Llega al bar de la entrevista con su ropa deportiva, unos anteojos levemente ahumados y uno de esos bolsos oblongos de cuero que se asocian a las peleas de box o a los entrenamientos de artes marciales. Es difícil, si no se lo ha visto antes en entrevistas o veladas literarias, reconocer en Fabián Casas a un escritor, pero lo es, y desde hace ya largas décadas. Que no use polera y no lleve una pipa y un libro bajo el sobaco despista al anacrónico cazador de estereotipos de intelectual más avispado.
Después de diez años, tras la publicación de Titanes del coco, Casas ha regresado a la novela, con su nuevo libro, El parche caliente (Planeta). Un texto emplazado en el desierto argentino, un espacio literario no muy visitado en las experiencias narrativas previas de este autor que es casi un ejemplo de artesano renacentista: poeta, novelista, cuentista, ensayista, dramaturgo, guionista de cine, hacedor de un podcast sobre poesía y mil temas más compartido con la escritora Marina Mariasch -intitulado “La inquietud”-, así como también tallerista y dibujante, aclara, de un solo dibujo: copias precisas del Corto Maltés, personaje mítico del inoxidable Hugo Pratt.
En el decantar de esa década transcurrida entre una novela y la siguiente, Casas no se detuvo: publicó ensayos, columnas periodísticas, poesía, dramaturgia y, con interrupciones reguladas por el deseo inestable de escritura, avanzó en darle forma a El parche caliente, libro al que le puso el punto final en el verano de 2023. De esta nueva obra y de otros asuntos asociados a la literatura habló Casas con Infobae Leamos.
-¿Cuál es la génesis de esta nueva novela?
-El director Lisandro Alonso me contactó para que escribiera un guión para él. Como no sabía escribir guiones, comencé a escribir una novelita, y de ese texto empezamos a pasar partes al formato guión con Lisandro. Terminamos el guión, se hizo la película -que se llamó Jauja (2014)- y yo seguí escribiendo hasta ahora ese mismo relato.
-¿Y esa necesidad de seguir ampliando una historia ya cerrada en un film a qué obedeció?
-Porque había cosas de la historia que Lisandro me había dicho “esto no lo puedo filmar”, que un hombre se convierta en perro era algo que no lo podía hacer, porque además del impedimento técnico implicaba quizás llevar la película a otro lugar de desarrollo, pero yo me encariñé con los personajes y entonces seguí escribiendo sobre ellos a lo largo de diez años. En ese tiempo también fui escribiendo otras cosas: ensayos, poesía, y varios guiones cinematográficos.
-¿Entonces ese guión iniciático fue tu manera de aprender el oficio?
-Sí, hice uno más para Alonso y otro para Luis Ortega, que se va estrenar dentro de poco. Hice también miniseries, publicidades, y armé un equipo de guionistas que coordino. Lo que sí no tengo es una educación formal en el desarrollo de guiones.
-¿Cómo se convence a un editor de que El parche caliente es el mejor título para un libro y que, además, es innegociable?
-¿Y Titanes del coco? (risas). No sé cómo se hace. Mercedes Güiraldes es una editora extraordinaria. Siempre me acompaña mucho, nunca me objetó nada, al contrario. Pero Titanes del coco fue aún más difícil que El parche caliente, sobre todo a la hora de traducirlo a otros idiomas.
-En uno de tus ensayos planteás la necesidad de que el escritor trabaje en contra de su habilidad. ¿Cuál sería la habilidad contra la que escribiste en El parche caliente?
-Yo no tengo imaginación. Tuve que hacer un esfuerzo, y por eso este libro es como un diario medio secreto, porque todo lo que me iban contando conocidos y amigos a lo largo de estos diez años yo lo iba incorporando a la historia. Cosas que me contaban, situaciones que veía. Por ejemplo, un poco antes de la pandemia, Nahuel Vecino, que es un pintor amigo, me mandó unos libros de Carlos Castaneda muy puntuales, y yo agregué en la novela un personaje que se llama Charles Castaneda. Y también sumé hechos que me fueron pasando y que los destilé camuflados en la novela. Después metí a un personaje llamado Masilla, porque me encanta Una excursión a los indios ranqueles, de Lucio Mansilla.
