En el panorama actual de la literatura española ha emergido un misterioso autor cuyo nombre nadie había oído antes y del que no hay registro alguno. La editorial ha señalado que se trata de un seudónimo, y a la fecha no se ha revelado quién es la persona detrás del nombre de Lorenzo G. Acebedo, un autor oculto que está dando de qué hablar por su novela La taberna de Silos, la que sería una ópera prima publicada por el grupo Planeta, bajo su sello Tusquets, que ha deslumbrado a la crítica y los lectores
Gonzalo de Berceo: un poeta y detective en la Edad Media
La trama se desarrolla en una época en la cual la Iglesia y los nobles castellanos compiten por los beneficios de la producción de vino. En este escenario, el abad del monasterio de San Millán encomienda a Gonzalo de Berceo, un poeta y copista, la misión de viajar al monasterio de Silos. Su tarea consiste en copiar un manuscrito latino y crear un poema en castellano en honor a Santo Domingo. Sin embargo, detrás de esta encomienda, aparentemente inofensiva, se esconden intenciones más oscuras: un enfrentamiento con el Papa y sus obispos, quienes buscan apropiarse de los beneficios del vino, y una lucha contra la codicia de los nobles castellanos.
El misterio y el humor se entrelazan en la narrativa de Acebedo. Mientras Berceo se sumerge en su misión, una serie de asesinatos complican aún más su situación. A esto se suman unas figuras peculiares que desafían sus planes, como Lope, un peregrino amante del vino, y Elo, una astuta tabernera. Estos personajes inesperados se convierten en una constante molestia que amenaza con arruinar la misión de Berceo y lo empuja a asumir el rol de un detective de la Edad Media, al estilo de Philip Marlowe.
El misterio detrás de Lorenzo G. Acebedo
El autor detrás de esta cautivadora novela permanece en el anonimato. Se sabe que es una figura destacada en el mundo de los libros, con una vida monacal que cambió por el amor hacia una mujer. Este misterio añade un atractivo adicional a la novela, que invita a los lectores a especular sobre la verdadera identidad del autor.
La taberna de Silos nos transporta a la Edad Media española, donde la crítica social se mezcla con el humor y la intriga. Acebedo no solo teje una trama intrigante, sino que también aborda temas profundos como la fe, el amor y el propósito de la escritura. Su prosa fluida y su conocimiento de la historia y la lengua española se unen para crear una experiencia de lectura enriquecedora.
Con reminiscencias de obras maestras como El nombre de la rosa, de Umberto Eco, esta novela no solo entretiene, sino que también provoca la reflexión del lector. Combinando los misterios del thriller, el humor de la comedia y la profundidad de la crónica histórica, esta pieza se convierte en una lectura obligada para los lectores en lengua española.
Así empieza “La taberna de Silos”
Lo que me parece más difícil, casi asombroso, no es que aquel hombre pudiera perdonar mis pecados, siempre en el nombre del Padre, sino el simple hecho de que fuera capaz de comprenderlos.
Los ojos diminutos del que sería mi confesor, sus dedos cortos y toscos, sus labios abultados y manchados de grasa no daban para mucho más que la gula, una lujuria ocasional, entre vacuna y porcina, y acaso la avaricia más primitiva. Todas hijas de la carne, que siempre afirma y nunca duda, muy ajenas al dolor del espíritu, que siempre niega y se interroga.
—¡Cristo nos acompaña! —dijo de pronto fray Antonio, saltándose ensimismado de placer la regla que prohíbe hablar en el refectorio durante la comida.
No hubo reproche alguno, sino un murmullo sordo de asentimiento, que casi tapó la voz de fray Melanio, el encargado de la lectura aquella semana:
Entonces se acercaron los discípulos y le dijeron:
«¿Por qué les hablas en parábolas?».
Y él, en respuesta, les dijo: «Porque a vosotros se os concede
conocer los misterios del reino de los cielos, mas a ellos no.
Porque a cualquiera que tiene, se le dará, y tendrá más,
pero al que no tiene, hasta lo que tiene se le quitará».
A mi lado, Lope, el peregrino improbable, llamaba haciendo gestos con su escudilla vacía a los hermanos cocineros, pidiendo más antes de que se acabara o alguien se le adelantara. Es verdad que el estofado era excepcional, en todos los sentidos. Yo estaba fascinado, nunca había probado nada semejante, y menos en un monasterio benedictino. Con los propios monjes cocinando por turnos, lo normal es que no haya por dónde hincarle el diente a nada. Así que un guiso como aquel debía de sentirse muy incomprendido, casi malgastado, viéndose víctima de una gula tan torpe como la de fray Antonio.
