Antonia Susan Byatt es una de las grandes escritoras de la literatura inglesa en los últimos tiempos. Además de atinada novelista, se ha destacado como ensayista y crítica literaria. Nacida en Sheffield, Inglaterra, en 1936, es especialista en la obra de Browning y George Elliot, y se ha convertido en una de las autoras que mejor ha retratado las tensiones, las miserias y los fulgores del siglo XIX.
Suyos son los títulos El libro negro de los cuentos (2007), La virgen del jardín (2008), Naturaleza muerta (2010) y La torre de Babel (2011), todos publicados en español por Alfaguara.
En 1990, A.S. Byatt fue reconocida como Dama del Imperio Británico y Chevalier de l’Ordre des Arts et des Lettres de Francia. Ese mismo año su novela Posesión recibió el Booker Prize y el lrish Times/Aer Lingus Literature Prize, el más prestigioso premio irlandés a la mejor novela internacional del año.
Una de sus piezas más destacadas es El libro de los niños, novela que le permitió ser finalista del Booker 2009 y que ahora es reeditada en español por el grupo editorial Penguin Random House bajo su sello Lumen.
La protagonista de esta historia es Olive Wellwood, una célebre escritora de libros infantiles que vive con su numerosa familia en una casa de campo que funciona como una sociedad dedicada al culto del arte, la conversación y la política.
La historia comienza cuando el hijo mayor de Olive, Tom, sorprende a Philip Warren, un niño de origen humilde, dibujando un famoso candelabro en el Museo Victoria and Albert de Londres. Este encuentro marcará el inicio de una serie de cambios en la vida de ambos niños y sus familias.
Un retrato detallado de la sociedad victoriana
El libro de los niños es una novela que rinde homenaje a la grandeza de la imaginación y sirve como una elegía por el final de una era.
La obra de Byatt nos ofrece un retrato detallado de la sociedad victoriana, una época caracterizada por su moral “represiva” y una estricta jerarquía social. A medida que la trama avanza, se revela la evolución de esta sociedad hacia un ambiente más relajado y animado, influenciado por el reinado de Edward VII y George V.
La familia Wellwood, los Cain, los Fludd y otros personajes se entrelazan en una red de relaciones complejas que enriquecen la trama. Cada personaje tiene su voz única y contribuye a la riqueza de la historia.
A pesar de la aparente complejidad de la trama, Byatt logra que los lectores se sientan cercanos a los personajes y se sumerjan en su mundo. La mayoría de ellos, casi todos nacidos bajo el reinado de la Reina Victoria, experimentan una transición de valores y actitudes a medida que la sociedad evoluciona. Algunos se adaptan con facilidad a los cambios, mientras que otros luchan por encontrar su lugar en este mundo en constante transformación.
El papel de la mujer en la sociedad victoriana es un tema recurrente en la novela. Byatt examina detenidamente la búsqueda de independencia de las mujeres en una sociedad que las relegaba principalmente al matrimonio y a la maternidad. Las protagonistas femeninas luchan por forjar sus propios destinos, desafiando las normas de la época y explorando la libertad de estudiar, trabajar y tomar decisiones sobre sus propios cuerpos.
Una mirada detallada a la historia y la evolución de la sociedad
El libro de los niños es mucho más que una historia sobre la vida de unas familias victorianas; es un recorrido histórico minucioso por los eventos políticos, económicos y sociales que marcaron la época. La autora presenta con maestría los acontecimientos de este periodo, como el movimiento sufragista, el arte y la artesanía, y el cambio de siglo, lo que permite a los lectores comprender la transformación de la sociedad victoriana en detalle.
A la larga, esta novela termina quedándose en la mente de los lectores por mucho tiempo, y es que A. S. Byatt, como bien lo ha resaltado Mercedes Monmany en ABC, es una de las grandes maestras de la literatura de nuestro tiempo, “pertenece a la regia estirpe de Jane Austen y George Eliot, de Iris Murdoch, Muriel Spark y Doris Lessing”.
Así empieza “El libro de los niños”
Dos niños observaban desde la Galería del Príncipe Consorte a un tercero que había abajo. Estaban a 19 de junio de 1895. El príncipe había muerto en 1861 y solo había visto el inicio de su ambicioso proyecto de reunir varios museos en los que los artesanos británicos pudieran estudiar los mejores ejemplos del diseño. Su retrato, un modesto mosaico en forma de medallón, ocupaba el tímpano de un arco decorativo en el extremo de la estrecha galería que recorría la parte superior del patio sur. El patio sur estaba decorado con más mosaicos, retratos de pintores, escultores, alfareros…, el «Valhalla de Kensington». El tercer niño estaba acuclillado junto a una serie de imponentes vitrinas que exponían sus tesoros de oro y plata. Tom, el más joven de los que lo miraban desde arriba, pensó en Blancanieves dentro de su sarcófago de cristal. También pensó, al contemplar al príncipe Alberto, que los recipientes, cucharas y joyeros que brillaban bajo la luz líquida detrás del cristal, eran como el tesoro desenterrado de un rey (cosa que en efecto eran en algunos casos). No podían ver con claridad al otro chico, porque estaba detrás de una de las vitrinas más alejadas. Parecía estar dibujando su contenido.
