María Teresa Andruetto es una de las escritoras argentinas con mayor prestigio internacional. Aunque es conocida principalmente por su aporte a la literatura infantil y juvenil -en 2012 ganó el codiciado Premio Hans Christian Andersen, conocido como “el Perqueño Premio Nobel”-, también es autora de varias novelas, libros de cuentos y poemarios.
Pero esta vez, en Una lectora de provincia, Andruetto se adentra en el terreno de la no ficción con un texto en el que ahonda en su estrecha relación con los libros, desde cómo desde pequeña se encontró en la “infrecuente conjunción entre pobreza y hambre de lecturas” hasta cómo sus padres y abuelos, con su afán por los libros, la guiaron a través del camino de “la valoración de la lectura como camino de saber y de espiritualidad”.
Escribe la autora: “Aun en medio de muchas carencias, siempre estábamos pagando libros en cuotas y nuestra casa era la única del barrio con una biblioteca (...) y por eso también iban los chicos a buscar información y a veces algunas maestras de la escuela cercana para consultar diccionarios o atlas”.
Una lectora de provincia, editado por Ampersand, permite que el lector se adentre en la intimidad de una escritora que es, por sobre todas las cosas, una lectora para quien “la ansiedad de saber o de soñar es la misma”.
Puede leerse en la contratapa: “Se lee en casa, en la clandestinidad del insilio, después en las aulas, en los talleres, en las cárceles, en los centros de recuperación de la memoria. La lectura es íntima, política, relacional; la biblioteca es democrática, así la memoria de una lectora de provincia que ha salido al mundo se enhebra en este libro con la literatura y con la gente”.
Así empieza “Una lectora de provincia”
Nací en una casa de inquilinato con letrina comunitaria, sin obra social ni trabajo en blanco de mis padres, sin más conocidos ni familiares en el pueblo. El fantasma de la guerra, la inmigración y el desarraigo todavía estaban cercanos. Las carencias materiales eran muchas pero el ansia de libros también estaba latente en casa, de modo que cuando fui arrojada al mundo ya tenía una extraña, infrecuente conjunción entre pobreza y hambre de lecturas. Una conciencia del valor del conocimiento en la vida material y espiritual de las personas.
Mi bisabuela Elizabeta, hija de trabajadores golondrina italianos que venían al país a hacer la cosecha del trigo, nació en las afueras de Rosario durante la presidencia de Sarmiento (lo que me impresionaba vivamente) y apenas nacida regresó a Italia con sus padres. Su lengua madre era el piamontés y se alfabetizó sola en italiano con libros de una pequeña iglesia que limpiaba y cuidaba, una capilla en un caserío llamado Casevecchie, cerca de Turín, a la que cada tanto bajaba un cura a dar misa. A su vez, ella le enseñó a leer a su hija, mi abuela Felicitas, quien tampoco fue a la escuela. De manera que cuando vinieron a la Argentina, a fines de mil ochocientos, Elizabeta ya viuda con mi abuela de seis años, ambas hablaban entre ellas en piamontés y sabían leer y escribir en italiano.
En el pequeño pueblo donde vivieron y donde yo nací, aprendieron, también solas, a hablar, a leer y a escribir en castellano; un castellano rústico, por cierto, con errores ortográficos y palabras mezcladas porque en el pueblo había muchos inmigrantes, sobre todo hombres solos que no habían podido traer a su familia. Lo que no había era tantos que supieran leer y escribir en lengua alguna, de modo que ellas les escribían las cartas a los parientes –las esposas, los hijos o los padres– que habían quedado en Italia, y les leían las cartas que llegaban.
Muchos años más tarde, ya nacida mi madre, se creó una escuela en el pueblo. La escuela estaba frente a la casa de mis abuelos, y cuando llovía y los caminos se volvían intransitables, ahí se cobijaban los chicos que no podían regresar al campo; entonces mi bisabuela aprovechaba para ejercer su afán educador y los perseguía para que practicaran lectura y matemáticas.
