La autora de El tiempo es un canalla, galardonada con el Premio Pulitzer en 2011, la estadounidense Jennifer Egan regresa por lo alto con uno de los diez mejores libros del año según The New York Times.
Publicada en español por el grupo editorial Penguin Random House, bajo su sello Salamandra, con la traducción de Rita da Costa García, La casa de caramelo sigue la vida de Bix Bouton, un genio de la informática que, a pesar de sus éxitos pasados, se encuentra en un período de decadencia personal y profesional. La génesis de su empresa de redes sociales, Mandala, lo ha convertido en una figura admirada en el mundo de la tecnología, pero Bouton anhela otra visión revolucionaria.
Su búsqueda lo lleva a un grupo de académicos y estudiantes de la Universidad de Columbia, donde descubre una investigación sobre la externalización de la memoria. Esta revelación es el catalizador para la creación de “Aprópiate del inconsciente”, una herramienta tecnológica capaz de acceder a los recuerdos humanos y compartirlos, lo que desencadenará una ola de seducción y adicción en miles de personas, pero no todos estarán dispuestos a ceder.
Margaret Atwood, una de las voces más respetadas de la literatura contemporánea, ha dicho que este nuevo trabajo de ficción de Egan es “un trepidante paseo polifónico por Estados Unidos en las garras de una tecnología que permite a los demás introducirse en tu mente”. The New York Times ha calificado el libro como una de las novelas neoyorquinas y tecnológicas más importantes de nuestra época.
La crítica especializada ha destacado la habilidad de Jennifer Egan para trascender mundos y dimensiones mientras examina la dinámica entre la tecnología y la memoria compartida. TIME alaba la complejidad y la fuerza narrativa de Egan, mientras que Vogue destaca la omnipresencia de la tecnología de ciencia ficción en la trama, que parece ser un reflejo de nuestra realidad actual.
Una narración fragmentada e impactante
La novela está compuesta por piezas cortas interconectadas, cada una ofreciendo una perspectiva única sobre los eventos que se desarrollan. Esta estructura no solo permite a los lectores experimentar diferentes puntos de vista, sino que también resalta la omnipresencia de la tecnología en la vida de los personajes.
La casa de caramelo es una novela que toca temas profundos y contemporáneos. Explora la idea de una sociedad hiperconectada en la que la memoria y las identidades ya no son privadas. La historia nos invita a cuestionar el impacto de las nuevas tecnologías en nuestra vida, especialmente en la forma en que compartimos y protegemos nuestros recuerdos y experiencias. La obra también se adentra en temas como la pérdida, la memoria y la historia, haciendo una crítica sutil sobre lo que podría perderse cuando vivimos nuestras vidas en línea.
Con una trama intrigante, una estructura narrativa fragmentada y temas profundamente contemporáneos, esta novela promete cautivar a los lectores. La casa de caramelo es, sin duda, una obra imperdible que consolida a Jennifer Egan como una de las voces literarias más importantes de nuestra época.
“La casa de caramelo”, fragmento
Bix no sabía por qué. En realidad, en la calle 7 Este él sólo escuchaba de lejos mientras Lizzie y sus amigas se gritaban a través de nubes de marihuana como excursionistas desorientadas en un valle brumoso: «¿En qué es distinto el amor del deseo?» «¿El mal existe?» Bix estaba a medio curso de doctorado cuando Lizzie se fue a vivir con él, y ya había tenido esas conversaciones en el instituto y su primer par de años en la Universidad de Pensilvania. Pero la nostalgia de ahora era por lo que había sentido mientras oía distraídamente a Lizzie y sus amigas sentado delante de su ordenador SPARCstation, conectado por un módem a la Viola World Wide Web: la convicción íntima, extasiada, de que el mundo que aquellas estudiantes definían con tanto afán en 1992 pronto estaría obsoleto. Gregory mamaba. Lizzie dormitaba.
—¿Podemos? — Bix insistió —. ¿Hablar así?
—¿Ahora?
