“La Catedral de los nueve espejos”, el escritor italiano Martin Rua en busca de los misterios alquímicos

Con motivo de su presencia en la edición 2023 de la Feria del Libro de Cali, se promociona este thriller del autor nacido en Nápoles

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La Catedral de los Nueve Espejos, de Martin Rua.
La Catedral de los Nueve Espejos, de Martin Rua.

El napolitano Martin Rua se consolida en el ámbito del thriller en Italia. Se dio a conocer como escritor autopublicado y, tras vender miles de copias de su primer ebook, en 2013 la editorial española Bóveda lo fichó con su novela Las nueve llaves del anticuario, que se mantuvo varias semanas en las listas de los libros más vendidos en Italia.

Licenciado en Ciencias Políticas, autor de una tesis sobre historia de las religiones, Rua ha centrado sus estudios en la masonería y la alquimia. De allí beben sus ficciones.

El personaje central de sus obras, Lorenzo Aragona, es producto de todo lo que el autor ha vivido y leído, una fusión de aventurero y fanático del esoterismo.

El escritor italiano participó de la edición 2023 de la Feria del Libro de Cali.
El escritor italiano participó de la edición 2023 de la Feria del Libro de Cali.

Una de sus obras más recientes en español, con la traducción de Miguel Ros, es La Catedral de los Nueve Espejos, novela de la que el autor habló en su reciente participación en la edición 2023 de la Feria del Libro de Cali, como uno de los invitados internacionales al evento cultural en Colombia.

En las páginas de La Catedral de los Nueve Espejos, Rua nos introduce en la vida de Lorenzo Aragona, un anticuario que, en un congreso sobre antigüedades en Praga, se ve envuelto en una trama que abarca siglos de secretos y conocimientos alquímicos. La muerte del enigmático alquimista Vladislav Hašek desencadena una serie de eventos que llevarán a Lorenzo a desentrañar un rompecabezas alquímico de proporciones monumentales.

La historia nos lleva por los recovecos de Praga, una ciudad donde cada rincón parece respirar historia y misterio. Bajo los arcos del icónico Puente de Carlos, el protagonista es testigo de una ciudad que parece detenida en el tiempo, con estatuas que parecen cobrar vida y calles empedradas que despiertan la imaginación de cualquiera.

La Catedral de los Nueve Espejos, de Martin Rua.
La Catedral de los Nueve Espejos, de Martin Rua.

Con opiniones divididas entre los lectores, pues algunos han comentado que para adentrarse de lleno en la obra es necesario ser un iniciado en temas de alquimia y ritos masónicos, la novela se sumerge de manera profunda en varios de estos asuntos, lo que puede llegar a resultar abrumador si no se tiene un contexto. El propio Rua es un apasionado por estos temas y el libro lo ha escrito bajo su peculiar mirada.

A bordo de las páginas de La Catedral de los Nueve Espejos, Rua nos transporta a través del tiempo y el espacio, llevándonos desde Praga hasta Nápoles y Francia en busca de una catedral extraordinaria que alberga nueve espejos misteriosos. El protagonista, Lorenzo, se convierte en un peón en un juego donde los masones y las amenazas de muerte son moneda corriente.

Rua escribió su novela después de visitar la ciudad de Praga, y su pasión por este destino queda claramente reflejada en su prosa. Los lectores se sumergen en la ciudad, con sus puentes, plazas y calles que evocan un pasado misterioso y una profunda conexión con las tradiciones alquímicas.

Así empieza “La Catedral de los Nueve Espejos”

Queridísimo conde:

El escrito que sigue es una simpática invención —o, mejor dicho, reelaboración— de mi propia cosecha. He fundido los recuerdos de mi encuentro con el prodigioso músico austríaco, que tuve la buena ventura de conocer, y los del relato que usted me hizo sobre su feliz expedición y lo que derivó de ella. Que este breve texto sirva de complemento al relato de su viaje, en el que anhelo leer las elevadas y profundas reflexiones que nos han abierto, con tamaña sublimidad, las puertas del conocimiento.

Con aprecio fraternal,

R. d. S.

Nápoles, 25 de mayo de 1770

Votre Excellence me flatte! —exclamó en francés el joven avergonzado, antes de pasar a un fluido italiano, para añadir—: Y, a decir verdad, es usted una de las pocas personas que me han acogido con tanto calor, reconociendo mis habilidades.

El príncipe sonrió, benévolo, aunque también resignado.

—Mi querido Amadeo, tiene que disculpar la actitud irreverente de mis conciudadanos. Esta tierra nuestra es la cuna de la civilización y la cultura itálicas. En el reino hay miles de maestros y compositores; se dice que solo en Nápoles son trescientos. Se acostumbra a mirar por encima del hombro al forastero que viene a presentar su arte. Cometiendo, huelga decirlo, un craso error.

El joven músico asintió. El príncipe era, ciertamente, un hombre de amplias miras; se quedaría horas escuchándolo con mucho gusto, pero el tiempo era un tirano, así que sacó de su carpeta de cuero varias partituras.

—Este es un pequeño regalo para usted, para darle las gracias por su benevolencia, por enseñarme su asombrosa capilla y compartir conmigo algunos de sus secretos, que tendré muy presentes.

El príncipe recibió esos folios como un obsequio valiosísimo, y los aferró con fuerza, como temiendo que pudiesen desaparecer.

—He intentado plasmar en la partitura esa frase cuyo significado arcano ya me explicó en su día. Resulta increíble, pero los intervalos matemáticos se convierten en melodías ante mis ojos con suma facilidad. Escribí esta breve composición en una sola noche, justo después de nuestro feliz encuentro. Es el principio de un allegro que podría formar parte de una sonata. La he titulado Arcana Dei, convencido de que me la ha dictado el mismísimo Dios: yo solo soy un medio.

