La exministra y excongresista colombiana Gina Parody, que ya cuenta en su haber con el libro Mujer amurallada, regresa con un nuevo título, Él también lo hizo, publicado por el grupo editorial Penguin Random House, bajo el sello de Ediciones B, una novela que se adentra en los entresijos del poder y el impacto del movimiento #MeToo en el escenario colombiano.
El relato se sumerge en la vida de Rosa Ahumada, secretaria del Presidente, quien, tras sufrir abusos por parte de su jefe, se exilia en Nueva York. Años después, el hijo del presidente la busca y le revela un secreto que la obliga a confrontar su pasado y tomar decisiones que podrían moldear el futuro del país.
La obra se inspira en un caso de la vida real que impactó a Adriana Ruiz, una de las amigas más cercanas de la autora, quien sufrió acoso por parte de un profesor, un suceso que puso en evidencia la complicidad de los medios de comunicación y la justicia, así como la responsabilidad ciudadana frente a los abusos de poder.
Quise crear un personaje, Rosa, multidimensional, atravesando una sociedad patriarcal y machista, pero a su vez, siendo víctima de abusos. Su complejidad busca despertar amor, odio, compasión, rabia y envidia en los lectores, señaló Parody, en una entrevista con El Tiempo.
Parody reflexiona en estas páginas, cerca de 272, sobre la jerarquía establecida en la sociedad colombiana, en la que el poder se encuentra arraigado en la masculinidad. “La novela refleja la realidad en la esfera política, pero esta jerarquía no se limita solo a ese ámbito, se reproduce en el hogar, colegios, universidades, y otras esferas”, comentó.
Su experiencia política influyó en su narrativa, permitiéndole plasmar diálogos entre ministros y presidentes con facilidad, al haber vivido más de la mitad de su vida en este ámbito.
Parody afirma que su faceta política es un capítulo que está cerrado en su vida. Ahora se encuentra dedicada a la lectura y la escritura, como un ejercicio para repensar el papel de las mujeres en posiciones de liderazgo. Enfatiza que aunque es significativo su avance, es necesario escuchar y apoyar más a aquellas que denuncian acoso y violencia en su vida diaria, más allá de ocupar altos cargos en la política o empresas privadas.
Así empieza “Él también lo hizo”
Durante el día, traduzco unos documentos del español y del portugués al inglés. Actualmente trabajo como traductora en la Organización de las Naciones Unidas. Hoy, como una excepción, buscando mayor concentración, intento traducir desde mi apartamento, un lugar pequeño, claro y silencioso, dentro de los límites que la ciudad permite; el sonido de sirenas de carros de policías, bomberos y ambulancias hace parte de su decoración natural. Las emociones se interponen en la atención que debo volcar en los escritos, se me dificulta encontrar la voz institucional que mi trabajo requiere. Me observo en el espejo, me hablo: “No vas a ver a Javier, es Sebastián. Él no tiene nada que ver con su papá”. Al contrario, buscaba ser tan distinto que, algunas veces, llegué a pensar que Sebastián habría deseado ser mujer para atenuar el rigor con que lo trataban. El uniforme debía estar impecable, aun en la tarde, cuando regresaba del colegio; el nudo de la corbata, perfecto; el pelo corto y bien peinado, sin ningún tipo de mechón que pudiera cubrir su rostro o sus orejas, y el saco sin ningún rastro del uso de un adolescente. Las calificaciones debían ser sobresalientes, sobre todo en las materias con énfasis cuantitativo, porque las humanidades, según Javier, no servían para nada, y además Sebastián tenía que aprender del mundo de los negocios, no del mundo de las artes, que estaba impregnado de señoritos buenos para nada. Los fines de semana debía madrugar, como entre semana, para que no se convirtiera en un holgazán. Sebastián ya se había acostumbrado a que cualquier mínima falta al código disciplinario del papá terminaba en un sermón en la oficina, una disminución de la mensualidad y un encierro en la casa privada durante el fin de semana. Mi oficina se convirtió en un peaje seguro para que Sebastián se desahogara, y yo dejaba que me divirtiera con todo tipo de morisquetas de burla a Javier.
Le pego dos golpecitos al espejo sobre el reflejo de mi rostro y continúo: “Reaccionaaaa”, con un cantico que me anima a concentrarme en el trabajo.
Regreso al pequeño comedor-escritorio y avanzo, pero no a la velocidad usual; me sabotea la ansiedad del futuro encuentro. Pienso por un minuto si será mejor irme a la oficina, para que mi mente disminuya su divagar, pero podría resultar una pérdida de tiempo en un día como hoy. Salir, tomar dos líneas de metro, la roja y la morada, caminar hasta la oficina y volver a la casa sería una ruta que me dejaría exhausta física y mentalmente.