Parecía exhausta, ¡la estaban drenando delante de sus ojos! Bix sabía que Lizzie se levantaría a las seis para ocuparse de los chicos mientras él meditaba antes de empezar con sus llamadas a Asia. Sintió una oleada de desesperación. ¿Con quién podía hablar de aquella manera casual, abierta, típica de los estudiantes de la facultad? Cualquiera que trabajara en Mandala intentaría complacerlo de una forma u otra. Y cualquiera que no trabajase allí se imaginaría motivaciones ocultas, una prueba quizá, ¡una prueba cuya recompensa sería un empleo en Mandala! ¿Sus padres?, ¿sus hermanas? Nunca había hablado así con ellos, a pesar de lo mucho que los quería.
Una vez que Lizzie y Gregory se quedaron dormidos, Bix llevó a su hijo por el pasillo hasta su cama. Decidió volver a vestirse y salir. Eran las once pasadas. Infringía las consignas de seguridad de su junta que caminara solo por las calles de Nueva York a cualquier hora, mucho menos de noche, así que evitó ponerse el característico traje de pachuco deconstruido que acababa de quitarse (inspirado en los grupos de SKA que tanto le gustaban en el instituto) y el pequeño fedora de cuero que llevaba desde que había salido de la NYU quince años atrás para aliviar la desnudez que sintió al cortase las rastas. Desenterró del armario una chaqueta militar de camuflaje y un par de botas llenas de arañazos y se adentró en la noche de Chelsea con la cabeza descubierta, de lo que se arrepintió al notar la brisa fría en el cuero cabelludo (ahora con la coronilla pelada, era verdad). Estaba a punto de saludar con la mano a la cámara para que los guardias le dejaran entrar de nuevo y coger el sombrero cuando se fijó en un vendedor ambulante en la esquina de la Séptima Avenida. Echó a andar por la calle 21 hasta el puesto, se probó un gorro de lana negro y se miró en el espejito redondo colgado en uno de los laterales. Aquel gorro le daba un aire de lo más corriente, incluso a él. El vendedor aceptó el billete de cinco dólares que le dio como si se lo hubiera dado cualquiera, y a Bix la transacción le inundó el corazón de una alegría endiablada. Había acabado por esperar que lo reconocieran allá donde iba. El anonimato era una sensación nueva.
Estaban a principios de octubre, el viento cortaba como una cuchilla. Bix siguió la Séptima Avenida con la idea de dar la vuelta unas manzanas más arriba, pero le apetecía caminar de noche. Lo devolvió a los años de la calle 7 Este: aquellas noches esporádicas; sobre todo al principio, cuando los padres de Lizzie llegaban de visita desde San Antonio. Creían que su hija estaba compartiendo piso con su amiga Sasha, que también estaba en segundo en la NYU, una artimaña que Sasha corroboró lavando la colada en el cuarto de baño el día que los padres de Lizzie fueron a ver el piso en otoño, recién empezado el curso. Lizzie había crecido en un mundo donde no había más negros que los camareros y los caddies del club de campo de sus padres. Le daba tanto miedo que se horrorizaran al enterarse de que tenía un novio negro que desterró a Bix de su cama durante esas primeras visitas de sus padres ¡aunque se alojaban en un hotel del centro! No importaba: se darían cuenta. Así que Bix echaba a andar, y a veces se dejaba caer por el laboratorio de ingeniería con el pretexto de pasarse la noche estudiando. Aquellas caminatas dejaron un recuerdo en su cuerpo: el ímpetu tenaz de seguir adelante a pesar del resentimiento y el cansancio. Lo asqueaba pensar que había soportado todo aquello, pero sentía que lo compensaba — por una especie de justicia cósmica — que Lizzie se ocupara ahora de todas las facetas de la vida doméstica para que él pudiera trabajar y viajar a su antojo. Que la suerte le hubiera sonreído desde entonces podía verse como una recompensa a aquellas caminatas... pero ¿por qué? ¿Tan fabuloso era el sexo entre los dos? (La verdad es que sí.) ¿Tan poco amor propio tenía que había consentido sin protestar las supersticiones de su novia blanca? ¿Le gustaba ser su secreto ilícito?