-¿Y qué más?
-También tenía muchos libros que me regaló Viggo Mortensen -quien protagoniza Jauja- que eran libros específicos que él había comprado sobre la Campaña del Desierto, sobre la historia del alambrado. Y cuando terminó de filmar, heredé una pequeña biblioteca que Viggo armó con muchos libros de un investigador extranjero que vino acá cuando se estaba avanzando sobre el desierto, en los que se cuenta cómo se vivía acá en la pampa. Libros hermosos. La vida de los indios, los malones, la historia de un flaco que se enrola en el ejército de frontera.
-Eso fue armando la novela...
-Con esos materiales fui drenando narración. Pero eso sería lo que yo no manejaba; tampoco habitualmente un personaje mío se convierte en perro. Tengo relatos como Los Lemmings en el que pasan cosas raras, pero no ese tipo de conversión canina. Hay también, en un fragmento, una reescritura del relato La madriguera de Franz Kafka, que me gusta mucho.
-Como en la mayoría de tus textos, también en esta novela hay juegos de palabras, pequeñas bromas con alusiones a la alta y baja cultura en títulos explícitos o en citas más o menos soterradas. ¿Por qué te interesa ese recurso?
-Para mí la originalidad es una causa perdida, no me interesa para nada. Tampoco me dedico a hacer guiños para que la gente diga “ah, mirá lo que está leyendo”. Estaba leyendo a Kafka, leí mucho La madriguera y me dije “voy a meter esto acá, lo armo”, entonces construyo sobre lo que ya está construido, y lo desarrollo para otro lado. Por ejemplo, Coronel, un personaje que aparece en este libro, es en realidad una chica que es mi asistente en mis talleres. Es una gran amiga, en lo cotidiano me río mucho con ella, entonces la ficcionalicé y la metí en El parche caliente. También leí mucho a Aira, en especial libros como La liebre y Ema, la cautiva, que aparece en la historia porque lo lee uno de los personajes. Así voy armando las cosas.
Con una obra narrativa inscripta en lo urbano y los vínculos entre personajes que bordean la marginalidad o la inadecuación existencial, ahora con esta novela Casas se dirigió, munido de su estilo seco y milimétrico, hacia un paisaje inusual: ahí está Diego Zuluaga, un coronel que comanda un fortín extraviado en los confines de la Patagonia y que, acosado por malones díscolos, asume el peso de encarnar a la supuesta civilización al sur de la frontera con el indio.
Envuelto en los rigores de la soledad -punteada por la presencia incondicional de su perro de raza jersey- y las exigencias del mando, Zuluaga recuerda el aislamiento del mítico Kurtz de El corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. En determinado momento, Zuluaga inicia un viaje hacia el Fuerte Grande y, en esa deriva, hay también reflejos del clima emocional de novelas como Esperando a los bárbaros de J.M.Coetzee, El entenado de Juan José Saer, Hay que matar de Andrés Rivera o En la frontera de Cormac McCarthy. Una suerte de alucinado western latinoamericano que Casas prefiere pensar como una mixtura entre una película de futuro postapocalíptico y un ensayo de etnografía literaria del siglo XIX.
-El capítulo final del libro da la impresión de ser un corte con el flujo narrativo que desarrollás en los capítulos previos. ¿Es así?
