadie me ve, estoy segura. Ni siquiera cuando rasguño el machete contra el muro y escucho que dentro alguien asevera que «es una lechuza» o que «lo que sonó fue el viento».
Lo que sucede dentro de esta casa es parecido a lo de siempre, a lo que pasa en tantas otras. La mujer hace lo suyo: sirve, cuida, calla. El hombre ni siquiera la ronda. Tal vez está atrás, en el patio, sentado en una silla mirando al cielo. O en la cantina.
He de decir que hay noches en las que no veo una sola mujer al asomarme por las ventanas, y las imagino ordeñando las vacas, envueltas en la espesura de la madrugada, o bañándose en soledad en el río. Incluso las sitúo frente a las tumbas del cementerio, así como yo acostumbro a hacerlo.
Marcho de vuelta a mi casa arrastrando el machete, que con su peso deja un surco tras de mí. Atravieso la plaza solitaria. Aún cuelga del quiosco la lona de la fiesta del Año Nuevo:
FELIZ 6789