Luego, ya de anciana, se dedicó a ayudar a bien morir (cuidar moribundos como una tarea cristiana, no como un trabajo rentado) y a leer libros religiosos, sobre todo uno llamado La Filotea. Tengo un recuerdo de muy niña: ella estaba en la cama en un rincón de la gran habitación de techos altos, la casa que había levantado mi abuelo con sus manos, un tazón amarillo con pan mojado en leche junto a la mesa de luz y en sus manos ese libro emblemático. Yo le pregunté de qué estaba enferma y ella dijo: “De vieja”. Debió haber muerto poco después de esa escena. “Murió leyendo”, dijo luego mi tío, que pasó junto a ella la última de sus noches. “Murió leyendo”, decían en casa. Son los libros, unos pocos libros (religiosos), pero más que eso es la valoración de la lectura como camino de saber y de espiritualidad. Son esos relatos los que llegan a mí antes que los libros mismos.
Mi mamá tenía una gran apetencia lectora, pero se trataba de otro tipo de lecturas. Crecí escuchando historias que giraban en torno a los libros. La más importante, la más persistente, es la de su relación con su amigo Juan. Se llamaba Juan Populin, Juancito; había fotos suyas en casa, en el álbum familiar y en un pequeño portarretratos. Murió relativamente joven, cuando yo era muy chica, pero siempre supimos quién había sido él para mi madre y también, de algún modo, para mí. El relato que se repite a lo largo de mi infancia, y que relaciona la lectura con el agradecimiento, podría narrarse más o menos así:
Cuando mi mamá era una niña (en un pueblo sin escuelas, ni bibliotecas, ni librerías) se hizo amiga de un hombre que vivía encerrado en su casa, solo con su piano y sus libros. No sé exactamente la diferencia de edad que había entre ellos, pero ha de haber sido de entre quince y veinte años.
Entre ambos también había una notable diferencia social: él pertenecía a una de las tres familias acomodadas del pueblo, con libros, un piano, un negocio (una tienda, creo); y mi madre al resto de la población, hombres y mujeres que trabajaban con sus manos, como mi abuelo (asmático severo), que emparvaba heno cuando su salud se lo permitía, y como mi abuela, que era colchonera.
En ese contexto mi mamá se hizo amiga de Juan, quien, desde la adolescencia, no salía de la casa porque era muy amanerado, y en ese pueblo, en esa época, eso era una marca insoportable. La niña de unos doce años y el hombre de treinta o más se hicieron muy amigos: él le prestaba libros, le hablaba de un amor imposible; ella lo escuchaba, le contaba del afuera, se convertía en una entusiasta lectora. Ya no se trataba de libros religiosos, como los que leían su madre y sobre todo su abuela, sino novelas y libros de poemas.
Algunos de esos libros molestaban a la abuela que vigilaba qué cosas leía la jovencita.
Un relato: mi madre borda para una mujer que vende pañuelos a una casa de Buenos Aires; bajo el bastidor tiene una novela de Barón Biza padre. Cuando el ojo de la abuela sale de su radio, levanta el bastidor y avanza en la lectura. La abuela la descubre, le saca el libro cuya tapa tiene una imagen de una pareja besándose junto a un cajón de muertos, y lo echa al fuego; ella alcanza a salvarlo, bastante chamuscado, aunque no sabe cómo va a decirle a Juancito lo que pasó. Pero Juancito la entiende, le habla de su amor: “Solo nos tomábamos de la mano”, dice. A ella le entristece verlo sufrir; siempre tendrá sensibilidad por los más débiles, por los que no son comprendidos: “Juan me enseñó a no criticar, me enseñó a comprender”.
Un par de años más tarde, el pueblo tuvo por fin un municipio. Una de las pocas personas con formación como para llevar adelante ese municipio era Juancito. El flamante intendente lo llamó, Juancito se convirtió en secretario de gobierno y empleó a mi madre (ella tenía por entonces catorce años) para que se dedicara a enseñar a leer a los chicos del pueblo. En principio era a los más pobres, pero se volvió tan querida que todos querían ir a aprender con ella, la señorita Cleofé. Trabajó en la vieja casa donde funcionaba la incipiente municipalidad durante varios años, como maestra no titulada, hasta que se encontró con mi padre.
