Escasa, minoritaria, editable, siempre en bruto, mejorable por las manos de otros, como una moldeada escultura de barro, a la figura de la mujer de la nueva crónica la ha perseguido el estigma de ser descubierta por la autoridad, por el profesional, por el canon, para empezar a ser. Porque no bastaba con ser.
No sé a quién se le ocurrió darle la vuelta a la frase, pero lo cierto es que en lugar de adoptar la denominación de “nuevos cronistas de Indias”, acuñada como reclamo por la querida Fundación de Nuevo Periodismo en el primer encuentro internacional de cronistas en Bogotá, empezamos a llamarnos en la intimidad, y después públicamente, “los nuevos indios de la crónica”.
Así, en masculino, como todo en esa época. La autodenominación quería ir más allá del giro, de ser mirados a mirar, de ser contados a contar; más allá de la ironía, más allá de la novedad. Era una especie de denuncia risueña, protodescolonizadora de las condiciones en las que solíamos trabajar los jóvenes cronistas durante la primera década del siglo XXI en América Latina, por lo general en largas jornadas de investigación, escritura y editing, y cobrando a veces poco y a veces nada. Éramos los contadores de historias del otro lado y los explotados de éste.
Si hasta aquí he usado el pronombre plural masculino no es porque la RAE diga que es universal y sirve para todo, sino porque en la época del primer encuentro en Bogotá durante el 2008, el año en que publiqué mi primer libro de crónicas, apenas se destacaba el trabajo de las cronistas mujeres salvo un par de, probablemente, argentinas, ni se hacía referencia a las maestras del género, solo a los maestros.
Recuerdo que en el segundo encuentro celebrado en Ciudad de México, cuatro años después, ya había una maestra hablando. Elena Poniatowska dijo que ella era una mujer cronista, emocional y subjetiva. Y algo se nos agrandó dentro. En la foto oficial, sin embargo, apenas había tres de nosotras entre una veintena de ellos. Ellos vestían de traje. Los más vanidosos hablaban contra la vanidad, los más hegemónicos hablaban contra la hegemonía. Nosotras cruzábamos las piernas.
Yo ya venía muy acostumbrada. Años antes el periódico donde solíamos publicar los cronistas limeños contrató en su plantilla a algunos de ellos mientras yo permanecí subcontratada como falsa autónoma. Igual no me podía quejar: por lo general tenía el privilegio de ser la única joven promesa de la crónica femenina local en una charla con otros dos o tres queridos compañeros cronistas.
Pasarían casi diez años más antes de que pudiera preguntarme dónde estaban las demás y dejara de soportar sobre mí el epíteto femenina para llamarme feminista. Para entonces ya había migrado y asumido que mi trabajo cronístico sería una experiencia en la diáspora.
Pero en aquellos días de debutantes, peinamos los bigotes de los masters, nos dejamos pagar con copas, apadrinar con tutorías y celebramos la vecindad de nuestros nombres con los suyos en la marquesina de una portada de papel verde limón a falta de cobrar un sueldo. Más bien se trataba de pagar. Pagar el dichoso derecho de piso para las cronistas siempre fue poner el doble o cobrar la mitad.
Nos dimos cuenta de que las indias de la crónica eran el verdadero reverso tenebroso de la crónica de indias.
Las indias no como nuevo territorio a conquistar, sino como nuevos sujetos. La identidad que faltaba, la que no estaba del todo invitada, la que tenía que pagar su pasaje para llegar al congreso, la que tenía que compartir cuarto con otra cronista para ahorrar gastos, la que tenía que aguantar el acoso y acompañar a las vacas sagradas hasta el final, la que no escribía según el decálogo del buen cronista. Son las que están aquí, las que trajeron los nuevos temas, los nuevos aires, los nuevos cuerpos, los nuevos horizontes, las nuevas luchas, las nuevas palabras, las que siguen empujando la puerta fría, las que han acampado en el extrarradio.
Mi amigo Cristian Alarcón siempre cuenta que en el primer congreso de cronistas, ese en el que me tocó compartir cuarto con Marcela Turati, leí un texto en el que contaba que me masturbaba compulsivamente mientras escribía mis crónicas. Dice que se les desencajó todo a los maestros. Yo ya había publicado un texto en el que sostenía que algunas escribimos con las tetas colgando entre el teclado y una misma.
Ni siquiera había leído a Gloria Anzaldúa, sí a Pedro Lemebel y a María Moreno, pero ya intuía que había que escribir crónicas con todo el cuerpo, desde el cruce y la frontera, encueradas, en pelotas, calatas. Escribir sin habitación propia, tironeadas a la vez por el amor, el trabajo y los cuidados, porque para muchas no hay separación entre vida y literatura, como dice Gloria.
Los libros de Moreno, por cierto, los encontré un día abandonados en una montaña de volúmenes descartados que yacían en el suelo de un cuartito, algo así como la sección de crítica literaria lapidaria y sin concesiones de la revista en la que trabajaba. Se puede decir que los salvé de la basura, los leí, los llené de anotaciones que acompañaron mi primera escritura. En los años siguientes las escritoras no haríamos otra cosa que rescatar y rescatarnos. Y escribir contra el poder.
También cuestionar nuestros viejos aprendizajes: supimos que “dar voz a los sin voz” era de una enorme prepotencia, que más bien había que recuperar nuestra voz y desentrañar cómo estábamos representadas las mujeres, las disidencias y otros sujetos en los márgenes, en el discurso sobre la otredad. Cómo lo masculino dominaba los medios, las editoriales, la academia, también la periodística y cómo subalternizaba otros saberes, prácticas y voces. Y sobre todo cómo podía ser nuestra escritura –llámale crónica o llámale lo que quieras– una herramienta política, emancipadora, personal y que transformara colectivamente fondo y forma.
No nos descubrieron, no nos conquistaron. Cuando llegó el precioso momento de autodescubrirnos como un territorio preexistente, nos desapropiamos, nos estrujamos y también nos reunimos, como nos hemos reunido en este libro-cabaña de calor.
Nos cansamos del cronistasplaining. No se puede decir que no aprendimos de las cátedras sobre el ornitorrinco de la prosa, pero el conocimiento más perecedero, el que hasta ahora me acompaña, por lo menos a mí, es el de haber encontrado algo parecido a mi propio animal extraño, que puede ser siete, ocho, diez especies a la vez, excesivo, sin límites, que vuela junto a otras criaturas fenomenales.