Un diagnóstico de leucemia y escribir para soportar: “Las palabras se vuelven más ciertas cerca de la muerte”

En su novela “Vos”, la psicóloga y escritora Natalia Zito explora los vínculos familiares ante la llegada de un diagnóstico grave. “A veces se trata de perder las palabras porque es la única forma de vivir”, dice.

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"Vivimos gracias a que ignoramos la muerte", dice Natalia Zito.
"Vivimos gracias a que ignoramos la muerte", dice Natalia Zito.

En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos, autores y autoras cuentan el detrás de escena de sus libros. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.

En este caso, la escritora y psicóloga argentina Natalia Zito cuenta en primera persona la “cocina literaria” de su último libro, Vos, en el que explora la narración de un duelo, de una pérdida a partir del diagnóstico de leucemia aguda de su padre. Aparece, entonces, la idea de la muerte como un inverosímil, como una fantasía, ¿cómo se llenan de palabras esos silencios, esos dolores?

Zito cuenta que su padre no quiso conocer el diagnóstico ―las palabras que construyen realidades― más cerca de una propia ficción que de la realidad. Así, la autora de Rara y Veintisiete noches construye una novela en la que se narra la historia de una familia argentina de clase media de origen inmigrante, que se enfrenta a la enfermedad y a lo inevitable.

Vos gira alrededor de las preguntas universales ¿de dónde venimos? y ¿de qué estamos hechos? Con un relato realista, la escritora y psicóloga profundiza en los silencios, las tensiones y los roles de esta famillia para tejer la trama. “Entonces, esos últimos dos o tres meses de la vida de él, escribí. Escribí frenéticamente cada noche”, cuenta Zito y agrega: “Escribí un diario sin pie ni cabeza, con un único propósito: sostenerme”.

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Cómo escribí “Vos”

Cuando me preguntan cómo escribo, invento, reconstruyo lo que en realidad no sé. Roland Barthes, en La preparación de la novela, planteaba que escribir es querer-escribir y que las obras literarias dan testimonio de ese querer-escribir. Pero incluso en esa descripción minuciosa que él hacía, entre la voluntad de escritura y la obra hay un salto, un pequeño hueco oscuro en el que no se ve; o quizá una magia, un instante en el que nadie sabe qué pasa hasta que algo aparece escrito.

Quizá por eso tantas veces se pregunta cómo escriben los escritores. Y si uno lee o escucha con atención esas respuestas que a veces son grandes libros, todo el contenido es un gran rodeo que proviene más del querer-escribir del que hablaba Barthes o del haber-escrito que de la operación de escritura en sí.

Es lógico, porque aunque hiciéramos un reality show de escritores escribiendo, o incluso en esos eventos en los que hay quienes se prestan a escribir en una pantalla a la vista del público, aún ahí, nadie consigue saber cómo lo hace. Por un lado, porque la palabra escrita no es sinónimo de literatura y porque en el mejor de los casos, el instante en que la escritura efectivamente se consuma es inaccesible. De esa operación hay un único saldo: el olvido. A cambio, queda lo escrito.

Lacan explicaba que se alcanza el objetivo solo al precio de cierto desconocimiento, es decir, cuando alguien se dispone a la acción y la ejecuta nunca sabe bien qué es lo que hace. De ese hacer, queda un rastro. En mi caso, la escritura. Es un rastro que, a su vez, se presta a la ficción. Entonces, al inventar, disimulo el olvido, la imposibilidad de saber, esa parte de mí que no domino, hago lo mismo que cuando escribo: recubro con una ficción y sustituyo también con ella los recuerdos.

Así es como me voy escribiendo.

Así, entonces, escribí mi novela más reciente, que a último momento se llamó Vos.

Cuando me faltaba poco para cumplir cuarenta años, le diagnosticaron leucemia aguda a mi papá. De las posibles evoluciones de la mielodisplasia, la leucemia aguda es la única que es terminal. Si bien ya tenía experiencias muy cercanas con la muerte, en ese entonces todavía no me había tocado vivir cerca de alguien con una fecha cierta de final.

Vivimos gracias a que ignoramos la muerte, a que podemos considerarla una fantasía, pero cómo se hace cuando la fantasía se convierte en realidad. Otra vez, no sé, pero estoy segura de que hay cosas que son imposibles. Es decir, que las vivimos a pesar de que sean imposibles y que por eso luego, o bien las olvidamos o se nos mezclan en el recuerdo como si fueran sueños.

Cumplir cuarenta años, ahora que me acerco más a los cincuenta, me parece una maravilla, pero en ese entonces, cuarenta implicaba para mí una suerte de balance, de pregunta, de ultimátum de las cosas que llevaba largo tiempo deseando y no me decidía a cumplir. Una especie de obligación de saber y hacer, de una vez.