Nada de eso. La indulgencia, la resistencia de Bix obedecían a la «visión» que lo subyugaba y que ardía con hipnótica claridad durante aquellas noches de penoso exilio. Lizzie y sus amigas apenas sabían lo que era internet en el año 1992, mientras que Bix percibía las vibraciones de una red invisible de conexiones que se ramificaban en el mundo como si fueran grietas resquebrajando un parabrisas. La vida tal como la conocían no tardaría en hacerse añicos y desaparecer, y en ese momento el mundo entero ascendería a una nueva esfera metafísica. Bix imaginaba que sería como en esas láminas de escenas del Juicio Final que coleccionaba, aunque sin el infierno. Al contrario: creía que los negros, incorpóreos, se liberarían del odio que los acechaba y los coartaba en el mundo físico. Por fin podrían moverse y reunirse a sus anchas, liberados de las trabas que imponía la gente como los padres de Lizzie: aquellos texanos anónimos que rechazaban a Bix sin siquiera saber que existía. Mandala no se describiría como una «red social» hasta casi una década más tarde, pero Bix había visualizado el concepto mucho antes.
Por fortuna no compartió aquella fantasía utópica, que en 2010 parecía de una ingenuidad desarmante, pero en esencia la arquitectura de su visión — tanto global como personal — demostró ser acertada. Los padres de Lizzie asistieron (con frialdad) a su boda en Tompkins Square Park en 1996, aunque no con más frialdad que los padres de Bix, para quienes una ceremonia matrimonial seria no incluía magos ni malabaristas ni violinistas desatados. Cuando empezaron a llegar los críos, todo el mundo se relajó. Desde que el padre de Lizzie había muerto, el año anterior, a su madre le había dado por llamarlo a las tantas de la noche, cuando sabía que Lizzie estaba durmiendo, para hablar de la familia: ¿a Richard, el mayor, le gustaría aprender a montar a caballo? ¿Les apetecería a las chicas ir a un musical de Broadway? A Bix le irritaba el acento nasal de Texas de su suegra cuando se veían en persona, pero no podía negar la satisfacción con que escuchaba esa misma voz, incorpórea, de noche. Cada palabra que intercambiaban a través de las ondas le daba la razón.
Las conversaciones de la calle 7 Este se acabaron de golpe una mañana. Después de una noche de fiesta, dos de los mejores amigos de Lizzie fueron a nadar al East River, y a uno lo arrastró la corriente y se ahogó. Que los padres de Lizzie estuvieran de visita situó a Bix por casualidad cerca de la tragedia. Se encontró a Rob y a Drew a altas horas de la madrugada en el East Village y tomó éxtasis con ellos, y al amanecer cruzaron los tres juntos el paso elevado hasta el río. Bix ya se había ido a casa cuando a los otros dos se les ocurrió darse un chapuzón un poco más abajo. Aunque había repetido hasta el último detalle de aquella mañana durante la investigación policial, ahora todo aquello le parecía difuso. Habían pasado diecisiete años. Apenas recordaba la cara de los dos chicos.
Giró a la izquierda por Broadway y continuó hasta la calle 110: era la primera caminata nocturna que daba en más de una década, desde que era famoso. Nunca había frecuentado el barrio de la Universidad de Columbia, y algo le atrajo de sus calles escarpadas y sus fincas regias de antes de la guerra. Mientras contemplaba las ventanas iluminadas de uno de los edificios, Bix casi sintió la efervescencia de las ideas que bullían en su interior.
De camino hacia el metro (también por primera vez en una década), se detuvo ante una farola emplumada con folletos que anunciaban mascotas perdidas y muebles usados. Un cartel impreso captó su atención: una conferencia de Miranda Kline, la antropóloga, en el campus de la universidad. Ambos conocían perfectamente sus respectivos trabajos: Bix había descubierto su libro, Patrones de afinidad, un año después de fundar Mandala, y sus ideas habían estallado en su mente como tinta de calamar y le habían hecho muy rico. Saber que MK (como en su círculo apodaban cariñosamente a Kline) deploraba los fines a los que Bix y sus secuaces habían destinado su teoría no hacía más que avivar la fascinación que sentía por ella.
Un folleto escrito a mano grapado al cartel rezaba: ¡HABLEMOS! GRANDES CUESTIONES INTERDISCIPLINARES PLANTEADAS CON UN LENGUAJE SENCILLO. Era una tertulia de presentación programada tres semanas después de la conferencia de Kline. La coincidencia le aceleró el pulso. Hizo una foto del cartel y, por diversión, arrancó una de las lengüetas del folleto y se guardó el papelito en el bolsillo, maravillado de que, incluso en el nuevo mundo que él mismo había contribuido a crear, la gente siguiera pegando carteles en las farolas.