Un día, en medio de un caluroso verano, la ciudad se llena moscas. Como si fuera una plaga bíblica y sin saber de dónde salen, estos molestos bichitos voladores, de repente, lo cubren todo. De esa premisa parte El amor es un monstruo de Dios, la segunda novela de la escritora argentina Luciana de Luca.
La protagonista de esta extraña pero impactante historia es “una mujer que se sabe deforme”, hecha en la brutalidad y lo agreste, atrapada entre el misterio de su familia, “de su madre dueña y señora, de su padre débil que mira el río”. ¿Es posible esquivar lo impuesto? ¿Cómo hacer para deshacerse del insostenible peso de lo heredado?
Cuando la llegada de dos extranjeros con sus biblias en las manos cambia el destino de las moscas, de la familia y de los habitantes del pueblo, empezará a asentarse una advertencia olvidada: no hay que confiar en aquello que llega sin avisar y se queda.
En El amor es un monstruo de Dios, editado por Tusquets, De Luca retrata la complejidad y lo siniestro del alma humana, y se adentra, sin miedo, en la oscuridad del amor a través de un abanico de personajes que deambulan sin un dios que los salve.
Así empieza “El amor es un monstruo de Dios”
Ese verano de muerte el aire se llenó de moscas. Todo se llenó de moscas: los huecos entre las hojas y los bordes de los tapiales. Las moscas avanzaron en malón por el mostrador de la carnicería, burlando las descargas eléctricas de las lámparas inventadas para masacrarlas. Las ejecuciones no alcanzaron y las moscas bailaron, zapateando arriba de los huesos pelados, de las gelatinas blancas de los caracúes; arriba de la caja registradora y del delantal sucio del carnicero. Las moscas vinieron, extranjeras, en bandadas, montando el aire con sus alitas afiladas.
¿De dónde vienen? Cada uno, a su tiempo, tuvo su teoría. De los mataderos; de la curtiembre más arriba en el río. De un cadáver que está tirado en algún lado, pudriéndose, y que todavía nadie encontró, pero sí las moscas. ¿Será cristiano o será bicho el muerto? Hombre. Bicho. Hombre. Bicho. La Señora mandó a sus dos peones a revolver el campo con palos y azadas. La costa, los bañados. Atrás de los corrales. Los caminos. No fuera a ser cosa, uno nunca sabe. No encontraron nada.
Y después de las moscas, más lenta, la noticia: una huelga de empleados del cementerio. Entonces se presumió que de ahí venían: el otro horror. Fue la Señora: las moscas tienen las patas llenas de muertos. Lo dijo así y lo dicho se despegó de la lengua y rodó por la casa, bajó las escaleras y reptó por la tierra hasta pudrirle los oídos a los peones, a las cocineras, a las sirvientas. Y después de ennegrecerle las orejas y los corazones a la peonada, se desparramó por los caminos y fue fuego, fue veneno, infló a todos con su humo negro y entonces se hizo un silencio que calló al pueblo entero. Y enseguida: cómo, cómo. Hubo tumulto, estómagos revueltos, descomposturas.
Si vienen del cementerio, son las moscas de la huelga y de los cajones amontonados, porque nadie entierra a nadie, nadie crema a nadie y no hay nadie limpiando las bóvedas, en tal caso toda esa mugre, los jugos que traen pegados en las patas, en las alas, en los cien, mil, diez mil ojos, son de los muertos. Las moscas les caminan por encima, los chupan y los comen y se revuelcan y ahora vienen con esa peste, esa infección. Tienen a los muertos encima, adentro, arriba, por todas partes; adonde se posan, muertos; la comida que tocan, muertos. Comer lo que sea que hayan tocado es comerse un muerto. Rascarse donde se apoyó la mosca es rascarse un muerto. Y todos con los ojos abiertos, desorbitados por el miedo, tironeando de la memoria para acordarse qué comieron, con qué toalla se limpiaron la cara, cuánto tiempo dejaron el vaso de agua solo, sin vigilancia, encima de la mesada. Sin saber si se habían tomado, masticado, metido abajo de la piel, infectado el cuerpo con un pariente, con un vecino, con un enemigo muerto.