-Podés leerlo como un corte, pero está conectado a todo lo demás. Mirá: a mí me gusta el cubo Rubik, pero me parece que no tenés que armarlo completo. Tenés que jugar con el cubo, armar tres o cuatro caras, porque si lo armás en su totalidad lo que va a venir después va a ser una catástrofe descomunal. En mi novela anterior, Titanes del coco, hay una idea de lo que podría haber armado pero me gusta que falle. Me gustan las cosas que fallan, y en El parche... también hay algo de eso. El capítulo final se desarrolla en un castillo, en una época contemporánea, y seguro que mucha gente puede leerlo y verlo como una excentricidad, pero estructuralmente remite a toda la novela, pero sin cerrarla.
-Hay una tendencia a pensar al poeta como una figura mediúmnica. Siendo vos poeta, ¿funciona también ese rol cuando escribís narrativa?
-Trabajo los dos géneros de la misma manera. Para mí lo único que se modifica es la respiración. Incluso también en los ensayos. Escribo los ensayos y en determinado momento empiezo a volarme –para bien y para mal- y se supone que la escritura de un ensayo requeriría un mayor control porque manejás esquemas conceptuales y, de repente, me desvío hacia cualquier cosa y no me importa. Y en cierta forma eso obedece a una idea que me interesa que es la de ser un soldador antes que un soldado.
-¿Cómo es eso?
-Cruzar cosas, soldarlas, porque la literatura está llena de soldados que creen que su estética es la mejor, que atacan a las otras estéticas, y a mí me gusta la figura del soldador, el que mezcla y les roba a todos. Yo disfruto eso. Puedo escribir sobre algo que me interesa, aunque no me guste. Pero no me pongo contento cuando no me gusta un libro ajeno, como les pasa a algunos. Tampoco me gusta el escritor de polera negra, esos que creen que la literatura es algo súper sublime. Rechazo esa idea de que el escritor es un ser torturado y, además, una criatura elegida. Creo que todo el mundo puede escribir poesía, o ser un artista genial. Creo en la igualdad de las inteligencias, porque compruebo todo el tiempo que las personas tienen superpotencia, pero a veces la vida te hace que no puedas desarrollarte, y te abruma tanto que terminás perdiendo potencia, perdiendo alegría.
-Esta novela transmite la sensación de ser un texto híbrido, una suerte de road movie que engarza elementos de distintos géneros como terror, fantástico, novela histórica. ¿Lo ves así?
-La veo más como el cruce entre Mad Max –una de mis películas favoritas- y Una excursión a los indios ranqueles, porque van pasando otras cosas que colocan al relato en un lugar extraño, pero sobre todo he tratado de narrar desde un lugar de mucha libertad, como si tuviera que narrar un sueño porque para mí, cuando soñás, sos un genio. Lo que pasa es que no siempre funciona pasar lo onírico a la literatura, hay que filtrar qué sirve y qué no.
-¿Y a vos te funciona el sueño como cantera narrativa?
-Sí, y puedo dar un ejemplo puntual. Tengo un amigo que es editor de poesía, Gustavo López, quien, un poco antes de que me contactara Alonso para escribir el guión de Jauja, me llamó y me comentó que había llevado a su perro Bacon a que tuviera cría, lo perdieron y hacía una semana que lo estaban buscando y su hija estaba desolada. Hablamos un par de veces más sobre el tema y una noche soñé que Bacon volvía, convertido en un hombre, y se casaba con la hija de mi amigo. Entonces lo anoté. Y después ese sueño, levemente modificado, lo incluí en el guión de la película, que luego derivó en El parche caliente. Hice el camino típico del libro que llega al cine, pero en sentido inverso.
Quién es Fabián Casas
♦ Nació en el barrio porteño de Boedo en 1965.
♦ Es autor de una obra vasta que incluye títulos como Los Lemmings y otros (2005), Ocio (2006), Ensayos bonsai (2007), Toda la poesía, 1990-2010 (2010), La supremacía Tolstoi (2013) y Papel para envolver verdura (2020), entre otros libros.
♦ En 2007 obtuvo el prestigioso Premio Anna Seghers, en Alemania.