Cuando se escriba sobre la pandemia en los libros de historia, será sobre los grandes tópicos: los contagios y las muertes, la labor de los médicos, la carrera por la primera vacuna y los días de cuarentena. Probablemente queden más olvidados, como una nota al pie, aquellos días en los que lavamos la fruta con lavandina, los cumpleaños por Zoom o las citas virtuales.
Son en esos momentos, mucho menos relevantes a nivel global pero esenciales en la vida personal, en los que la ficción puede llenar vacíos y hacernos entender qué pasó, incluso mejor que cualquier tratado de historia. En su última novela, el autor galés Ken Follett nos lleva a los comienzos de la revolución industrial. Pero esta no es una historia sobre cómo las máquinas cambiaron el mundo. Es la historia de un grupo de personas intentando sobrevivir en su día a día.
La armadura de la luz es la quinta y última entrega de la saga de ficción histórica Los pilares de la tierra. Cada novela autoconclusiva sigue a un grupo de personajes de Kingsbridge, una aldea ficticia del sur de Inglaterra, en distintas épocas y cómo sus vidas personales se van enlazando con los sucesos históricos de las eras que abarca.
El primer libro, Los pilares de la tierra, publicado en 1989 y que le da nombre a la saga, transcurre en la Inglaterra medieval durante un periodo conocido como “La anarquía”. El segundo, llamado Un mundo sin fin, está situado durante la peste negra y la Guerra de los Cien Años. La tercera entrega, Una columna de fuego, comienza en el año 1558 y da cuenta del periodo isabelino que dividió Inglaterra entre adherentes y detractores de la reina Isabel I. Además hay una precuela titulada La tiniebla y el alba que cuenta la fundación de Kingsbridge durante la Edad Oscura, en el siglo X. La saga en su conjunto ha vendido unos 50 millones de ejemplares en todo el mundo.
“Las historias son sobre los personajes y sus vidas, sus amores, sus temores, sus esperanzas, pero todo proviene de la Historia, que yo siento que hace que la historia sea más real”, comentó Follett en la presentación de La armadura de la luz en Madrid. La historia no es un mero telón de fondo para situar “en una época” a los personajes; la inflación a causa de la guerra, el endurecimiento de las leyes antisindicales, el nacimiento de los movimientos luditas, entre muchos acontecimientos, afectan la vida y guían las decisiones de los protagonistas.
La novela empieza en el año 1792 y está dividida en siete partes que se extienden hasta principios del siglo XIX; una época marcada por la Revolución Francesa, las guerras napoleónicas y el salto tecnológico que dio lugar a la revolución industrial.
La primera parte se llama “La máquina de hilar” y transcurre entre 1792 y 1793. Aquí se nos presenta a los personajes que serán protagonistas de todo el volumen. La mayoría están involucrados directa o indirectamente en el negocio textil, ya sea como hilanderas, comerciantes o dueños de fábricas. La llegada de la hiladora Jenny, una de las máquinas que dio lugar a la revolución industrial permitiendo que una sola hilandera trabaje con 8 hilos a la vez, revoluciona la vida de todo Kingsbridge.
Los personajes de Follet son sujetos comunes, muchas veces con muy poco poder propio. Un accidente, producto de la negligencia del hijo de uno de los grandes terratenientes, Will Riddick, deja viuda a una mujer de clase trabajadora, Sal Clitherhoe, y huérfano a su hijo, Kit. Esto hace que el niño tenga que empezar a trabajar a los 6 años (y no a los 7, como se estilaba en la época) como empleado doméstico primero, y ayudando a su madre a operar la hiladora Jenny después.
También es la historia de Amos Barrowfield, un joven empresario textil que acaba de heredar una gran deuda de su padre y está al borde de perder su negocio, y la de su amiga Elsie, hija del párroco local que intenta abrir una escuela dominical para los niños pobres del pueblo.