La primera mosca fue la peor. Antes de esa mosca había un orden, una tranquilidad. Pero vino el zumbido, se anticipó a la aparición y avisó lo que iba a pasar. El zumbido dijo: acá va a haber una mosca. El futuro llegó antes que el presente.
No hay mosquitero que sirva, que alcance: el mosquitero es la esperanza cuadriculada, la fe en el poder de la unión que debería hacer la fuerza. Mentira: nada hace. No sirve, es apariencia, es intención. Es para quedarse tranquilo, pensando si la humanidad quiere le gana a la naturaleza. Si yo quiero los bichos no me entran, no me ensucian, no me hacen rascar a la madrugada, no me andan caminando por encima cuando estoy en la intemperie del quinto sueño.
No sirven los mosquiteros. Ni las palmetas. Ni los espirales. Nada sirve cuando lo que tiene que pasar, pasa y viene con fuerza salvaje, juntando brío desde el horizonte, atropellando la voluntad.
La primera mosca fue la irritación, una molestia. Como en la guerra, eligieron a una mosca soldado para mandar a la muerte. Una centinela para ver si era fácil meterse, cómo eran las casas, lo que hacía la gente. Y la condenada vino y vio que nadie la esperaba, que no le llevaban el apunte y que los manotazos al aire ni la rozaban, y habrá mandado una señal invisible para el oído humano. Un chiflido que le salió de adentro, atravesó la casa, cruzó la vereda, se fue por las calles y llegó al cementerio, adonde estaban todas las otras flotando en el aire, en pausa, sonando, comiendo la carroña, esperando. Ese chiflido les habrá dicho: vengan, acá es fácil, no hay peligro. Avancen. Y avanzaron, todas juntas, un malón negro y oscuro, una tormenta enferma.
Cuando vuelan de a una, las moscas zumban y alumbran un do hondo, metálico. Y ese zumbido se le enrosca al que oye en la punta del túnel que une los oídos con el cuerpo. Se queda ahí, atravesado, insoportable. Un do que atonta, que confunde. Los que oyen se golpean las rodillas contra las puntas de los muebles, rabian sin razón, pierden las monedas, tiran las llaves al suelo. El zumbido de las moscas amontonadas, cuando vienen en bandada, queriendo atravesar los vidrios, cagar encima de todas las cosas y dejar su firma de manchas negras, se parece más a un si. Un si que lastima, que se mete en la oscuridad de los dientes y llega a los nervios enterrados abajo de las muelas. Como el de los mosquitos, un si que es ola que crece, que ahoga.
Si quieren, las moscas nos pueden sepultar a todos.
Toda mosca viene de una mosca. Toda hija viene de una madre. Toda madre viene de otra madre, que nació de otra madre y la cadena se estira al pasado y se alarga y se estira y no deja pasar la luz entre los eslabones. Cada madre hacia atrás es menos madre y más salvaje. Más bestia. Cada madre hacia atrás es más cueva y choza al filo de ríos que todavía no tienen nombre. Cada madre hacia atrás es más cacería y sangre de animales en las manos. Más intemperie, más infecciones, menos conquista, menos Dios y más apareo. Cada madre hacia atrás muere más joven que la que engendra. Tan pocas resisten el frío y las mordeduras, las lluvias y el hambre, y se quedan dando vueltas por la tierra quebrada, viendo que la piel se les vuelve corteza, que se les cae el pecho y el pelo, mientras las hijas se desarrollan, brillan, crecen, se montan, se reproducen y desaparecen o se marchitan o se mueren.
De la carne podrida brotan una y más moscas. De cada madre brotan una o más hijas.
Yo quise que en mí se secara la cadena. Yo era una ventana sin paisaje. Una ventana que no iba a dar a ninguna hija. Yo quería ser el fin de todo esto. Yo fui una hija y quise ser la última mosca de este linaje.