A las 4:30 p. m. suena la alarma que indica que llegó el momento de arreglarme, o como diría mamá, de emperifollarme, pero esta palabra me sonaba más a ponerme joyas, aderezos, lacas, moños y adornos llamativos, y yo, en el intento de encontrarme, había abandonado los embellecimientos ficticios. Ahora me prefería al natural. Sin embargo, esta noche esos propósitos de los últimos años tambalean. Mis pocos nuevos cimientos se sacuden ante la sola posibilidad del encuentro. Presiento que la presencia de Sebastián, su diálogo, y hasta sus gestos, evocarán un pasado que puede tirar por la borda el presente y el futuro que costosamente construyo.
No solo es el costo económico de vivir en una ciudad como Nueva York, sino el emocional. El esfuerzo diario por comprender mis movimientos anteriores, por reconstruir mi bitácora, por observar mis virtudes y defectos sin amplificarlos ni eliminarlos, por rehacer la línea que separa el bien del mal que se ha evaporado, por tener un norte, por divisar un puerto de llegada, por sacudirme y desprenderme de Javier Pineda.
No es fácil seleccionar la vestimenta; la mayoría de mis prendas son negras, porque es el color más usado en la ciudad y porque ahorro tiempo a la hora de decidir. El encuentro con Sebastián revive memorias fusionadas con los colores vivos de mi tierra. Cada ocasión con Javier tenía aromas, colores y hasta sabores con huellas complejas de despojar.
Por el amarillo él sentía una atracción especial. Decía que una mujer que se atrevía a portar ese color estaba segura, no solo de su intelectualidad, sino de su sexualidad. Observé, en varias ocasiones, que una mujer vestida de amarillo lo desconcentraba del asunto oficial. Su imaginación volaba, acompañada de escenas sexuales de una mujer que él suponía se arriesgaría a cualquier cosa solo porque mostró simpatía por un color. Al rojo le daba la credibilidad del lugar común: la pasión ardiente, pero decía que el color fagocitaba el intelecto de la mujer que lo vestía. Prefería sus matices, como el fucsia, que, según él, dejaba con vida a las neuronas más audaces. El negro lo admitía, aunque afirmaba que representaba a la viuda alegre. Detestaba los azules y grises en las mujeres; decía que eran colores de hombres, que las mujeres que los usaban pensaban fino, pero eran frígidas.
El verde, que parecía un color neutro en su escala, cobró toda importancia el día en que conoció a la embajadora de Estados Unidos ante Naciones Unidas. Vestía una chaqueta de tres botones que revelaba la ausencia de cualquier otra prenda debajo de ella y una falda corta del mismo color. La amalgama de vestimenta, rasgos latinos y discurso intelectualmente complejo, pero de fácil digestión, dejó a Javier prendado. Buscó acercarse a ella, me solicitó formalizar una cita para reafirmarle la incondicionalidad de Colombia en ese año, en el que formábamos parte del Consejo de Seguridad. Pretendía que la invitáramos a comer a la casa de la embajada, o al mejor restaurante de la ciudad, pero la señora era una diosa diplomática inalcanzable, a la que le bastó un café con sus aliados en su apartamento de Park Avenue para asegurar sus votos del año. A la despedida de aquella reunión, Javier alabó su belleza e inteligencia y ella se limitó a sonreír mientras lo acompañaba hasta el ascensor.
—Rosa, el verde no es un color neutral. Es el que usan las bellas, sensuales e inteligentes —me dijo.
Mientras continuábamos en el ascensor, saqué de mi cartera la agenda y un lapicero, la abrí y, simulando escribir, le dije mirándolo con complicidad:
—Ya mismo tacho el verde como color neutral y lo pongo más cerca del amarillo. —Ambos sonreímos.
Me visto con la única blusa amarilla que tengo y me acomodo unos pantalones fucsias que compré el año en que llegué a vivir a Nueva York; los noto apretados, pero aflojando el resorte de la cintura logro que la pinta preludio de la primavera funcione. Hace dos años me corté el pelo muy corto para evitarme los cuidados y el tiempo que precisa llevarlo largo, pero hoy no logro acomodármelo. El camino, que debía ir por el lado izquierdo, se abre por el centro y parezco con un peluqueado de hongo destemplado; la textura sedosa a la que estoy habituada se convierte en un pegote baboso por la humedad, y su rebeldía me recuerda que estoy a punto de incumplir mi juramento de alejarme de Pineda y su familia.