Aquella carne dejaba en la boca un sabor más delicado que el de la ternera, más profundo que el del cerdo, más intenso que el del carnero y más prolongado que el del buey. Merecía pecadores imaginativos a su altura, con menos hambre atrasada. Un cardenal de Roma, por lo menos.
En el refectorio, aunque no había cardenales, el guiso podía contar con pecadores de exquisito paladar. Exigentes, caprichosos, despiadados y ambiciosos como príncipes de la Iglesia o emperadores romanos.
Ahora que el orden ha cambiado y los monasterios han quedado relegados en beneficio de las cancillerías de los burgos, cuesta recordarlo, pero por entonces solo los campesinos pensaban aún que en el monasterio los monjes se apartaban del siglo. Todo lo contrario: los monasterios eran el siglo. En realidad la única vida retirada y contemplativa, si la hay, es la que llevan todavía esos crédulos campesinos en su terruño. Ninguna de las pasiones humanas se quedaba entonces fuera de un monasterio, sobre todo las más avasalladoras: el deseo, la ira, la ambición de poder. La sangre oscura del siglo circulaba dentro de las abadías, tan espesa como en las cortes de los reyes y tan turbia como en los ejércitos. Pero también la espuma nacarada del siglo: la pasión por el arte, los códices miniados, los alejandrinos de la cuaderna vía, los saberes secretos y los escolásticos, los herméticos y los prohibidos... Desde la nervadura de una bóveda hasta el arco, vagamente ojival, de las manos de una Virgen orante en el tímpano de una iglesia, quizá esculpida por el propio fray Bermudo, que siempre comía dos sillas a mi derecha.
En realidad aquellos monjes comensales formaban una variada representación del mundo, en la que no faltaban un judas, un inocente, una mujer joven disfrazada de hombre y decidida a todo, y también un asesino... Aunque bajo el hábito negro y la negra capucha que nos hacían a todos iguales, cualquiera podía ser el héroe o el traidor, la víctima o el verdugo, la mujer o el hombre. Todos éramos nadie y cada uno era el resto de los hombres. Siempre han llamado a los benedictinos los monjes negros, frente a los monjes blancos del Císter, cuyo hábito de nieve no cubre sin embargo menos tinieblas ni más serenidad.
En las ventanas del muro sur aún brillaba la última luz declinante de ese sol incansable de Castilla, pero en las que daban al claustro ya llegaba la noche. Me llevé a la boca otro hueso del que la tierna carne se despegaba casi sin esfuerzo. Dudé que ninguno de los discípulos de Bernardo de Claraval pudiera cocinar algo tan sublime, por muchos poderes terrenales que haya acumulado el Císter.
Para que se cumpliese lo que dijo el profeta:
«Abriré en parábolas mi boca,
en que rebosa lo oculto desde la fundación del mundo».
—Esto se paguece a... —exclamó cerca de mí la voz nasal y estropajosa de fray Bermudo, incapaz de pronunciar las erres.
Al segundo comentario, la regla del silencio se desvanece ante la tentación eterna del ruido.
—Esto no tiene igual, no se parece a nada —interrumpí antes de mirarle.
Se había puesto de pie, pálido, y tan asustado como si le hubiera mordido una víbora y el veneno avanzara ya sin remedio por sus venas, a punto de alcanzar el indefenso corazón. Levantaba la mano y miraba la pieza de carne que descansaba en su cuchara.
Era un dedo humano, aunque sin uña. Debía de haberse desprendido tras varias horas de cocción en la olla borboteante.
Quise creer que era de madera y lo había tallado el propio fray Bermudo, maestro escultor de Silos, para hacer una de esas eternas bromas sin gracia que se practican solo en los cuarteles y en los monasterios, bromas de gente embotada y sin conocimiento práctico de la verdadera esencia del ocio. «El que hace bromas se convertirá en monstruo por su aspecto después de la muerte», pensaba recordarle. Pero la cara de espanto del fraile me quitó la idea de la cabeza.
Al tiempo, la mujer disfrazada de monje que se hacía llamar fray Servando brincó lanzando un grito tan femenino que aún me asombra que nadie se diera cuenta al instante de que no era lo que decía ser. Sin duda estaban todos muy ocupados buscando entre sus muchos pecados el que los había llevado allí. La muchacha quedó de pie con la banqueta en las manos, boquiabierta, paralizada de terror.