Gonzalo Aziz: “La grieta siempre fue funcional, se puede cambiar pensando en qué país queremos”

En su libro “La gestión del diálogo” el periodista compara la experiencia argentina con las de países desarrollados y traza una propuesta para salir adelante. Qué hay que hacer y cómo. Y por qué cooperar funciona.

Gonzalo Aziz y "La gestión del diálogo".

Sustituir la grieta por el diálogo y el constante cambio de rumbo de las dirigencias por políticas de Estado sólidas. Esas dos premisas atraviesan el libro La gestión del diálogo del periodista político Gonzalo Aziz. El texto es el resultado del estudio de experiencias en países desarrollados, especialmente Reino Unido y Estados Unidos, y además constituye una guía para las relaciones personales e institucionales que ocupan espacios de representatividad en la sociedad.

¿Quién se anima a invertir en un país cuando las reglas de juego cambian constantemente? ¿Cómo impacta la falta de seguridad jurídica? Estas son algunas de las preguntas disparadoras de este primer libro de Aziz, que está basado en la tesis que realizó como cierre de un Máster en Política. La obra cuenta con prólogos de los politólogos Andrés Malamud y Juan Manuel Abal Medina y con la colaboración de la Universidad Austral y de la Sociedad Argentina de Análisis Político (SAAP).

Frente a una realidad nacional compleja, donde las reglas de juego se modifican con los cambios de gestión, y muchas veces dentro de una misma gestión, el autor postula que la construcción de un país, provincia o ciudad exitosos depende de la existencia de políticas públicas sólidas y que perduren en el tiempo. Y para alcanzar este objetivo es fundamental involucrar a una amplia gama de actores, a partir de relaciones cimentadas en la confianza y el consenso

Enojo. Manifestaciones políticas apasionadas. REUTERS/Cristina Sille

En diálogo con Infobae Leamos, Aziz respondió a algunas preguntas sobre su obra.

-En La gestión del diálogo usted plantea la necesidad de generar un profundo cambio cultural para superar la polarización. ¿Cómo se trabaja ese cambio?

-Ese cambio se trabaja, ante todo, pensando en qué país queremos. ¿Queremos un país con más de 40 por ciento de pobres, con una inflación anual de 140 por ciento? ¿O queremos un país con bienestar y desarrollo? Bueno, los países se desarrollan si y sólo si cuentan con una plataforma sólida de políticas públicas que trasciendan en el tiempo, independientemente de quién gobierne. Eso hace que las reglas de juego sean estables. Eso hace que un país sea atractivo a la inversión privada, único camino a la creación de trabajo genuino, al bienestar y al desarrollo. En la base de ese proceso virtuoso está la vocación de diálogo. Gestionar el diálogo es una manera de promover el desarrollo. Una vez que comprendemos aquello, la sola toma de conciencia se convierte en un motor que empuja. A eso es preciso ponerle sistematicidad, estrategia, formalidad y profesionalismo.

-¿Cómo?

-El Estado, circunstancialmente en manos de un gobierno, debe tomar la iniciativa generando espacios de encuentro con todos los actores de poder en el escenario público, empezando por la oposición política. Empresas, sindicatos, movimientos sociales, cámaras, asociaciones, etcétera. Es fundamental que los actores afectados, interesados o involucrados en la vida pública participen de la confección de las políticas destinadas a resolver los problemas que castigan a la sociedad. La repetición sistemática de la práctica y -sobre todo- la muestra concreta de resultados positivos contribuirá a ir generando concientización sobre los beneficios de vivir con diálogo reporta. Pongámoslo en práctica: si un gobierno X desea promover una reforma tributaria y al hacerlo invita a su oposición a debatir los principales aspectos de la misma los acuerdos alcanzados trascenderán en el tiempo porque la política alcanzada será propiedad de ambos. Así ocurren las cosas en los países desarrollados. Hay acuerdos básicos fruto del diálogo intersectorial que no se tocan.

-Si la grieta es parte del ADN de Argentina, ¿es posible erradicarla?

-Claro que sí. Es preciso para eso generar conciencia de todas las tragedias que la grieta ha generado: inflación, pobreza, analfabetismo, déficit habitacional, etcétera. No hay que subestimar al pueblo. La clase dirigente tiene la obligación de promover este cambio cultural.

