El río Paraná modela las costas del norte argentino. Tiene una longitud de 2.546 kilómetros que si se toma en cuenta desde su origen, en el río Grande, son más de 4.000 kilómetros, lo que lo posiciona como el segundo río más largo de América del Sur —tras el Amazonas—. Su nombre proveniente de la lengua guaraní se traduce como “emparentado con el mar”, así lo entendieron sus primeros navegantes al recorrerlo, al dimensionar su extensión, profundidad y poderío.
Esa frontera de agua, que es el segundo capítulo del libro Fronteras, es el tema central de este podcast. Las historias que transcurren en el río Paraná, la vida cotidiana de quienes viven yendo de una costa a otra, transitando ese límite muchas veces difuso, moviendo todo tipo de mercadería, se entrelazan en este relato.
El extenso río arrastra, con su fuerza, sedimentos y eso le otorga su particular color. Una de sus principales características es que transforma incansablemente su propia morfología, generando bancos e islas. Es testigo también de la vida cotidiana de los paseros, que viene de recorrer estas aguas que son lo único que nos separan de la República de Paraguay.
Durante la investigación de Fronteras, Lucía Salinas recorrió el río junto Waldemar, protagonista de esta historia: dueño de una verdulería, deja la misma para recorrer el Paraná y mover mercadería de una costa a otra. No es la única actividad, que él admite es ilegal, que le da un ingreso económico: además es jockey de carreras.
Su historia reformula el concepto del baqueano. Conocedores de las más indómitas geografías, los baqueanos fueron guía y referencia sin más brújula que su propia sabiduría. En el río Paraná, él es un baqueano, conoce cada rincón, su movimiento, sus corrientes, cómo transitarlo.
A la frontera de agua no se le puede aplicar el término “invisible” o “borrosa”. El Paraná está allí, marcando lo contrario. Es hipnótico de a momentos, su corriente es el sonido ambiente que convoca de forma inmediata cuando se está cerca. Todo en ese canal fluvial es palpable, concreto, visible. Navegarlo requiere de expertos que conozcan su movimiento, sus sinuosidades, el cambio de su profundidad según por dónde se lo recorra. También las zonas donde hay más rocas, aquellos puntos donde se torna peligroso y desafiarlo puede convertirse en algo de vida o muerte.
El río cuenta con sus expertos, con los conocedores de todo lo que en él sucede. La destreza se observa en un cruce de costa a costa en pocos minutos, a veces con una carga excesiva para la precariedad de sus embarcaciones. Viven de desafiar los controles de las fuerzas de seguridad y de las variaciones del propio Paraná.
Waldemar se relaciona a diario con el Paraná. Conoce esa costa de arena fina y el agua que va mutando su color según por donde se la navega. Pero fue durante el 2020 cuando convirtió los recorridos diarios hacia la costa paraguaya, en “una fuente de trabajo, en un ingreso para poder llevar un plato de comida”, como describe él.
Es un hombre de más de 45 años. Es vigoroso y de sonrisa constante. Su piel acumula horas al sol cruzando el río. Tiene una vida ecléctica: cuando no tiene personas para cruzar o mercadería que cargar en su bote, atiende una verdulería sobre la ruta de acceso a Itatí. Pero además, los fines de semana, es jockey y corre carreras. Todo un contexto de apuestas ilegales. “Todo suma, un poco acá, un poco allá”, dice mientras mueve los remos y sonríe.
No está desatento nunca al agua, pero sus acciones parecen completamente escindidas. Rema con fuerza, a un ritmo firme y constante, pero nunca mira sus manos, curtidas, fuertes, dañadas por las astillas de la madera que roza todo el tiempo para recorrer el Paraná. Su concentración está en la corriente, en los distintos movimientos que confluyen en esa frontera fluvial. Después de varios minutos de ese accionar casi automatizado por supervivencia pura, ya que admite que no es sencillo recorrer ese canal, la costa argentina se ve lejana, tan sólo como una línea dibujada sobre el agua.
Waldemar detiene el bote y señala una isla que sobresale en el camino. Es una isla con una vegetación frondosa, propia de la región. Es un ícono de las cosas inexplicables en el lugar, “la mitad de esa isla pertenece a Paraguay y la otra mitad a Argentina”, dice Waldemar y ríe. Pero esa peculiaridad es bien aprovechada por los narcotraficantes y contrabandistas: “El bote o lancha llega hasta ahí, deja la mercadería en la isla y otra lancha va de la costa argentina y la busca”.
Es una pequeña avivada conocida por las autoridades judiciales y muchas veces terminan decomisando mercadería detectada en una isla abandonada, sin responsable. “Lo que se arregla es que ellos te lo alcanzan hasta ahí, vos vas a buscar y nadie corre riesgo. Quizás el argentino sí por traer mercadería que no está facturada por Aduana, la mayoría es contrabando”.
El hombre, que no deja de remar, empezó durante la pandemia a darle más preponderancia a los cruces hacia Paraguay y su explicación responde a la situación económica de la zona. “Lo hice por necesidad, tengo un hijo y me junté con la madre, porque no soy de acá. Ahora tengo documentos, ya soy de acá de Itatí. Con esta chica que me junté, tenía dos hijos chiquitos, después vino el tercero que es el mío y entonces había que trabajar. Vino el tema de la pandemia donde no se podía hacer nada. Había muchas personas que venían de Buenos Aires y querían pasar al otro lado y les hacía precio porque me servía. No se podía hacer otra cosa, no había otro trabajo y entonces me arriesgaba para poder llevarle un plato de comida a mi hijo”.
La Justicia Federal determinó que la metodología de traslado de droga e ingreso de la misma a nuestro país -en esta zona- es la utilización de los paseros. La necesidad de un diferencial económico vuelve a resonar en las charlas con los fiscales y jueces que, entienden, son los eslabones más pequeños de una gran cadena de comercialización de estupefacientes.