Pero la vida nunca es exactamente por donde una piensa, al menos eso vengo descubriendo. Durante la enfermedad de mi padre y gracias a su negativa rotunda de saber su diagnóstico aprendí algo más sobre las palabras. A veces no solo se trata de encontrarlas, a veces se trata de perderlas porque esa puede ser la única forma de vivir, dejar que se escapen entre los dedos, que se extingan en las historias clínicas y creer fervientemente que nada de lo que dice ahí tiene que ver con uno.

Durante dos años vivimos así, lejos de la verdad, en nuestra propia ficción, en la que casi volví a creerlo inmortal. Hasta que llegó un momento en el que la dimensión desconocida de su cuerpo se impuso con todas sus células en plan de apocalipsis. Ahí, un día me dije: se va a morir, y si bien aún no sabía lo distinto que podía ser el mundo sin él, creía que podía imaginarlo.

Las palabras se vuelven más ciertas cuando están cerca de la muerte. No fui capaz de vivir en esa certeza. No soy capaz de vivir en la pura realidad. Supe que mi padre estaba a punto de morir y necesité, desesperadamente, conservar algo que él mismo me había enseñado: la relatividad de la verdad.

Mi padre era abogado penalista y se jactaba de no haber defendido prácticamente a ningún inocente. Yo solía preguntarle cuando hablaba de algún cliente: ¿es culpable? “No del todo”, respondía y se lanzaba a narrar la ficción que él mismo había construido para desplegar en sus alegatos como abogado defensor. Jamás podría haber sido abogada pero mi padre me mostró que de las palabras también hay que cuidarse.

Entonces, esos últimos dos o tres meses de la vida de él, escribí. Escribí frenéticamente cada noche. Escribí un diario sin pie ni cabeza, con un único propósito: sostenerme. Me convencí de que si escribía, entonces, lo iba a soportar, porque en todo caso, pasara lo que pasara, yo podía escribir y escribir es saber que las palabras nunca dicen lo que uno cree, a veces dicen más, a veces menos y con ello yo me reservaba algo invaluable: una cuota de no saber.

Recuerdo haber escrito luego de su muerte, cuando mi madre todavía vivía, algo así: “la mitad de la hija donde me escondía es ahora intemperie”. La intemperie también es una certeza de la que quise irme, por eso algún tiempo después de su muerte, volví a aquel diario y quise convertirlo en una novela, pero me quedaba detenida frente a la pantalla y a veces, todavía lloraba. Tuve que escribir otro libro, Veintisiete Noches, sobre una historia que no fuese mía para regresar, después, como decía Barthes, a convertir en un buen manjar frío lo escrito en caliente.

Así empieza “Vos” (Fragmento)

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Cuando veo llegar a la hematóloga por el pasillo, me pongo de pie como un soldado en presencia de su comandante, falta que le haga la venia, convencida de que así no me traerá malas noticias. Me pediste que te dejara solo y hubiera sido más fácil irme a ser feliz comprando cualquier pantalón caro con la excusa de la hija que sufre por la muerte inminente de su padre. Me lo merecía, pero sigo acá.

Esta vez te tocó el quinto piso del Hospital Alemán. Todos coincidimos en que es mejor porque circula menos gente y eso significa menos bichos en el aire. Así le llamamos a todo lo que no podemos ver pero sabemos que podría matarte. Tuvimos que entender que lo que mata casi siempre es invisible.

Gran parte de nuestras conversaciones consisten en destacar la bacha de mármol del baño de tu habitación que parece del Sheraton y el tamaño de la ventana donde la porción de cielo es más amplia que la anterior; igual siempre elegís tener las cortinas cerradas y yo no puedo entender esa preferencia por la oscuridad.

Te decimos que estás volviéndote alemán y reímos estúpidamente.

Tu salud depende de la buena voluntad de esta mujer de mi edad que tampoco pertenece a este hospital, que jamás usa guardapolvo y viste siempre en la gama del beige, con la dosis justa de rojo, blanco o azul, la cartera nunca exigida y el pelo lacio sin frizz. La ortodoncia es la única evidencia de algún descontento que puede haber tenido con su cuerpo, pero los brackets prueban su voluntad de resolverlo. No debe tener hijos. Yo, en cambio, siento la panza llena de brazos y piernas otra vez, aunque todavía no hay nada.

Ella se aproxima con su cuerpo entero y seré la delegada de la familia. Estoy a punto de evitar que me dirija la palabra al constatar el teléfono apoyado en mi oreja, pero ella se detiene ante mí con toda su parsimonia y me asalta la posibilidad de que venga a decirme que estás muerto, que un dispositivo electromagnético les alertó que quedaste sin vida en la habitación, que están llegando los funcionarios de la morgue, que no tengo que pensar que pude haberte descuidado, que estas cosas pasan, que ellos se encargarán de todo con mi firma en una serie de formularios.

Quién es Natalia Zito

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1977.

♦ Es escritora y psicoanalista, licenciada en Psicología por la Universidad de Buenos Aires.

♦ Escribió los libros Agua del mismo caño, Rara, Veintisiete noches, Traidores y Vos.

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