Te vas Alfonsina con tu soledad, dice el verso de la famosa canción. Tenía razón Borges cuando dijo que Alfonsina Storni era “una superstición argentina”. Alfonsina aparece en el imaginario común como una melodía, como una estatua en un paseo de Mar del Plata. Su nombre está asociado a la tragedia, al suicidio, al dolor y al romanticismo. La retórica de su versificación llega desde la biblioteca de una abuela que cuenta cómo en la escuela le hacían recordar de memoria los poemas de Alfonsina para declamarlos cuando había visitas.
La nacida para amar de sus poemas aparece como lágrimas en los ojos de las mujeres, porque es potestad de lo femenino el sufrir por amor, entregarse completamente, irremediablemente. Alfonsina es, más que sus versos, un mito nacional. “Te vas Alfonsina con tu soledad”, dice la canción. Esa Alfonsina mítica es la cristalizada, la que quedó tiesa como estatua de sal, una poeta edulcorada, sufriente, que termina sus días internándose lentamente en el mar frío del sur. Pero es raro que Alfonsina esté sola. No lo estuvo en sus días, rodeada de actores, actrices, de estudiantes y de activistas feministas como ella; rodeada de escritores con los que intercambiaba y debatía. Estaba acompañada, además, de su hijo.
Tenía razón Borges también cuando dijo que Alfonsina profería chillonerías de comadrita. Bajo la capa de fondant, esa pasta de azúcar que se usa para cubrir tortas y darles un aspecto suave y elegante, la poesía de Alfonsina chilla disonante. Y valga el oprobio de invocar a “la Storni” citando la palabra de un varón. Es el precio que bien pagó por, en un mundo reservado a los hombres, poder decir Yo. Es el lugar desde el cual, cobertura de glasé en la superficie, se hizo escuchar.
Incluso en su primer libro, La inquietud del rosal, Alfonsina no está sola. La inquietud… es un libro de 1916: ese año funciona en París por primera vez el Cabaret Voltaire y el grupo dadaísta le declara la guerra al sentido; en Europa estallan los ataques de la Primera Guerra Mundial y en Rusia muere Rasputín. Pero la guerra que libraba esta mujer argentina, una de las primeras en abrir la senda para otras poetas, era una guerra del corazón. No una guerra entre hombres y mujeres sino una guerra que late sostenida y persistente entre los roles de género. Una guerra que hace estallar al corazón en el poema de amor. Efectivamente, son poemas de amor, como cláusula, como pequeña celda cuyos barrotes son la rima estrófica, el modelo formal del soneto clásico, la métrica restricta.
Son esos poemas de amor los que me recitaba una abuela acariciando apenas el lomo de un ejemplar de lo que entonces todavía se llamaban las “Poesías completas” de Alfonsina Storni. No le hacía falta leerla, se las sabía par coeur, y en la escucha adolescente generaba lo que hoy en día se conoce como “cringe”. Nunca pensé, en esa época, que me iba a acercar a la poesía. Nunca pensé que quedaría encantada bajo el influjo de Alfonsina.
Cuento esta pequeña escena personal y anecdótica porque pude comprobar, en cada reunión, clase, taller, que cuando surge Alfonsina de entre la espuma del mar, somos muchas las personas que compartimos ese recuerdo, el de una poesía edulcorada en la que los dolores de amor, la sumisión del deseo propio al del otro, la cristalización del rol femenino, componen el entramado del sentido.
No una guerra entre hombres y mujeres sino una guerra que late sostenida y persistente entre los roles de género. Una guerra que hace estallar al corazón en el poema de amor.
Pero hubo quienes, con la lucidez del rayo de las lecturas de Judith Butler, con la mirada actualizada y más pilla, revelaron la verdadera cualidad de la obra de Alfonsina. Delfina Muschietti, María Moreno, entre otras, supieron develar la operación Storni, supieron leer entre líneas.