Las tensiones personales que se desarrollarán con mayor fuerza en tramas sociales a lo largo del libro nacen en estas primeras páginas. Algunos personajes pertenecientes a la clase trabajadora quieren discutir sus condiciones laborales pero la elite del pueblo, asustada por la Revolución Francesa, toma medidas drásticas para frenar el impulso, rompiendo sus reuniones y mandando a azotar a cualquiera que muestre descontento. La pluma de Follett sabe narrar la crueldad de los hombres que no han perdido nada, pero temen perder todo.
Por ejemplo en un pasaje, la hilandera Sal le reclama a Will Riddick, el responsable de la muerte de su marido, un resarcimiento mientras este está cazando perdices:
—¿Qué quieres?— preguntó Will con brusquedad.
—Necesito saber qué piensa hacer por mí… — y añadió, tal vez demasiado tarde—: señor.
Will recargó la escopeta.
—¿Por qué tendría que hacer algo por ti?
—Porque Harry estaba trabajando a sus órdenes. Porque usted ordenó seguir cargando el carro. Porque no quiso escuchar las advertencias del tío Ike. Porque usted mató a mi marido.
Will se puso lívido.
—La culpa fue solo suya.
Sal se obligó a adoptar un tono sereno y razonable.
—A lo mejor hay personas que se creen o que usted les ha contado, pero yo sé la verdad. Usted estaba allí y yo también.
Will permaneció impasible, sujetando con relajación la escopeta, pero con el cañón apuntado hacia la mujer. A ella le quedó clara la amenaza tácita, aunque no lo creía capaz de apretar el gatillo. Sería difícil hacerlo pasar por un accidente solo dos días después de que él hubiese matado a su marido.
—Supongo que quieres una limosna
—Quiero lo que usted me ha quitado: el salario de mi esposo, ocho chelines semanales.
Will soltó una risa forzada
—No puedes obligarme a pagarte ocho chelines a la semana. ¿Por qué no te buscas otro marido?
La segunda parte, titulada “La rebelión de las amas de casa”, se sitúa en 1795 y es un evento poco conocido en la historia de Inglaterra. Un invierno duro, sumado a la guerra contra Francia y la especulación con el valor del grano, causó un aumento descontrolado de precios que llevó a la naciente clase trabajadora a no poder acceder a los alimentos básicos. En varios poblados, las mujeres se organizaron para robar pan y granos y devolverles a los comerciantes el dinero que estos costaban antes de subir de precio. Por el pánico que produce en las clases dominantes inglesas, los castigos fueron muy desproporcionados.
La tercera parte, titulada “La ley de la asociación”, transcurre en 1799 y cuenta la formación y rápida proscripción de sindicatos frente a la ola de desempleo producto de la crisis por la guerra y la automatización de las tareas.
Las últimas cuatro secciones del libro están atravesadas por las guerras napoleónicas y sus consecuencias. Una parte del relato se traslada a Europa continental, donde algunos de los residentes eligen o son obligados a luchar contra los franceses.
La armadura de la luz, uno de los libros que encabeza la lista de más vendidos del mes de octubre de The New York Times, cuenta, a través de la cotidianidad y la historia pequeña de personajes que se desarrollan ante nuestros ojos durante 40 años, la vieja tensión entre quienes quieren reformas para mejorar la vida de los trabajadores y quienes prefieren mantener el status quo. Editado en Argentina por Penguin Random House, también se encuentra en el ranking de las novedades más vendidas de ficción.
Ken Follet tiene el magnetismo irresistible de ciertos autores de best-sellers internacionales, hábiles en lograr un ritmo que hace que uno pueda leer un libro de 829 páginas sin soltarlo, como quien mira una temporada de 10 capítulos en Netflix de un tirón. La armadura de la luz es un libro ideal para quienes perdieron el hábito de la lectura, pero quieren volver a intentar.
“La armadura de la luz” (fragmento)
Sal Clitheroe nunca había oído gritar a su marido, hasta ese día. A partir de entonces, no volvería a oírlo gritar jamás, salvo en sueños.