-¿Cree que la grieta puede haber resultado funcional a la política de los últimos años?

-La grieta ha sido funcional siempre. En los últimos años este fenómeno se ha acentuado. Daniel Kahnemann, prestigioso psicólogo y Nobel de economía, en su libro Pensar rápido, pensar despacio explica que el cerebro humano es un órgano perezoso y suele actuar con lo que él llama “sistema 1″, basado en la reacción y no en la reflexión. El “sistema 2″, que es el que reflexiona, consume muchas más calorías. Es así que nos resulta más económico ratificar sesgos y cancelar a quien piensa distinto. Aceptar al otro diferente, escucharlo, pensar cómo podemos trabajar juntos y mejorar en base a nuestras diferencias es un trabajo más arduo. Es necesario generar conciencia popular sobre los grandes beneficios que el encuentro con el otro reporta.

El periodista político Gonzalo Aziz.

-¿Por qué tomó como ejemplo la situación en Inglaterra y Estados Unidos? ¿Qué tuvo de particular el proceso en esos países?

-Son países que gestionan public affairs en el seno de sus gobiernos. Londres tiene una oficina (simil ministerio) de Asuntos Públicos en el gabinete del Alcalde (Major), destinada a gestionar las relaciones entre el gobierno y todos los actores de poder en el escenario público: la oposición, los empresarios, los sindicatos, etcétera. La misión de quien la encabeza es tender lazos de confianza con los actores para lograr cooperación en las acciones de gobierno, en la redacción de los proyectos de ley, etcétera. Así, en Londres hay una plataforma de políticas públicas consensuadas entre los espacios políticos que se mantienen a lo largo de los años. Eso es un tremendo aporte de estabilidad que seduce a la inversión privada.

-Señala que, entre 1938 y 2018, el promedio de duración de un ministro de Economía fue de 1,3 años y el de un Ministro de Trabajo de 1,9 años. ¿Los ministros funcionan como fusibles de los cambios de rumbo que fracasan?

-Los ministros en la Argentina suelen ser la marca de un lineamiento de política pública. Cavallo fue la marca de la convertibilidad y la estabilización post hiperinflación. Lavagna fue la marca de la recuperación económica post crisis 2001. ¿Qué quiero decir? Que cuando cambian los ministros es porque suelen modificarse los direccionamientos de la política pública. Que un ministro dure poco en su cargo y lo cambien es una muestra de inestabilidad. Y más. Al tratarse de cambios dentro de un mismo gobierno vemos con claridad que la inestabilidad de la política pública no espera a los cambios de gobierno.

Macri y Cristina Kirchner, un momento de la grieta. (Marcelo Capece)

-¿Qué responsabilidad le cabe al Congreso en la ausencia de políticas públicas?

-Mucha. El Congreso debería ser -como mínimo- un espacio de debate permanente de las decisiones que toma el gobierno. Y -como máximo- un veto que incida en la política pública. Pero durante muchos años ha sido una escribanía del Poder Ejecutivo. Eso no es responsabilidad de todos. No hay que generalizar. Pero en los hechos lo ha sido.

-Si bien plantea que en Argentina prevalece la grieta y no el diálogo, ¿Cuál considera que fue el Gobierno que más se acercó al objetivo de delinear políticas públicas?

-No hubo un gobierno que acabadamente haya buscado este cambio cultural. Lo que sí hubo fueron momentos aislados en los que él diálogo político logró consolidarse en base a necesidades puntuales. Pienso en los primeros años del gobierno de Alfonsín, cuando la plena conciencia del “Nunca Más” llevó a la dirigencia a embanderarse en una misma causa. O en el gobierno del Senador Eduardo Duhalde llamando a la unidad nacional tras la crisis de 2001. Pero fijate que ha sido siempre fruto de una necesidad crítica. Superada esa crisis volvieron las diferencias.

Raúl Alfonsín. Un momento de unidad.

-¿Qué diferencia considera que habría en la gestión de un diálogo público si el próximo presidente es Massa o Milei?