La crítica suele dividir la poesía de Storni en dos etapas, un mal que aqueja -el de recortar la obra, quizás para diseccionar con bisturí científico- sobre la producción de otros poetas: Alejandra Pizarnik, César Vallejo. En Alfonsina se señala una primera etapa que abarca sus primeros libros: La inquietud del rosal, El dulce daño, Irremediablemente, y Languidez, que actúa como bisagra. Luego siguen Ocre, Mundo de siete pozos, Mascarilla y trébol y algunos poemas inéditos, donde Alfonsina se libera del corset de la rima clásica y el verso medido. Y es cierto que la propia Alfonsina advierte sobre esos cambios, pero ya desde el comienzo de su escritura se puede leer la osadía.
En la poesía de Alfonsina aparece, incluso desde ese primer libro adverso que la misma Storni luego quiso negar, el cuerpo (“...en las venas/ la sangre hierve”; “pon tu mano entre las mías”; “y la risa retozando/ siempre en tu boca/ y tu boca”). Hay un cuerpo, hay posibilidades de que ese cuerpo haga cosas: vivir y sufrir, morir también, desde ya. Pero sobre todo: desear. Desde el primer verso de Alfonsina, el suyo es un cuerpo erótico, erotizado. Y como se dijo antes, no está sola. Prima en los poemas el Yo, el sujeto lírico en primera persona, el más común, el que es rey en el género. Pero también hay un tú, un tú que muchas veces gobierna la escena. E incluso hay otras, hay otras mujeres a las que la voz del poema les habla, como en una declaración de principios, como en una pancarta. Se dirige a ellas, las invoca, como a un colectivo, como sosteniendo el megáfono en una asamblea feminista.
Es casi imposible hoy pensar en una clave de lectura llana, plana, que lea los poemas de Alfonsina Storni en su linealidad. No sólo por la abundancia de metáforas, por la cualidad denotativa del lenguaje poético, sino porque para nosotras, hoy, es inevitable encontrar en esos versos la fórmula retórica que invierte el signo de lo que se expresa: la ironía. Pero tampoco hay que confundir: no se trata de un planteo poético eminentemente irónico, donde todo lo que se dice significa su opuesto. Hay también una apropiación consciente del estereotipo y sus correspondencias. Y una vez hecha suya, esa figura de mujer doliente, que sufre por amor, se la exprime hasta la exasperación. Alfonsina, como explica Delfina Muschietti, lleva el estereotipo de lo femenino hasta el extremo. Lo cristaliza, lo museifica al punto tal de que “ya nadie pueda escribir de esa manera”. En definitiva, lo extermina.
En sus primeros libros, lejos todavía del eco de las vanguardias, Alfonsina escribe sus versos posrománticos bajo el influjo tardío del modernismo -Rubén Darío, Amado Nervo- y hasta aparece el cisne, enfermo en su artificialidad. Aún así, entre esas rejas que la confinan al espacio doméstico -o peor: al espacio afectivo, porque ese es el reino de las mujeres, el reino perdido y espinoso del amor-, Storni se las arregla para ser una poeta estridente, la primera que habla en un poema de la menstruación:
“Fecundi” (“Fecundidad” en algunas ediciones, lo cual no es extraño porque Alfonsina, se supo, corregía sus textos incluso editados):
¡Mujeres!... La belleza es una forma
Y el óvulo una idea–.
¡Triunfe el óvulo!
Luego de la invocación a viva voz (los signos de admiración), el poema nombra aquello que sigue siendo azul en la televisión, el flujo biológico que suelen expulsar por la vagina las personas con útero. Un útero que según el consenso por supuesto masculino de la época regía las acciones y humores de las féminas e impedía, entre otras cosas, tener raciocinio para pensar y elegir a la hora de votar. Pero acá el óvulo es una idea y se proclama su triunfo. A la par, Alfonsina organizó en la vida real, junto a compañeras sufragistas, un simulacro de votación femenina, un derecho que sería obtenido mucho más tarde en la historia. Alfonsina apela a las mujeres y así proyecta su enunciación individual a una colectiva. De la retórica del discurso poético a la arenga política, interpela a un sector social.
