Cándido López es uno de los pintores argentinos más famosos. Sus cuadros, fácilmente reconocibles gracias al formato característico que adoptó -en los que el largo superaba tres veces al ancho-, son célebres por ser los primeros en retratar la Guerra de la Triple Alianza, también conocida como Guerra del Paraguay.
Cuando estalló dicha guerra, López estaba por hacer un viaje a Europa con el fin de terminar de instruirse en la pintura. Pero su honor lo obligó a enrolarse en el ejército como teniente en el batallón de Infantería de San Nicolás. Una vez en el frente, el artista aprovechaba cada rato libre para pintar lo que veía y registrarlo en cuadros que mandaba a Buenos Aires para su venta.
Pero todo cambió durante la Batalla de Curupayty, en septiembre de 1866, cuando una granada le cercenó su mano derecha, con la que pintaba. Inmediatamente tuvo que pasar a retiro como inválido de guerra y, tras meses de convalecencia en Corrientes, volvió a San Nicolás para encontrarse con su esposa.
Pero esta no era Emilia Magallanes, la que aparece en los libros de historia como su única cónyuge. Antes de su segundo matrimonio, el pintor se había casado con Adriana Wilson, con quien tuvo dos hijas. Ella fue la que lo ayudó a recupuerarse y a aprender a pintar con la mano izquierda. Pero, hundido en la miseria, López la deja para casarse con Magallanes, de mejor posición.
Esta historia, así como todos sus misterios, detalles e intimidades, la cuenta el escritor argentino Enrique Parma, descendiente de Adriana Wilson, en su nuevo libro, El amante de la mano izquierda. Editada por Vestales, esta novela está contada como un rompecabezas que busca recomponer la historia de uno de los pintores más importantes de la Argentina.
Pero, a su vez, intenta responder a la pregunta de cómo unir los retazos de un hombre que se siente incompleto y de cómo puede sobrevivir un amor amputado por la distancia y la guerra.
Así empieza “El amante de la mano izquierda”
Sit tibi terra levis
Un hilo de luz había mantenido esta historia. Mis tías abuelas la llevaban bordada con los vestidos de su madre en roperos que nunca se abrían. Ciertas respuestas existen mucho antes de las preguntas que en apariencia les dan origen, están flotando por ahí, como los panaderos en un patio.
Los cuadros de Cándido López son tres veces más anchos que altos. Parece ser que ese formato le sirvió a Cándido no solo para pintar, sino para relatar sus historias. Frente a ellos uno tiene la impresión de quedar atrapado en las batallas, de participar de la marcha de los ejércitos.
Si yo fuera pintor y tuviera que recrear la primera vez que oí hablar de Cándido López y Adriana Wilson utilizaría esa forma apaisada para pintar mi relato en tres partes. En la primera, de izquierda a derecha, hay una clase en la escuela primaria donde un alumno se ufana de su prosapia frente a un compañero que se siente humillado. En la segunda, el humillado, en este caso yo, interroga a sus tías abuelas en busca de un antepasado ilustre. La tercera parte muestra a la tía Catalina contando la historia de Cándido López que se fue a la guerra del Paraguay, donde perdió la mano con la que pintaba. Ahí despunta Adriana Wilson, su mujer, que lo une a nuestra familia. En la parte superior de mi relato pintado reaparecemos todos flotando entre las nubes, como en los cuadros de Chagall.
Adriana Wilson era una prima de mi bisabuelo y, a pesar de ser una pariente un poco alejada, su condición de mujer de pintor famoso y la notoriedad de sus dos hijas –las primeras doctoras en Filosofía del país– emanaba, es de suponer, una bendición suficiente para protegerme de humillaciones.
Ahora, pienso que mis tías no soportaron el mal momento que su sobrino preferido venía de pasar en la escuela, entonces, Catalina se dijo que era hora de sacar ese as de la manga. También sospecho que, en ellas, debían de rondar las ganas de contar esos hechos; o sea que el orden de las escenas podría invertirse para trazar la historia de dos mujeres que buscaban evocar un pasado épico que las tocaba de refilón.
En el mundo de las tías, tan ordenado, aunque a la vez tan frágil, no cabían los excesos y las vanidades eran poco frecuentes. De ahí mi sorpresa cuando, muchos años después, leía en un libro de arte que Cándido López se había casado con Emilia Magallanes, de cuya unión habían nacido doce hijos. Ninguna línea de la biografía mencionaba la existencia de Adriana Wilson ni a las dos hijas filósofas. Pensé que pudiese ser un error, por eso busqué en otros libros y enciclopedias, pero encontré los mismos datos. Si Adriana Wilson no había sido, entonces, la mujer del pintor de batallas, yo, de buenas a primeras, quedaba despojado de prestigios e hidalguías. Intrigado y desarmado, para usar una palabra relacionada con las pinturas de Cándido López.
Para entonces las tías habían muerto, ya no podía interrogarlas, así que, para buscar alguna explicación, no me quedaba otra que volver a aquellas tardes en las que el final de mi niñez y el inicio de la adolescencia se afirmaban, entre otras cosas, por esas visitas que me permitía realizar sin la tutela de mis padres.