Julian Cain se sentía como en casa en el museo de South Kensington. Su padre, el comandante Prosper Cain, era conservador especial de la sección de metales preciosos. Julian tenía solo quince años y era alumno de la Marlowe School, aunque ahora estaba en casa convaleciendo de un brote de ictericia. Ni muy alto ni muy bajo, era de complexión delgada y tenía el rostro fino y la tez cetrina, incluso antes de la ictericia. Llevaba el negro cabello liso peinado con raya al medio y vestía el uniforme de la escuela. Tom Wellwood tenía un aspecto mucho más infantil con su chaqueta Norfolk y sus pantalones cortos, era unos dos años más joven aunque parecía serlo aún más, tenía grandes ojos negros, la boca delicada y el cabello suave y de color dorado oscuro. Nunca se habían visto. La madre de Tom había ido a visitar al padre de Julian, para pedirle ayuda en su investigación. Era una famosa autora de cuentos de hadas. Julian había recibido el encargo de mostrarle a Tom los tesoros. Sin embargo, parecía más interesado en mostrarle al niño acuclillado.
—Ya te dije que te enseñaría un misterio.—Pensé que te referías a uno de los tesoros.—No, me refería a él. Resulta sospechoso. Lo he estado vigilando. Se trae algo entre manos.
Tom no estaba seguro de que aquello no fuese una de las fantasías a las que tan aficionados eran en su propia familia, cuando escogían a completos desconocidos e inventaban historias acerca de ellos. No estaba seguro de que Julian no estuviera, por así decirlo, jugando a ser responsable.
—¿Qué es lo que hace?—Ese truco de los faquires indios. Desaparece. Tan pronto lo ves como dejas de verlo. Viene todos los días. Solo. Pero nadie ha visto cuándo o por dónde se va.
Recorrieron furtivamente la galería de hierro forjado, que estaba revestida de espesos cortinajes de terciopelo rojo. El tercer niño siguió donde estaba, dibujando muy concentrado. Luego cambió de posición para observar desde un ángulo distinto. Tenía el pelo pajizo, sucio y desgreñado. Vestía unos pantalones de trabajo cortados, tirantes y una camisa de franela color humo, manchada de hollín.
—Podríamos bajar a espiarlo —dijo Julian—. Es muy raro. Parece muy bruto. Por lo visto, no viene más que a esta sala. Lo he esperado a la salida para verlo cuando se fuese y seguirle, pero no parece que vaya a ninguna parte. Es como si fuese una pieza más del mobiliario.
El chico alzó la vista brevemente, su rostro mugriento se contrajo al fruncir el ceño.
—Parece muy concentrado —observó Tom.—Nunca lo he visto hablar con nadie. De vez en cuando, las estudiantes de arte le echan un vistazo a sus dibujos. Pero nunca charla con ellas. Solo se escabulle entre las vitrinas. Es un poco siniestro.
—¿Tenéis muchos robos?—Mi padre siempre dice que los vigilantes son muy descuidados con las llaves de las vitrinas. Y hay montones de cosas tiradas por ahí a la espera de ser catalogadas o enviadas a Bethnal Green. Sería facilísimo llevarse algo. Ni siquiera sé si alguien lo notaría, al menos con algunas cosas, aunque si alguien tratase de llevarse el Candelabro, se darían cuenta enseguida.
—¿El Candelabro?—El Candelabro de Gloucester. Lo que él parece estar dibujando la mayor parte del tiempo. Esa barra de metal que hay en el centro de la vitrina. Es único y muy antiguo. Te lo enseñaré. Podríamos bajar e ir a verlo, y así de paso le interrumpiremos.
Tom tenía sus dudas al respecto. Notaba cierta tensión en el tercer niño, una energía ruda y resuelta en la que ni siquiera había reparado de forma consciente. No obstante, aceptó. Por lo general, aceptaba las cosas sin discutir. Se deslizaron subrepticiamente, de escondrijo en escondrijo, ocultos tras los festones de terciopelo. Pasaron por debajo del príncipe Alberto y por los escalones de piedra de la escalera curva que conducía al patio sur. Cuando llegaron a donde se hallaba el Candelabro, el niño desaliñado ya no se encontraba allí.
—No ha pasado por las escaleras —dijo obsesionado Julian. Tom se detuvo a mirar el Candelabro. Era de oro macizo. Parecía pesado. Reposaba sobre un trípode, cada una de sus patas era un dragón de largas orejas, que sujetaba entre las garras un hueso y lo roía con sus dientes afilados. El borde del platillo, donde sobresalía la punta en la que se clavaba la vela, también estaba sujeto por unos dragones con las fauces abiertas y alas y colas de serpiente. La gruesa espiga estaba labrada con un intrincado motivo foliar, hombres y monstruos, centauros y monos se contorsionaban entre las hojas, sonreían, hacían muecas y se aferraban y apuñalaban unos a otros. Una especie de enano de ojos enormes tocado con un casco agarraba la cola sinuosa de un reptil. Había otras figuras humanas o diabólicas, y una en particular que tenía el cabello largo y mojado y la mirada melancólica. Tom pensó en el acto que su madre tenía que verlo. Trató en vano de memorizar su forma. Julian le dio explicaciones. El Candelabro tenía una historia interesante, dijo. Nadie sabía exactamente de qué estaba hecho. Era algún tipo de aleación dorada. Lo más probable era que lo hubieran fabricado en Canterbury, modelándolo y vaciándolo en cera, pero aparte de los símbolos de los evangelistas en el pomo, no parecía pensado para un uso religioso. Lo habían encontrado en la catedral de Le Mans, de donde desapareció durante la Revolución francesa. Un anticuario se lo había vendido al príncipe ruso Soltikof. El museo de South Kensington lo había adquirido de su colección en 1861. En ningún otro sitio había nada parecido.