-En caso de Milei debo decir que él mismo se ha encargado de propinar críticas irreversibles sobre casi toda la clase dirigente: “casta política”, “empresarios prebendarios”, “Juntos por el Cargo”, “montonera tirabombas”, “viejos meados”, etcétera. ¿Hay voluntad de diálogo con ese nivel de agresividad? Es cierto, sí, que Guillermo Francos (eventual ministro del Interior si Milei es presidente) es un promotor del diálogo intersectorial. Pero Argentina es un país ultrapresidencialista. Habría que ver si un ministro puede torcer el espíritu de un presidente. Massa, es cierto, ha hecho de la “ancha avenida del medio” una bandera. También es cierto que es amigo personal de muchísimos de sus adversarios políticos y eso facilita el diálogo. La pregunta es: ¿con mucho kirchnerismo duro dentro de un eventual gobierno suyo podrá llevar a cabo ese “gobierno de unidad nacional” más allá de la expresión verbal? Yo lo veo difícil. Pero no imposible. Creo que será la oposición moderada la que deberá, con astucia y creatividad, exhortar al próximo gobierno a convertirse en una gestión plural y participativa.

“La gestión del diálogo” (Fragmentos)

La gestión del diálogo es, ante todo, una propuesta política profesional que pretende colaborar con un cambio cultural que Argentina y muchos otros países requieren de manera urgente para resolver un problema de fondo que impide el acceso al desarrollo. Me refiero concretamente a la inexistencia de una plataforma sólida de políticas públicas, que ofrezca soluciones a los problemas de la sociedad y que sea capaz de trascender en el tiempo, sin importar quién gobierne. Hablo de políticas de consenso y políticas de Estado que promuevan estabilidad, atractivo a la inversión productiva, movilidad social ascendente, bien común y desarrollo.

Entendiendo el “desarrollo” no solo como un mero concepto compuesto por indicadores económicos, sino como un estado de bienestar general más ligado a lo que llamamos “la dignidad del ser humano”, se puede afirmar sin miedo a equivocarse que la Argentina atraviesa una situación histórica de carencias que afectan a una enorme masa de su población, condenando a millones de personas a la pobreza en todas sus manifestaciones.

La pregunta inicial de este libro, inspirado en mi tesis de Maestría en Políticas Públicas (Universidad Austral, Argentina), pasa por dos cuestiones: ¿qué ocurre en Argentina?, y ¿por qué?

Cambiemos. Un nombre que sintetizaba un programa.

Básicamente, lo que planteo desde el comienzo es la elaboración de un diagnóstico general: Argentina es un país que —salvo algunas excepciones— no cuenta con una base de políticas consensuadas capaces de perdurar en el tiempo. Por esa razón, y a través de los cambios de gestión, el país experimentó vaivenes constantes, sometiendo así a las personas y organizaciones a un estado de inestabilidad cuasi permanente que genera cambio de reglas de juego, inseguridad jurídica e imprevisibilidad. En consecuencia: un escenario poco atractivo para la inversión del privado que es —en todo el mundo— el único sector con capacidad de crear trabajo genuino y, en consecuencia, ascenso social y mejora de la calidad de vida de las personas.

Basta con observar los datos de la macroeconomía en distintos períodos abarcados por gobiernos de diverso color político para advertir cómo los indicadores evidencian un problema de fondo. Elegí —a modo de ejemplo— una década comprendida por dos gestiones cuasi antagónicas: 2010-2019, es decir, el último año de la primera presidencia de Cristina Fernández de Kirchner (Frente para la Victoria), la segunda completa y la presidencia de Mauricio Macri (Cambiemos). Nótese que el nombre de la alianza que llevó a Macri a vencer al kirchnerismo sintetiza en una palabra la necesidad de cambiar de cuajo algo preexistente.

Veamos qué dicen los datos de la macro en ese período de 10 años:

Inflación promedio: 33 % anual

Tasa de crecimiento del PIB per cápita: 0,2 % anual

Inversión privada promedio, con relación al PIB: 17,1 %

Tasa de desempleo promedio: 7,9 % (es relativa ya que toma como “empleados” a quienes están buscando un empleo)

Pobreza promedio: 29,3 % anual

Pobreza. Una persona durmiendo en la calle en Buenos Aires, septiembre de 2023. (AP Foto/Natacha Pisarenko)

Todos las variables evidencian que el problema es grave. Más aún, como suele escucharse en la lengua popular: “no hay peor ciego que el que no quiere ver”. La respuesta de muchos dirigentes responsables durante la gestión pública es: “Pasa en muchos lugares, sobre todo en la región”. Para echar por tierra ese pobre argumento basta con ver qué ha ocurrido en otros países con el indicador central del análisis macroeconómico: el crecimiento del PIB per cápita (tasa real) durante un período prolongado (1978—2018):

Veo con desazón —y lo expreso con el más absoluto de los respetos— cómo países que no cuentan con la cantidad ni con la variedad de recursos con los que ha contado y cuenta Argentina han logrado expandir sus PIB per cápita mucho más, generando condiciones socioeconómicas más amigables para con sus pueblos.