Catalina y Cecilia, respectivamente prima y hermana de mi abuela, vivían en la calle Neuquén, o “Neuquen, sin la tilde”, como ellas solían decir, nunca supe bien por qué. Tampoco le decían “supermercado” al Minimax que se había instalado frente al parque Rivadavia, Lezica para ellas, sino “autoservicio”. Para recorrer las ocho cuadras que me separaban de su casa nada mejor que caminar por Méndez de Andés hasta el hospital Durand y, después, sobre todo, por Eleodoro Lobos a la sombra de los plátanos. Ahí se alineaban viviendas modestas de reja y jardín de principios del siglo XX con los petit hôtel que habían hecho la reputación de Caballito. Yo anticipaba la ceremonia de nuestro encuentro, calculando que algunos secretos de esas fachadas indiferentes –pero que yo conocía tan bien– serían liberados en la merienda que me esperaba.
El fondo de la casa de las tías daba sobre las vías del Ferrocarril Sarmiento, en ese tramo muy profundas. Desde el segundo patio, donde había una enorme higuera, una escalera que llevaba al altillo permitía ver, en los márgenes de las vías, huertas y palmeras. La sala era muy oscura. Yo me sentaba frente a Catalina a quien observaba de perfil en un espejo. Había llegado a la vejez con un cuerpo abundante, tenía modales delicados y precisos que contrastaban con su digno volumen. Era la única persona a quien yo le había oído decir la palabra “imponderable”, que aparecía de tanto en tanto en su conversación como un cometa de cinco sílabas cuya trayectoria yo seguía fascinado.
En la casa de su niñez, su madre, es decir la hermana mayor de mi bisabuelo, la única nacida en Irlanda, antes de que la familia emigrara, había colgado un grabado oficial de la reina Victoria con la coronita del imperio –lo que revelaba que se sentían buenos súbditos británicos sin pizca de nacionalismo irlandés– y a mí me divertía superponer esa imagen con la suya.
Cecilia representaba la parte práctica del binomio. Nadie como ella a la hora del té: dulces, budines y tortas perpetúan su memoria. Tenía pómulos altos, marcados, que acompañaban a una risa intensa y franca. Estaba más conectada con el presente. Quería aparentar que los relatos de su prima le parecían un lujo accesorio. Con unos abuelos muertos en la epidemia de fiebre amarilla, y otros que habían dejado atrás la hambruna en Irlanda, el pasado podía haber sido para ella una página perfectamente olvidable.
Ese aparente desinterés, sin embargo, escondía la devoción, por eso Cecilia era la primera en corregir a Catalina cuando un error empañaba algún recuerdo. Su madre había muerto joven dejando una chorrera de hijos, y ella había sido criada por los tíos. Los retratos de los padres de Catalina: don Jorge, de barba frondosa, y otra Catalina de mirada transparente, vigilaban desde un rincón.
La vida les había reservado esa última casa que, por lo sencilla y severa, parecía anterior a todas las otras. Tenía algo de torre y proa de barco, asomada al campo a través de los trenes, vestigio de una época de quintas y jazmines. En mi imaginación el barrio había crecido alrededor de esos muros, y sus discretas dueñas respiraban el poderoso misterio del origen familiar.
El trato con mis tías exigía ciertas obligaciones de mi parte: mandados, algunas reparaciones caseras, la recolección de los higos en el mes de marzo y, tarea no menor, las visitas al cementerio británico para cambiar los manteles de la bóveda. Ese lugar, que era una prolongación del mundo metódico de las tías, nunca me resultó tétrico y sería muy importante en esta historia. Los manteles en cuestión, que ahora las tías lavaban y planchaban con esmero, habían sido bordados por ellas mismas en otra época. Esas telas blancas colocadas sobre cada ataúd eran el último gesto con sus mayores. Mortajas despojadas de dramatismo o, considerando que las dos tías eran solteras –a sus espaldas se hablaba de sus noviazgos malogrados–, ajuares que no llegaron a destino.
La bóveda era modesta con respecto a otras que ostentaban estatuas o cruces celtas, estaba semienterrada y sobresalía poco más de un metro. Para bajar por la escalera de barco había que hacerlo de espaldas, mirando hacia la puerta. Esa regla de oro, enunciada con el peligro de muerte, era repetida con insistencia por Cecilia, quien me acompañaba las primeras veces. Para retirar los manteles sucios de polvo bastaba tirar de un extremo y recogerlos con cuidado. Para colocar los nuevos yo había impuesto mi propio método que me daba tiempo de leer los nombres en las placas de bronce.
Muchos años después, me tocó la ingrata tarea de transformar esa bóveda en una gran tumba que pudiese recibir a las nuevas generaciones. Cuando tuve que diagramar las lápidas, recordé esos nombres que, en otra época, leía al voleo, pero, mientras los ordenaba y pensaba, no sin cierta culpa, que literalmente estaba enterrando a esos seres queridos, hubo un epitafio intruso que vino a mi memoria.
