Entre las novedades más recientes del mercado español, un libro llama la atención por su título sutil; en las mesas de exhibición de las librerías resalta, además, por su portada. Polvo en los zapatos es la obra más reciente del escritor español Manuel Moyano, publicada por el sello Menoscuarto Ediciones.
La obra inicia con una cita de Claudio Magris que compara la literatura con un buitre, señalando que puede alimentarse de todo. Esta metáfora refleja la capacidad única de la literatura de absorber la vida cotidiana y transformarla en una experiencia narrativa. Después, viene algo que es más parecido a un diario, cuyas páginas aparecieron publicadas por entregas durante dos años en el periódico La Opinión. Aquí, paseos en bicicleta, viajes, encuentros con escritores, pérdida de seres queridos, lecturas, películas, conciertos, reflexiones sobre la escritura, recuerdos.
Polvo en los zapatos aterriza la idea de que todo episodio, por más mundano que sea, tiene potencial de ser explotado literariamente. No todo tema es literatura, pero sí todos los temas pueden literaturizarse, por decirlo de algún modo.
A lo largo de este diario, Moyano rememora las visitas al jardín de Bomarzo, a Auswichtz, a la casa de Josep Pla en Barcelona, a un festival erótico o a la comarca del Matarraña; encuentros con Manuel Vicent, Michel Houellebecq o Ray Loriga; un concierto de Bob Dylan o una tarde de copas con Ángel Montiel.
El autor no se muestra a sí mismo en estas páginas, y allí reside uno de los aciertos en su escritura. Revela lo que quiere que los lectores sepan de él. Cada entrada de su diario se convierte en una pequeña obra maestra sobre la vida, toda encapsulada en unas páginas. Desde anécdotas inusuales en Marrakech hasta reflexiones posteriores a la película ‘La La Land’, Moyano demuestra su destreza en la narración, encontrando significado en los detalles más pequeños de la vida.
La literatura y la vida como una sola entidad
Moyano es un apasionado lector, y su diario refleja su profundo amor por la literatura. A lo largo de las páginas, menciona una amplia gama de autores y libros, entrelazando su realidad literaria con su vida cotidiana: Cunqueiro y Perucho, Vila-Matas y Walter Benjamin, Epicteto, a quien trae a cuento para hablar sobre la muerte de su padre. Moyano no teme a la muerte y la narra con una serenidad que provoca reflexiones profundas en los lectores. Esta actitud filosófica hacia la muerte se integra con su visión de la vida cotidiana, mostrando cómo la literatura y la filosofía pueden arrojar luz sobre los aspectos más oscuros de la existencia.
El autor nos invita a explorar la vida cotidiana a través de una lente literaria, revelando la belleza y profundidad que a menudo pasan desapercibidas. Moyano demuestra una vez más su habilidad como escritor, ofreciendo a los lectores una experiencia literaria inolvidable. Lo excepcional y lo cotidiano conviven en el crisol donde se fraguan nuestras vidas.
Sobre el autor: Manuel Moyano
♦ Vivió su infancia y adolescencia en Barcelona y reside en Molina de Segura (Murcia).
♦ Como novelista ha publicado El imperio de Yegorov (Finalista del Premio Herralde y Premio Celsius en la Semana Negra de Gijón), La coartada del diablo (Premio Tristana), La agenda negra, El abismo verde y La hipótesis Saint-Germain (Premio Carolina Coronado). Muestras de su narrativa breve son El amigo de Kafka (Premio Tigre Juan), El oro celeste, El experimento Wolberg y los microrrelatos de Teatro de ceniza. De su obra de no ficción destacan Dietario mágico, El lobo de Periago o Mamíferos que escriben.
♦ Es autor de tres libros de viajes: Travesía americana, Cuadernos de tierra y el reciente La frontera interior, periplo por Sierra Morena que obtuvo el Premio Eurostars de Narrativa de Viajes. Ha sido traducido al neerlandés y al italiano.