Una huelga de sepultureros, una manera de parar el mundo de los vivos. Como una peste, las palas quietas al costado de las tumbas a medio cavar contagian a los demás empleados —los administrativos, los del crematorio, los que limpian los nichos con trapos viejos, los de la puerta, los de la capilla, los de Suministros y Compras—. En el cementerio nadie trabaja. Imitan a los muertos. Un cementerio al cuadrado, al cubo: nadie hace nada. Los cajones se acumulan atrás del portón, que se abre para dejar pasar a los coches sin cortejo. No hay familias, amigos ni llantos. Se retrasa la muerte todo lo que se puede. Nadie quiere vestir de negro y llorar a un muerto en la vereda. La Municipalidad se explica y se disculpa en el único diario, que sale a la tarde y deja demasiado tiempo disponible, tendido como un mantel, para fantasear. El secretario de Cementerios dice que los vecinos tendrán que ser pacientes. Que sus seres queridos van a ser puestos en heladeras, si hace falta —hace falta: amanece y ya hay 27 grados—. Que los huelguistas van a ser suspendidos, perseguidos, intimados.
Hay moscas por todos lados. Los empleados incendian papeles y maderas enfrente del cementerio. La mezcla de olores no se acaba nunca. Quemado. Podrido. Quemado. Podrido.
Los empleados municipales son más. Muchos más que todos. Salen de todos los rincones. Son tantos, pero menos que las moscas. Se sientan del otro lado del portón, se vuelcan el mate encima de sus mamelucos azules. Miran las protestas y los fuegos que bailan del otro lado y comentan, como si vieran correr caballos.
A la noche, cuando llegan a sus casas, se sacan el uniforme, escuchan la radio, fuman, comen y se bañan y con el agua y el jabón van dejando caer la capa más fina de descomposición, eso que prueba que todos los días damos un paso lento hacia la muerte. Los vivos nos vamos pudriendo en vida. Con las manos enjabonadas remueven pedazos de cuero cabelludo, de piel, de grasa pegada en las axilas, en los pliegues de las barrigas, a los lados de la nariz. Se desprenden de lo corrupto, de lo que ya no sirve, y, aliviados, un poco más ágiles, se acuestan, todavía húmedos, para soñar con una huelga que no se termine nunca.
Los muertos del todo, los de abajo de la tierra, tapados con mármoles, con cemento, con flores; los que esperan apilados al aire; los que se endurecen en las heladeras, en cambio, ya no pueden usar las manos para sacudirse los gusanos.
Y como nadie puede trabajar así, nadie trabaja.
Las frutas en los árboles no aguantan y se caen, hinchadas, llenas de larvas blancas, ciegas, que reptan y se comen todo lo que pueden, con un hambre incansable. Los perros aúllan y se rascan las orejas, y se sacan moscas y vuelan gotas de sangre y larvas.
En los corrales, las vacas y las ovejas se tumban en el pasto, en la tierra, y se rinden. Las moscas son muchas más, y hay más y más larvas. No hay nada que hacer.
Nadie quiere salir a la calle, nadie se anima a abrir las ventanas.
Las casas son hornos prendidos y adentro nos cocemos despacio. La Municipalidad no tiene soluciones: las moscas no los dejan pensar. Mandan cuadrillas a fumigar las calles que son de tierra y se embarran, y las moscas empollan en los charcos y se multiplican.
Los empleados del cementerio y el sindicato suspenden la huelga, pero para ese entonces ya es muy tarde. Guardan las sillas, lavan el piso del cementerio con agua a presión, lo frotan con escobas de paja y acaroina, pero las moscas vuelven y vuelven y vuelven, porque el olor de los cuerpos pudriéndose no se va.
Las moscas toman el pueblo, el campo, a los vivos y los muertos.
No queda una ventana abierta.
Quién es Luciana de Luca
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1978.
♦ Es escritora.
♦ Participó en distintas antologías de cuentos: Cuentos cuervos, Ficciones de argentinos en Brasil, Cuentos raros.
♦ Es autora de libros para niños que recibieron distinciones de Alija y The New York Public Library. Entre ellos, Soy un jardín, Ratón de biblioteca, Nunca vi una bruja y Ansiosa, que fueron traducidos al inglés, al coreano y al portugués.
♦ También escribió el libro de relatos Las fiestas no son para los niños (2013) y en 2021 publicó la novela Otras cosas por las que llorar. El amor es un monstruo de Dios es su segunda novela.