Del modernismo latinoamericano Alfonsina tomó también la conciencia del oficio de escritor como profesión. Un poco por inspiración epocal, pero también como destino material: madre soltera, había que ganarse el pan. Recopilemos un poco el contexto vital, ese del que queremos huir para no caer en el pozo ciego de su final fatal. Es intencional aquí que tratemos de evitar el episodio trágico de su muerte. Al fin y al cabo, ¿qué muerte no es eminentemente trágica? Sin embargo, cuando es por mano propia causa un efecto mayor, se amplifica. Y la dimensión del pasaje al acto funciona como una lente de pez que prácticamente obliga a leer todo lo escrito hacia atrás en clave suicida. El suicidio es un agujero negro que absorbe todo y señala una línea de lectura simplista, unívoca. Desde ese punto de vista es fácil decir: Alfonsina sufre, sufre, sufre, hasta que para de sufrir. Esta línea de lectura obtura múltiples posibilidades, achata.
La historia
Alfonsina Storni nació el 29 de mayo de 1892 en un pueblo del cantón Ticino, en la Suiza italiana. Sus padres habían viajado a visitar la familia, y luego volvieron a San Juan, Argentina, donde residían. En 1906 muere su padre y la madre desarrolla su vocación de actriz, profesión que Alfonsina sigue, integrando incluso algunas compañías con las que sale de gira por el país. Más tarde abandonará las tablas de la ficción, pero esa dote actoral quizás se entrevea cuando pensamos en su modo de pararse en el mundo: una voz docente -va a ser maestra durante casi toda su vida-, su participación en la arena social. Luego de trasladarse a Rosario donde vive algunos años, Alfonsina viaja a Buenos Aires. Llega embarazada (fruto del amor, de un amor sin ley, dice en “La loba”) para perderse en la gran ciudad.
Alfonsina, en línea con la propuesta de Virginia Woolf, ganaba su propio dinero: trabajó en una fábrica de sombreros, fue cajera, docente de declamación y además publicó artículos críticos de la sociedad y la época en diversos medios gráficos, haciéndose un hueco en un mundo eminentemente -hasta hoy, aunque menos- reservado a la masculinidad. Publica notas y artículos en revistas como El Hogar, Mundo Argentino, Atlántida y La Nota. En sus textos periodísticos expandió su voz. Se aferró también a los temas que las columnas “femeninas” le asignaban, y a esos temas los estrujó con ambas manos hasta hacerlos sangrar. Si querían que Alfonsina se ciñera a la cocina, los consejos de belleza, el consultorio sentimental, ella no tenía problema. Pero lo hizo a su manera, como Martha Rosler cortando la verdura a cuchillo filoso en la mesada de “Semióticas de la cocina”.
Esas columnas, esos oficios, le proporcionaban sustento. Y lo dejó muy claro muy temprano:
(...)
Yo soy como la loba. Ando sola y me río
Del rebaño. El sustento me lo gano y es mío
Donde quiera que sea, que yo tengo una mano
Que sabe trabajar y un cerebro que es sano.
dice en “La loba”
Y, para seguir raspando esa primera capa que construye el mito: su muerte, se supo después, tuvo más que ver con la necesidad física de terminar con el dolor que le había causado la detección de un cáncer de mama un par de años antes de su final, que con un mal de amor. Ya operada, mutilada, sometida a los tratamientos correspondientes, siguió padeciendo. Y decidió que esta vez el corte debía ser por lo sano, o por la parte enferma. Rebotaba en ella quizás el eco del suicidio de su gran amigo Horacio Quiroga, quien también se quitó la vida para abreviar el sufrimiento del cuerpo capturado por la enfermedad. “Morir como tú, Horacio, en tus cabales,/ y así como siempre en tus cuentos, no está mal”, escribió Alfonsina cuando el hecho sucedió. No se compadeció ni lo tildó de acto cobarde. Al contrario, lo ensalzó como gesto heroico, o al menos valiente.