Así empieza “Polvo en los zapatos”
Al releer el copioso diario de Manuel Moyano para escribir esta nota de lectura que hará de prólogo, me he acordado de una frase de Jean-François Fogel aplicada al antipático y muy viajado Paul Morand: siempre tiene que haber alguien en movimiento para pervertir a los que están en reposo. Por mi parte, a esa labor de zapa corruptora que se produciría entre escritores y lectores, o espectadores y viajeros extremos —pienso en los navegantes solitarios, como Kersauson y sus proezas marítimas, o «viciosos», como el gran Javier Reverte y su voluntad infatigable de recorrer el globo—; por mi parte, digo, añadiría a los sedentarios y a los perezosos de mirada, a los inapetentes y a los distraídos.
El movimiento y el reposo no tienen que ser por fuerza físicos. Del daño del turismo masivo habrá que hablar en otra parte. Lo digo porque el autor de Polvo en los zapatos demuestra en su diario de esos años 2018-2020, que considero demoledores, un apetito vital contagioso y sin duda envidiable que, a mi modo de ver, se acomoda con fortuna a ese propósito literario de la incitación y el espabile. No es poca la literatura que nos ha convertido en soñadores y nos ha echado cuando hemos podido a los caminos, a los de lejos y, como Moyano, a los de cerca —tan a menudo desdeñados—, o simplemente a la lectura como salvavidas de naufragios varios.
Si escribir un diario nos acaba diciendo, tiempo después, no ya quiénes somos, sino en quiénes o en qué nos hemos convertido (Guido Finzi), leerlo también; en mi opinión, claro. Un diario como el de Moyano es, en ese sentido, un raro espejo, no siempre amable, pues si nuestras nadas poco difieren (Borges), lo que podamos o no hacer en la medida de nuestras posibilidades, desde esas nadas, sí difiere, y mucho. Quien lea con detenimiento estas páginas se dará cuenta de lo que digo: cuánto tiempo perdemos normalmente a sabiendas de que este no sobra. Apetito vital y ojos de pájaro los suyos, como reclamaba Chesterton para reparar en el detalle y capturarlo para llevarlo a los papeles, primero periódicos (para el olvido de las hemerotecas), luego en libro (para la memoria libresca).
No sé si la envidiable vitalidad que demuestra Manuel Moyano se debe a que su diario estaba destinado a ser publicado en un periódico. Algo que sé, por lejana experiencia, que fuerza la escritura para hacerla compartible, inteligible y sobre todo atractiva. El lector, o ciertos lectores, no están para que les des la murga con borrascas u oscuridades, y cada día menos. Pura vida, decía el grupo Marea. En todo caso, mal se puede impostar la vida que no se tiene o la mirada que no sabe posarse en las cosas del mundo en torno, o la curiosidad por lo en apariencia menor —en este caso y para mí un país de Levante que desconozco por completo—, porque eso se tiene o no se tiene, y si no se tiene y se simula, el resultado atufa a impostura, a representación pretenciosa de sainete, y de qué modo, algo que no sucede con estos pasos dados con una envidiable (insisto) intensidad.
Un mundo, el de Manuel Moyano, vital y literario, rico en referencias sociales, literarias, gastronómicas de casas de comidas populares al paso (le alabo el gusto), de viajes nacionales y viajes extraordinarios, de muchas lecturas, de asuntos personales y familiares también, que hacen del personaje puesto en escena —todo diario publicado lo es por muy privado que quiera ser— alguien cercano.
No conozco en persona a Manuel Moyano, aunque sí he leído su viaje por los caminos de Sierra Morena, libro que me envió su autor, no sé si creyendo que soy un infatigable caminante, cuando en realidad no paso de paseante cojitranco. El libro me gustó, como me ha deleitado este, pese a que su mundo tenga poco que ver con el mío y desconozca no ya los paisajes que describe, algo de verdad importante en nuestra vida diaria, sino a la casi totalidad de la multitud de personajes, famosos unos y desconocidos otros, que lo pueblan, lo que para mí acrecienta la idea de asomarme —ese mirón que es el lector de diarios— a un país extraño y sin duda atractivo siquiera en el papel, aunque sienta que para patearlo se me ha hecho tarde y que estas páginas me acusan de tener la mirada, y los pies sobre todo, cada día más perezosos. Lo escribí hace mucho: Quién no quisiera estar lejos cuando su edad le alcance. — Del prólogo de Miguel Sánchez-Ostiz.