Ya respondimos al qué nos pasa. Ahora vayamos al porqué. La hipótesis que presento desde el arranque de este libro plantea que la Argentina es un país cuya cultura política ostenta altos niveles de confrontación que impiden que quienes habitamos este país alcancemos acuerdos básicos para definir un rumbo consensuado por una mayoría. Lo interesante (y preocupante) es que este componente confrontativo que nos define existe en nuestro ADN desde que decidimos independizarnos de España y construir un Estado nación

No es el objetivo de esta obra hacer un análisis sociológico al respecto, pero con una simple mirada a nuestra historia observamos cómo siempre definimos nuestro destino de país en base a clivajes. A principios del siglo XIX la lucha fue entre quienes querían la independencia y quienes querían seguir ligados a la “madre patria”. Luego, conseguida la independencia, la lucha fue por el formato político de país: federal o unitario. Y por un modelo económico: proteccionismo o libre cambio. Y por una estructura cultural: popular o aristocrática. Todo planteado en términos blanco/negro. Todo resuelto a sangre y fuego.

Más adelante fue el tiempo de los radicales y los peronistas, de los “compañeros” y los “gorilas”, de los leales y los traidores. Y tantos antagonismos más. Incluso, durante décadas, llevamos esta manera de relacionarnos a otros mundos menos ligados a la política, como es el caso del fútbol, donde las diferencias entre hinchas de distintos equipos provocaron confrontaciones tan banales como inexplicables, derivadas muchas veces en acontecimientos de violencia extrema con consecuencias fatales. Incomprensible.

Perón y Balbín, dos líderes opuestos.

Lo cierto es que históricamente definimos subjetividades —más que por propias cualidades— por oposición a un “otro” antagónico. La teoría de Carl Schmitt —y su posterior relectura evolutiva elaborada por Chantal Mouffe— aplicada a la construcción de la cultura política argentina, promotora de antagonismos históricos.

En el ámbito político esta cultura de relacionamiento de corte confrontativo ha llevado al país a experimentar una tendencia pendular: gobierno que llega, gobierno que destruye todo lo que hizo el anterior. Así, entre gobierno y gobierno cambian la política fiscal, la política tributaria, la política exterior, la política previsional, la política social. Así como el abordaje de las cuestiones relacionadas con el régimen de contratación laboral, con la justicia penal, etcétera. Es decir que de gestión a gestión se modifican los pilares que sostienen el rumbo del país, de las provincias y de las ciudades.

Para peor, en muchos casos, no hay que esperar a que cambien los gobiernos para que varíen las reglas de juego. Las modificaciones de rumbo se dan aún dentro de una misma gestión. Está claro que la evaluación de las políticas públicas debe ser permanente y que eso supone muchas veces modificar el rumbo de las cosas. Pero el problema ocurre cuando los cambios de rumbo dejan de ser la excepción para convertirse en la regla. Evidencia de esto es el índice de durabilidad de los ministros a lo largo de las gestiones. Entre 1938 y 2018 la duración promedio fue:

Ministro de Economía: 1,3 años

Ministro de Defensa: 1,7 años

Ministro de Salud y Acción Social: 1,8 años

Ministro del Interior: 1,9 años

Ministro de Educación: 1,9 años

Ministro de Trabajo: 1,9 años

Ministro de Relaciones Exteriores: 2,3 años

Ministro de Justicia: 2,3 años

El recambio de ministros de cartera es indicador de modificación de la política pública del área en cuestión. Ergo, más/menos un cambio de rumbo.

La pregunta es: con semejante nivel de inestabilidad, ¿quién se vería incentivado a invertir su capital en un país así?