Dos años después de su primer libro publicó un poemario con oxímoron en el nombre: El dulce daño. En los poemas que lo integran intensificó su búsqueda por el romanticismo, no hay un quiebre visible, ha pasado poco tiempo. Y sin embargo volvemos a encontrar ahí, entre las páginas del poemario, poemas como “Capricho”, donde se burla de la idea de que “Las mujeres lloramos sin saber, porque sí”, o “Tú me quieres blanca”, donde abiertamente desafía al varón que la pretende “nívea”, “casta”, “de espumas”, a que primero se curta.
Alfonsina va desafiando y provocando fisuras en el estereotipo femenino y en su propio mito. Sigue escribiendo así hasta su cuarto libro, Languidez (de 1920) -que publica después de Irremediablemente (1919)-, donde abre con una pequeña nota aclaratoria. Alfonsina allí explicita si no un programa, una intención, la de salirse de sí, correrse, en adelante, del yo que dominaba sus poemas previos. Quiere, parece decir, abrir una puerta de esa jaula múltiple: la del poema de amor, la del verso medido -muchas veces soneto- y la rima de final de verso, la del sujeto poético anclado en el yo. Quiere, según parece, abrir la puerta de la casa, ese otro espacio de reclusión, el doméstico, para asomarse a la vereda, al espacio público, a la relación con lo otro más allá de lo propio:
Mujer soy del siglo XX
Paso el día recostada
Mirando, desde mi cuarto,
Cómo se mueve una rama
Se está quemando la Europa
Y estoy mirando sus llamas
Con la misma indiferencia
Con que contemplo esa rama.
En un doble movimiento, “Siglo XX” retrata la impotencia del papel femenino relegado al canon de alcoba e ironiza sobre lo mismo. Mientras tanto chilla y patalea, incluso debajo de la apariencia tenue que destellan sus poemas. Hay una tensión manifiesta, desde el comienzo de su obra, entre el sometimiento al deber ser de la feminidad y lo que estaba reservado para las mujeres, y una voz “varonil”, en el sentido del desafío y la afrenta, que la crítica Delfina Muschietti llamó “travestismo de la lengua”. Una voz varonil, un “temperamento de camaradería de marino” emerge de sus textos mediáticos y se cuela, polizón, en los aparentemente suaves poemas.
En sus libros maduros, Mundo de siete pozos, y especialmente en el último, Mascarilla y trébol, finalmente se desata los nudos de la opresión. Alfonsina se lanza al verso libre, se acerca de manera sutil al ritmo de las vanguardias. Tarde, quizás, pero mejor que nunca. Tarde para la vanguardia porque su operación era otra. Sus artículos siguen siendo ácidos para la convencionalidad y la conveniencia. Escribe, ya en el diario La Nación, tribuna de doctrina de la oligarquía, quebrando las maneras que se podían esperar de una poetisa. Por eso, dice la crítica, Alfonsina pasa aquí de poetisa a poeta, del nombre de pila al apellido.
Y sin embargo, diría Tamara Kamenszain, “poetisa es una palabra dulce/ que dejamos de lado porque nos avergonzaba”. “Y sin embargo, y sin embargo” (...) “la poetisa que todas llevamos adentro/ busca salir del clóset ahora mismo/ hacia un destino nuevo que ya estaba escrito/ y que al borde de su propia historia revisitada/ nunca se cansó de esperarnos”, sigue Tamara en su poema ensayo Chicas en tiempos suspendidos. Tamara, como Alfonsina, como Alejandra: las que llamamos por su propio nombre, y no por el patronímico.
La cuenta total para Alfonsina incluye entonces a una mujer brava, que pasó por las tablas, que fue -porque quiso seguir adelante con semejante faena- madre soltera, que bajo el disfraz de las formas puras sacó los dientes de loba autosustentada, que fue oveja también pero descarriada y que intervino -absoluta precursora- en los medios de comunicación con columnas de opinión que torcieron el lugar común. Una voz portante que se reunió con adláteres como Gabriela Mistral y Juana de Ibarbourou en una amistad política, poetas las tres de América latina. Pero a la adición le resta algo más y es el desenlace de su vida y su obra. A su suicidio preceden poemas escritos que no llegaron a ser publicados en libros. Entre ellos, el texto que es despedida, su adiós.