Era mediodía cuando llegó a Brook Field. Sabía qué hora era por la textura de la luz que asomaba tímidamente entre las nubes gris perla que encapotaban el cielo. El campo era una extensión de poco más de hectárea y media de terreno llano y embarrado, con un impetuoso riachuelo que fluía por un lado y una loma baja en el extremo sur. El día era frío y seco, pero había llovido durante toda la semana, y Sal se abrió paso chapoteando entre los charcos, con el pegajoso fango tratando de arrancarle los zapatos hechos con sus propias manos. Le costaba trabajo avanzar por el lodazal, pero era una mujer grande y fuerte y no se cansaba con facilidad.
Había cuatro hombres recogiendo una cosecha invernal de nabos, agachándose, incorporándose y levantando y apilando los tubérculos nudosos de color pardo en unas cestas amplias y bajas llamadas corbes. Cuando el corbe estaba lleno hasta arriba, el jornalero lo llevaba al pie de la loma y volcaba los nabos en el interior de un robusto carro de roble de cuatro ruedas. Sal vio que los hombres casi habían terminado, pues no quedaba ni un solo nabo en la parte más próxima del campo y los jornaleros ya habían alcanzado la ladera del monte.
Todos iban vestidos de igual modo: llevaban camisas sin cuello, calzones cortos hasta la rodilla tejidos a mano por sus mujeres y chalecos que habían comprado de segunda mano o bien heredado de entre la ropa desechada por hombres de las clases más pudientes. Los chalecos nunca se desgastaban. El padre de Sal había tenido uno muy elegante, un chaleco cruzado a rayas rojas y marrones y ribeteado con cordoncillo, sin duda descartado por algún dandi de ciudad. Su hija nunca lo había visto vestido con otra cosa, y lo habían enterrado con él.
Los jornaleros iban calzados con botas usadas y remendadas una y otra vez, y todos llevaban la cabeza cubierta con una prenda distinta: un gorro de pelo de conejo, un sombrero de paja de ala ancha, un sombrero alto de fieltro y un sombrero de tres picos que podía haber pertenecido a un oficial de la armada.
Sal reconoció el gorro de pelo. Era de su marido, Harry, y se lo había hecho ella misma, después de cazar al conejo, matarlo de una pedrada, desollarlo y guisarlo a la cazuela con una cebolla. Aunque habría reconocido a Harry también sin el gorro, incluso de lejos, por la barba pelirroja.
Harry era un hombre delgado pero fibroso, y no aparentaba lo fuerte que era en realidad: podía llenar su cesta de nabos, cargándola hasta arriba como los jornaleros más corpulentos. Solo de mirar aquel cuerpo duro y musculoso al fondo del barrizal, Sal ya sintió una punzada de deseo en su interior, una mezcla perfecta de placer y expectación, como si acabara de percibir el cálido olor de un hogar de leña tras haber pasado frío a la intemperie.
Mientras atravesaba el lodazal, le llegaron sus voces. Cada escasos minutos, un hombre interpelaba a otro y luego seguía un breve intercambio que acababa en un estallido de risas. Sal no alcanzaba a descifrar sus palabras, pero se imaginaba la clase de cosas que estarían diciendo. Seguro que se trataba de las pullas y las chanzas típicas entre peones del campo, joviales exabruptos y desenfadadas obscenidades, bromas destinadas a aliviar la monotonía del trabajo duro y repetitivo.
Había un quinto hombre observándolos, de pie junto al carro y con una fusta corta en la mano. Iba mejor vestido que los otros, con una casaca azul y unas lustrosas botas negras hasta la rodilla. Se llamaba Will Riddick, tenía treinta años y era el hijo mayor del terrateniente de Badford. El campo pertenecía a su padre, al igual que la yegua y el carro. Will lucía una mata espesa de pelo negro que le llegaba a la barbilla, y no parecía muy contento. Sal creía adivinar por qué: supervisar la recolección de la cosecha de nabos no era tarea suya, y creía estar rebajándose por dedicar su tiempo a tan despreciable labor; sin embargo, el administrador del terrateniente se había puesto enfermo y Sal supuso que Will se había visto obligado a sustituirlo, muy a su pesar.
