“Yo recién había cumplido los 4 años. Mamá tenía 20 y estaba fraccionando y envolviendo la cocaína en unos rectángulos de papel glasé (…) Aprovechando la puerta abierta me escapé (…) y caí en una cloaca, de un par de metros de profundidad, sin tapa (…) Fui hundiéndome y ahogándome hasta que una mano me agarró de los pelos y me sacó. (…) Tuvo que meter la cabeza en la mierda y luchar a ciegas en la líquida oscuridad para encontrarme”.
Así comienza El niño resentido, de César González. Inquietante, desgarrador. Te noquea en el primer round. Por esas cosas del azar, el “niño resentido” nació en una villa al oeste del conurbano bonaerense, a pocos kilómetros de la Ciudad de Buenos Aires, “donde la desesperación por la pobreza hizo florecer una rica tradición delictiva”, de la cual el autor formó parte hasta que terminó preso. Algo que le salvó la vida. Pero para eso falta.
Le tocó en suerte una mamá de 16 años, adicta y delincuente, un papá linyera, “borracho interminable”, y una abuela, la Genoveva, a quien le debe su capacidad de leer a los 4 años porque le hacía estudiar la Biblia. Dice que por eso terminó creyendo “firmemente en Dios” y en ella, y que, por lo tanto, aceptó sin chistar su vida miserable. Vida que, con el correr de los años, terminó odiando tanto como odiaba a los que tenían lo que él no podía tener.
“Odiaba mi pobreza, nuestra casa tan miserable. (…) Lentamente en mí crecía el odio hacia todo ser humano que no compartiera nuestras paupérrimas condiciones de vida. No tenían que ser millonarios, como el patrón de mi abuela, con que tuvieran una casa de material, un auto y una familia normal alcanzaba para provocarme una envidia lasciva”. Una bomba de tiempo donde el hecho de salir a robar significaba, al menos, su “minúscula revancha”.
A medida que avanza la historia -editada por Reservoir Books- las cosas se van poniendo más feas. De mal en peor. Empiezan los robos a mano armada, las heridas de bala, las terapias intensivas en el Hospital Posadas, el respirador, el consumo desenfrenado de pastillas, cocaína, porro o lo que fuera, y la muerte que merodeaba, impaciente. Solo era cuestión de esperar.
“¿Por qué algunos tuvieron todo y yo no tuve nada? ¿Quién explicaba las razones de esa desigualdad obscena? Preguntas que no encontraban respuestas. Al menos para un pobre chico, que no conocía otra cosa que ese infierno en el que estaba embarrado hasta el cuello”.
César González no se sentía parte del mundo y estaba dispuesto a morir por eso, pero antes intentaría –de una forma u otra- conseguir algo que maquillara su pobreza, esa que lo quemaba por dentro y por fuera.
“El precio de esa ficción de sentirnos los reyes (del delito) era el de morir muy jóvenes, y yo podía pagarlo. (…) Durante esos días en que le di tregua a mi cuerpo (acababa de salir del hospital por herida de bala) fui hasta el ropero y miré con orgullo toda la ropa que me había podido comprar (producto de los robos). Eran un dulce consuelo, un parche para mi resentimiento”.
Pero, como todo en la vida, nada es suficiente para saciar la bronca, el desamparo, el desamor, las cero chances de salir del pozo. Nada. Ni siquiera todas las zapatillas del mundo o los relojes de marca o las cadenas de oro. Ni la Biblia de “la Genoveva” podía salvarlo.
Todo su deseo estaba puesto “en brillar”, escribe. En salir de la pobreza. Pero a las patadas. Robó sin parar, a punta de pistola y sin piedad. Era tan solo un nene y ya había vivido más vidas que todos los habitantes de la villa juntos. Con solo 13 o 14 años robaba motos, autos, camionetas, casas con o sin personas dentro. Casi siempre drogado o bajo el efecto de alguna sustancia que pudiera darle el valor para seguir camino al desastre más esperado.
Aquel niño que fue salvado de morir ahogado en una asquerosa cloaca sin tapa ahora estaba dispuesto a matar o morir. Hacía todo lo posible, pero sin suerte. Hasta que un día algo pasó y su “frenética, alocada, vertiginosa e infernal vida delictiva” terminó.
Una madrugada y después de haber secuestrado a un turista brasileño y pedir rescate, el Grupo Especial de Operaciones Federales (GEOF) entró a los golpes en su casa de la villa Carlos Gardel y fue encarcelado por secuestro extorsivo y qué sé yo cuántas cosas más. Eso lo salvó. Así como se los cuento.
Estuvo encerrado en un penal, de los 16 a los 21 años. La privación de la libertad abrió una puerta de salida a otro mundo. Al de la literatura y el arte. Y así construyó su ruta de escape a la muerte. Fue con cada libro que escribió y con cada película que realizó que logró transformarse y cambiar su suerte que parecía echada, pero no.
El niño resentido es una historia real, urgente e imprescindible. Nos interpela. Nos muele a palos, como a él. Que ese niño/adolescente desquiciado pudiera salir del callejón de la muerte, se parece mucho a un imposible. Pero el destino siempre tiene guardada la última carta y el protagonista de esta locura decidió tomarla. Es la historia de alguien roto, que se desnuda, que se expone en carne viva. Se confiesa hasta la última palabra. Podría ser un callejón sin salida. Pero no.
El niño resentido es una invitación a mirar a través de los vidrios polarizados. Porque hay otra vida más allá de acá. Aunque no la veas. Y aunque no la quieras.