Alfonsina es ahora espuma de tinta
Cuenta Cristina Peri Rossi, escritora uruguaya, que cuando le comunica a su padre su decisión de dedicarse a escribir, el padre responde con amorosa preocupación, así: las mujeres que escriben se suicidan. “El acto de escribir se produce para vivir, no para morir”, dice Alicia Genovese en La doble voz sobre Pizarnik. Se dice también: “la literatura salva” construyendo el andamio de la sublimación. Pero quizás ese también sea un pensamiento romántico. “Las palabras no hacen el amor, hacen la ausencia”, responde Alejandra a Breton en un diálogo imaginario. Como detecta Genovese leyendo a Alejandra: “La cartografía que ofrece el lenguaje es insegura. No contiene, no tranquiliza: Inquieta.” Yo lo había escrito Alfonsina Storni en 1916, trazando una genealogía hacia atrás, en su primer libro: “El rosal en su inquieto modo de florecer/ Va quemando la savia que alimenta su ser.” El final biográfico -suicida- de la poeta no debería aplastar los matices de la escritura en la tragedia romántica. Como dice Tamara Kamenzain, no hace falta ser suicida para prepararse para la muerte. Todos los poetas lo hacen. Anticipan su lírica terminal.
Storni da cuenta del surgimiento en escena de un nuevo sujeto mujer en contexto de principios del siglo xx. Su osadía persiste incluso hoy en las escritoras contemporáneas. Pero en esa osadía hay oscilación e inestabilidad: es una voz inarmónica, chirriante como la llama Borges, en relación a lo que se espera de una voz femenina de su tiempo, una voz descarriada, que también habla desde el margen, salida de sí. La loba fatigada describe en “Tu me quieres blanca” al cuerpo como una prisión. En Mascarilla y trébol, de 1938, aclara: “Cambios psíquicos fundamentales se han operado en mí”. Alfonsina explica su pasaje al verso libre, su alejamiento de lo lírico. Se acerca al fragmento, el cuerpo se desarma: una lágrima, una oreja, un diente. Un cuerpo desorganizado. Que “se corta a pedacitos y se arroja a todos los que pasan por la vereda”, como escribió Oliverio Girondo. Y se ahueca en la cabeza, en Mundo de siete pozos (1934), donde: “sobre tus dos piernas/ como la torre/ tu cabeza cazaba paisajes”. Ya son entonces “palabras degolladas/ caídas de mis labios/ sin nacer”.
Alfonsina se sale de sí antes de irse, de aniquilarse. Anticipándose al mortal puñal del visto (como dice Luciana Peker), esa raya azul y doble que se clava en el corazón y en la mente cuando alguien no responde un mensaje, Alfonsina se va, ya se fue, no piensa atender el teléfono. “Si él llama nuevamente por teléfono / le dices que no insista, que he salido…” Ya había abandonado su cuerpo.
Esta edición es homenaje a los 85 años que se cumplen de su muerte. Pero también pretende ser un pasaje a una nueva visión de la poesía de Storni. Alfonsina es ahora espuma de tinta. Y por la blanca arena que lame el mar, vuelve, irremediable, imparable, a arremeter, marea salvaje,que nos empapa y arrastra.
* Marina Mariasch es licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires y docente universitaria en la carrera de Artes de la Escritura (Universidad Nacional de las Artes). Publicó los libros de poesía coming attractions (1997), xxx (2001) y tigre y león (2005) en el sello editorial Siesta, que fundó y codirigió. Siguieron Encantada de conocerte (2016) y Mutual sentimiento (2018). Junto al colectivo feminista de literatura Máquina de Lavar publicó La pija de Hegel (2014). Ensayos suyos fueron publicados en diferentes volúmenes, como ¿El futuro es feminista? que firma junto a Mercedes D’Alessandro y Florencia Angilletta (2016). Sus novelas son El matrimonio (2011), Estamos unidas y Efectos personales.