Hay imágenes que conservamos sin sentido aparente, como si por instinto las hubiésemos preservado para usarlas en el momento oportuno. La que se abrió paso fue la inscripción en latín de un sepulcro del museo arqueológico de León. La traducción del texto simple decía: “A los dioses manes, la esposa levantó piadosamente este monumento para Assato, que vivió veinticinco años. Que la tierra te sea ligera”. Más que por el deseo de una improbable nueva vida, fue la frase de esa joven romana reclamando piedad a la tierra que cubría a su amado lo que me llevó después a elegir esa fórmula, sit tibi terra levis, para que fuese tallada en la piedra.
Los primeros británicos de Buenos Aires, por no ser católicos, eran sepultados a orillas del río, en los bajos del Retiro. Aquellos ingleses habrán sentido sin duda la nostalgia del mar en el horizonte de pajonales y de aguas turbias frente al que elevaban las plegarias. Una marca de esa historia es el emplazamiento de su cementerio actual en el extremo más alejado de la Chacarita, junto con esa impresión de barco vacío que impregna la capilla. El camino central del Cementerio Británico se abre entre jacarandás y magnolias púrpuras. En el límite sombrío de los cipreses, muy cerca de un ángel de mármol sosteniendo una balanza, estaba la bóveda familiar. Cuando cumplí seis años mi padre me llevó allí por primera vez. Su madre había muerto días antes; yo no sabía muy bien con qué me iba a encontrar. El ataúd caoba de bordes suaves me hizo pensar en el chocolate.
En el extremo opuesto, está la tumba de Adriana Wilson de López. Recuerdo las instrucciones de tía Catalina para encontrarla: al fondo del cementerio, después de las grandes cruces celtas, a la sombra de los cipreses. Nunca terminé de fijar la ubicación exacta, por lo que, para llegar, siempre tengo que perderme antes como si esa lápida jugara conmigo, escondiéndose cada vez que la busco.
Sobre el granito gris, junto al nombre de Adriana, se inscriben los de sus dos hijas, el de su yerno y el de su única nieta. Cándido no las acompaña en la morada final.
Muchas veces me pregunté dónde se refugia el pasado que no conocemos. En uno de mis viajes a Venecia, por ejemplo, encontré, hace unos años, los restos de un pasado a punto de perderse. Caminaba sin rumbo por el barrio del Arsenal, cerca de San Francesco della Vigna. Era un domingo soleado y caluroso de agosto sin nadie en las calles, con esa calma que se produce a la hora de la siesta. Había pasado dos días en la bienal y quería recuperar la Venecia auténtica, o lo que queda de ella, en un sector desechado por los turistas. Digamos que salía del Campo de le Gate por un pasaje angosto que termina en un canal.
Sobre uno de los escalones que tocan el agua había una caja de cartón que parecía haber sido dejada poco antes. Los venecianos siempre advierten que el musgo verdoso sobre la piedra mojada es seguro preludio de caída. Quien abandonó esa caja había elegido el primer escalón en el que la piedra blanca de Istria estaba caliente y seca. Me senté para poder ver mejor. En su interior, había un libro en cuya tapa muy gastada se leía “Ricordi e pensieri”, una especie de diario personal con una partida de nacimiento de 1913.
En el libro, debajo de breves pensamientos de escritores italianos, Milena, así se llamaba la dueña, había anotado con frases cortas algunos momentos importantes de su vida. Los años de liceo y el amor, el casamiento durante el fascismo, la llegada de los hijos y el fin de la guerra se sucedían en la tinta oscura de una escritura prolija.
Imaginé la habitación donde había muerto la anciana; ese libro sobre la mesita de luz como un amuleto. En todo caso, una extraña piedad había impedido la destrucción de esos papeles amarillos. Ahora era mi turno de intervenir ante las fuerzas que reclamaban la disolución definitiva. Como en los cuentos de hadas, un encuentro fortuito exige el gesto que puede condenar o ser fuente de prebendas en el futuro. El sonido de unas campanas me trajo a la realidad. Guardé el libro con la partida de nacimiento en mis bolsillos y dejé la caja flotando sobre el agua del canal.
* * *
Cuando Cecilia falleció –Catalina ya lo había hecho muchos años antes, por lo que su prima había podido cerrarle los ojos–, yo ya vivía en Francia. Sus pertenencias se dispersaron miserablemente. La repartija me reservó en el fondo de otra caja como la de Venecia, algunas fotografías, el prendedor de monedas de plata de la tía Adriana y su historia sin resolver.
Un día, reordenando papeles, me tropecé con el viejo diario de Milena. Una línea leída al azar pareció ser la primera prebenda de esas hojas medio descosidas.
Poi, dietro ai sensi
vedi che la ragione ha corti le ali.
Dante Alighieri. La divina comedia. “Paraíso”, “Canto Segundo”.
“La pobre razón ni sospecha
las vueltas que tiene la vida”.