Vayamos a un ejemplo simple. Hay un fabricante de un producto X. Hay un “gobierno A” que fomenta ese rubro generándole baja de impuestos, otorgándole subsidios, impulsando una ley en Congreso para incentivar la producción, promoviendo centros de formación de trabajadores especializados. Cuatro años después aparece un “gobierno B” que, por el contrario, le pone un impuesto extraordinario, le quita los subsidios y cierra los centros de formación profesional. Eso, lógicamente, provoca un daño a la inversión hecha y desincentiva su continuidad, generando un impacto negativo en el sostenimiento de las fuentes de trabajo existentes y desalentando la creación de nuevas vacantes.

Dicho esto, ¿acaso no sería mejor que las reglas de juego se mantuvieran en el tiempo más allá de los gobiernos? La respuesta es obvia.

Siguiendo con la hipótesis inicial entendemos que:

un país se desarrolla si y sólo si tiene una plataforma sólida de políticas de consenso y de Estado;

que estas políticas de consenso se configuran si y solo si estas trascienden a los gobiernos de turno;

que esto ocurre si y sólo si, durante la formulación e implementación de las políticas públicas (y en búsqueda permanente de consensos), se convoca a participar a la mayor cantidad posible de actores afectados, involucrados e interesados en las mismas (opositores políticos, adversarios, especialistas, ciudadanos de a pie, etcétera);

que esto solo ocurre si y sólo si existe entre aquellos una relación sólida y perdurable.

Nuestra historia evidencia, salvo en situaciones muy puntuales, una falta de vocación de convocatoria a los actores involucrados/interesados/afectados en las problemáticas que aquejan a nuestra sociedad. El ego y la necesidad de protagonismo lleva a los gobiernos a producir sus políticas en absoluta soledad, sin compartir la autoría de estas con otros, mucho menos con sus adversarios políticos.

Algunas iniciativas, es cierto, pasan por el Congreso de la Nación, pero allí la estadística indica que los oficialismos cuentan, en el mejor de los casos, con mayorías capaces de sancionar sin debate o, en el peor, con herramientas de poder capaces de influir en la oposición para que acompañe sin mayores cambios (recursos para las provincias, etcétera).

Por otra parte, tampoco hay vocación de convocatoria en las demás fases de política pública, como lo son la implementación y la evaluación. Ejemplos de esto son los organismos plurales colegiados de control que —salvo algunas excepciones— no reportan beneficios al Estado, pues no cumplen con las funciones institucionales para las cuales fueron creados. Tal es el caso de las comisiones bicamerales de seguimiento del Congreso de la Nación, que no solo no auditan las cuestiones para las que fueron conformadas, sino que —para peor— prácticamente no se reúnen.

Está claro que en Argentina no se propician —de manera eficiente ni eficaz— espacios plurales e institucionales de relacionamiento entre los actores de poder que promuevan vínculos capaces de generar acuerdos elementales para la vida pública, llevando soluciones concretas a los problemas concretos que padecen a diario millones de personas.

En definitiva, el relacionamiento político-dirigencial en la Argentina no se desarrolla de manera institucionalizada, estratégica ni sistemática. Existen funcionarios y dependencias de Estado que trabajan en el tejido de vínculos, pero lo hacen de manera independiente e informal, por fuera de la estructura de la administración pública. No hay una política pública estratégica en este rubro.

El resultado es lapidario: no nos damos tiempo ni espacio para debatir temas elementales para la vida del país tales como:

Una nueva ley de coparticipación federal (pendiente desde la Reforma Constitucional de 1994) que haga que los gobiernos provinciales no deban mendigar recursos del gobierno central.

Una reforma del sistema de contratación laboral atractivo a la inversión productiva que genere empleo genuino.

Una reforma del Régimen Penal Juvenil que ponga a la Argentina en sintonía con la región y con el mundo, ofreciendo una respuesta concreta a una sociedad que experimenta situaciones traumáticas irreversibles.

La gestión del diálogo es —entonces— una propuesta que pretende colaborar en la tarea de revertir este estado de cosas, produciendo una política pública de Asuntos Públicos en la órbita del Estado (en cualquiera de sus tres niveles), entendiendo que dicha tarea conforma una práctica formal capaz de promover el relacionamiento estratégico y sistemático entre actores de poder. Actores con distintos intereses y objetivos. Actores necesarios para resolver problemas tan profundos como cotidianos. Actores necesarios para promover el bien común y el desarrollo.

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