Junto a Sal, el hijo de esta correteaba descalzo por el terreno enfangado, tratando de seguir a su madre y no quedarse atrás, hasta que la mujer se volvió para agacharse y tomarlo en brazos sin ninguna dificultad; luego siguió andando con el niño en brazos, mientras él apoyaba la cabeza en el hombro de ella. Sal estrechaba su cuerpecillo cálido y delgado con más fuerza de lo necesario, simplemente porque lo quería muchísimo.
Le habría gustado tener más hijos, pero había sufrido ya dos abortos y alumbrado a otro hijo sin vida. Había abandonado toda esperanza y empezado a decirse a sí misma que, siendo tan pobres como eran, un niño era más que suficiente. Estaba volcada por completo en su hijo, puede que incluso demasiado, pues con frecuencia los niños pequeños sucumbían a la enfermedad o se los llevaba por delante un accidente, y Sal sabía que le rompería el corazón perderlo para siempre.
Lo había llamado Christopher, pero cuando empezó a balbucear sus primeras palabras él mismo acortó su propio nombre hasta dejarlo en Kit, y así era como lo llamaban ahora. Tenía seis años y era menudo para su edad. Sal esperaba que, al hacerse mayor, llegase a ser como Harry, flaco pero fuerte. Desde luego, había heredado el pelo pelirrojo de su padre.
Era hora de comer, y Sal llevaba un cesto con queso, pan y tres manzanas esmirriadas. Por detrás de ella, un poco rezagada, también iba andando otra de las esposas de los jornaleros, Annie Mann, una mujer enérgica y vigorosa de la edad de Sal; y otras dos se aproximaban desde la dirección opuesta, con el mismo cometido, bajando por la colina con cestas en la mano y un reguero de chiquillos a la zaga. Los hombres dejaron de trabajar, agradecidos por la interrupción, se limpiaron las manos sucias de tierra en los calzones y se dirigieron hacia el arroyo, para poder sentarse en la ribera de hierba.
Sal llegó a la vereda y dejó a Kit en el suelo con cuidado.
Will Riddick se sacó un reloj con cadena del bolsillo de su chaleco y consultó la hora frunciendo el ceño.
—No es mediodía aún —dijo.
Sal estaba segura de que era mentira, pero nadie más tenía ningún reloj.
—Vosotros, seguid trabajando —ordenó. Sal no se sorprendió. Will era una persona mezquina. Su padre, el terrateniente, podía ser un hombre duro, pero Will era peor—. Terminad la faena, y luego podréis comeros vuestra pitanza —añadió. Había cierto dejo de desdén en la forma en que lo dijo, como si la comida de los jornaleros fuese una cosa despreciable. Sal pensó que, al volver a la casa solariega, a Will sin duda lo aguardaría un buen rosbif con patatas, y seguramente una jarra de cerveza fuerte con que acompañarlo.
Tres de los hombres se agacharon de nuevo para seguir trabajando, pero el cuarto no lo hizo. Era Ike Clitheroe, el tío de Harry, un hombre de unos cincuenta años con la barba entreverada de canas.
—Es mejor no cargar en exceso el carro, señor Riddick.
—Déjame a mí la decisión de cargarlo demasiado o no.
—Con todo el respeto, señor —insistió Ike—, pero ese freno está ya muy gastado.
—No le pasa nada al maldito carro —dijo Will—. Lo que pasa es que queréis dejar de trabajar.
Quién es Ken Follett
♦ Nació en Gales en 1949.
♦ Publicó 38 libros, en su mayoría thrillers.
♦ Es uno de los autores vivos con más ventas; se estima que ha vendido alrededor de 160 millones de ejemplares de sus obras en todo el mundo. La saga de Los pilares de la tierra ronda los 50 millones.