El príncipe abrió los ojos de par en par y clavó una mirada intensa en el joven. Una señal: la llegada de ese músico austríaco, apenas adolescente, era sin duda una señal.

Le apoyó una mano en el hombro y le sonrió una vez más.

—Se convertirá usted en una leyenda, Amadeo, estoy seguro.

Nápoles, 10 de julio de 1770

Los dos hombres caminaban lentamente por la única nave de la capilla. Ya habían pasado más de dos semanas desde el solsticio de verano y un mes y medio desde la visita providencial del joven músico de Salzburgo. El típico bochorno estival aún no había invadido los callejones del centro, y ahí aún se podía estar cómodo.

Aunque apenas se llevaban dos años, uno parecía el padre del otro. El señor de la casa, dueño de la capilla, mostraba signos de un envejecimiento precoz: paso vacilante, rostro surcado por numerosas arrugas y respiración entrecortada.

El otro, en cambio, de aspecto y porte noble, vestido con elegancia y de modales refinados, parecía mucho más en forma: piel lisa e inmaculada, mirada intensa, posición erguida. Apoyó con discreción una mano en el hombro de su amigo fraternal y le dirigió una sonrisa afable.

—Tendría que tomarse unas vacaciones, excelencia. El calor pronto será insoportable aquí.

El señor de la casa apartó un instante la mirada del intricado suelo laberíntico de la capilla y la posó en su ilustre huésped.

—Mi querido conde, tiene usted razón. Los días pronto serán abrasadores en las entrañas de Nápoles, pero me quedan aún tantas cosas por hacer... No puedo interrumpir los experimentos, apagar los hornos, tapar los alambiques y quedarme de brazos cruzados. —Se detuvo un instante, esbozó una sonrisa y continuó—: ¡De lo contrario jamás lograré igualar sus éxitos!

El conde también sonrió, divertido por la falsa modestia de su amable anfitrión.

—Excelencia, usted ya ha igualado y superado a este humilde aprendiz, ¡y esta capilla es una clara muestra de su ingenio! Algún día el nombre del príncipe de Sansevero se recordará entre los espíritus iluminados de este siglo.

—Como también el suyo, conde de Saint-Germain.

—Bueno, yo no soy más que un ilusionista, excelencia, un soplador.

El príncipe de Sansevero arqueó una ceja.

—Jamás habría pedido ayuda a un soplador para llevar a cabo la delicada misión que le encomendé. Es usted un gran alquimista, conde, un erudito de profunda cultura y, sobre todo, un hombre meticuloso. Me puedo fiar de usted.

El conde de Saint-Germain se puso serio al punto.

—De eso puede estar seguro, príncipe. Sobre todo porque la tarea que me confió ha sido harto laboriosa y... sobrecogedora, me atrevería a decir. Dudo mucho que quien no esté iniciado en nuestros secretos pueda soportar lo que he visto ahí.

La pareja había llegado a los pocos peldaños que conducían al altar mayor. El príncipe se detuvo, antes de girarse hacia su amigo.

—Cuéntemelo todo, por favor.

Saint-Germain suspiró, buscando las palabras idóneas.

—La tradición tiene fundamento: he encontrado la cámara.

El príncipe se llevó una mano a la boca, como queriendo reprimir un grito de alegría. O quizá de consternación.

—¡Dios santo! Soy todo oídos.

El conde volvió a suspirar, casi con esfuerzo.

—Gracias a mis contactos y a un generoso donativo, recibí autorización para aislar esa parte del edificio. Una cortina me ocultaba de las miradas indiscretas, y parecía colocada ahí para hacer labores de mantenimiento.

—Muy astuto.

—A la hora establecida situé el catalizador. El fenómeno comenzó, así que pedí a mis colaboradores que se alejaran. Me quedé solo, emocionadísimo, mientras la luz avanzaba hacia mí...

El conde hizo un parón y el príncipe, engatusado por sus palabras, lo invitó a continuar con gesto impaciente.

—La piedra desapareció y pude ver más allá, en las profundidades del templo. Pude distinguir el punto exacto justo antes de que el fenómeno se desvaneciese. Llamé a mis ayudantes y llegué hasta la cripta.

El príncipe de Sansevero no cabía en sí de gozo; parecía revigorizado por el relato de su amigo, casi podía ver lo que los ojos del conde de Saint-Germain habían visto.

—Encontramos la cámara. Por segunda vez pedí a mis ayudantes que se quedasen fuera. Entré solo y seguí sus instrucciones. Y ahí estaba... la Wouivre de ese lugar. Fortísima, de una potencia inimaginable, pero muy distinta de lo que cabría esperar.

Los ojos del príncipe brillaban como los de un chiquillo con un juguete nuevo.

—Pero usted logró contener su fuerza, ¿verdad? La extrajo de la tierra y la dominó, tal y como habíamos previsto. ¿Qué vio? ¿Qué efectos, qué prodigios?

El conde de Saint-Germain sacó su valiosísimo reloj de bolsillo, un objeto único en el mundo que el propio príncipe había fabricado y le había regalado, y se lo enseñó a su amigo. Este, primero confundido y luego curioso, lo examinó: el reloj se había detenido. Volvió a mirar al conde.

—No lo entiendo, ¿se averió? ¿No funcionó en el momento exacto? Ha dicho que pudo extraer la fuerza...

El conde asintió.

—Sí, sí, el mecanismo funcionó a la perfección; solo que el fenómeno produjo un cambio en el propio reloj, algo inesperado.

Le dio cuerda y lo puso en marcha, luego sacó una moneda oxidada y la acercó al reloj. El príncipe de Sansevero abrió los ojos de par en par.

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