En sus últimos años, mi mamá se fue hundiendo en la demencia. Siempre habíamos conversado mucho y así seguimos, en esa lengua nueva que ella me enseñaba, hablando –diría Hélène Cixous– como se hablan las mujeres cuando nadie las escucha para corregirlas. En esos intercambios, yo le contaba a ella cosas que ella me había contado a mí alguna vez:
“Aquel hombre se llamaba Juan y le tenía miedo a la luz, tal vez porque se había enamorado de otro hombre en un tiempo en el que eso era imposible, y le había faltado coraje para irse del pueblo. Así es como ese hombre triste y la niña llena de sueños se hicieron amigos. Él le prestaba libros y ella le contaba cómo era el mundo de afuera, le hablaba de los pájaros, de las hierbas y de las flores y del arroyo que daba nombre al pueblo. Así, la niña se enamoró de los libros y el hombre fue perdiendo poco a poco su miedo, hasta que un día ella olvidó un libro y él, casi sin darse cuenta, salió de su casa para entregárselo. No de otro modo un corazón crece a la luz del sol”.
Sobre esa historia escribí, después que ella murió, el guion de un libro álbum que titulé Clara y el hombre en la ventana, y le ofrecí a Editorial Limonero narrar esa historia en imágenes, a partir del trabajo conjunto con un ilustrador que ellos propusieran, que al final fue una ilustradora, Martina Trach. Es así que libros, diferencias sociales, homosexualidad, disidencia, deseo de saber y valor para defender aquello en lo que uno cree, estuvieron enlazados desde siempre en el relato familiar.
Mi papá era italiano, había hecho estudios superiores en la Escuela Magistral de Pinerolo, todavía hoy una escuela de referencia. Había estudiado latín y leído a los poetas y narradores italianos clásicos: Leopardi, Dante, Bocaccio, Pascoli, D’Annunzio, Petrarca y Manzoni eran lecturas de las que hablaba; en algunas ocasiones también recordaba de memoria fragmentos o poemas enteros. Escribía en un castellano perfecto que había aprendido en el barco, en un diccionario de bolsillo de tapas de tela roja que aún conservo como un tesoro.
Lamentaba mucho haber dejado su biblioteca en Italia: “Dos baúles llenos de libros”, decía. Muchos años más tarde, ya muerto él, pude ir por primera vez a la casa de mis parientes, la casa familiar donde mi padre nació y vivió hasta el comienzo de la guerra (estuvo un tiempo en el frente, después como partisano en las montañas, y cuando terminó la guerra, emigró a Argentina) y vi esos baúles en el altillo, ya que en más de cincuenta años nadie se había animado a tocarlos. No eran exactamente baúles, sino unas cajas muy grandes de madera que decían el nombre de mi padre: “Romualdo Stefano Andruetto/Destino: puerto de Buenos Aires”, pintado en negro sobre verde, con su preciosa caligrafía.
Extrañaba su biblioteca: “Quiero tener tantos libros como tenía allá”, decía. Por eso, aun en medio de muchas carencias, siempre estábamos pagando libros en cuotas y nuestra casa era la única del barrio con una biblioteca (uno de esos muebles que por entonces se llamaban modulares, más algunos estantes de madera); y por eso también iban los chicos a buscar información y a veces algunas maestras de la escuela cercana para consultar diccionarios o atlas.
Pero, pese a su formación más literaria y mucho más sistemática que la de mi madre, a mi papá no le interesaba la ficción: en sus lecturas buscaba aprender. Le gustaba la geografía, la historia, la historia del arte, las luchas sociales y el movimiento cooperativo de los pueblos, que es a lo que dedicó muchos años de trabajo (primero en una cooperativa tambera y después en una cooperativa eléctrica). Salvo por el recuerdo de sus lecturas juveniles, no era un lector de literatura. Una vez le pregunté a mi madre qué la había hecho elegir a mi papá (sin trabajo, extranjero, un hombre de paso). Ella me dijo: “Los libros. Es que yo ni muerta me hubiera casado con un hombre al que no le gustara leer”.
Quién es María Teresa Andruetto
♦ Nació en Arroyo Cabral, Argentina, en 1954.
♦ Es escritora y se especializa en literatura infantil.
♦ Escribió libros como Tama, La mujer en cuestión, Cacería, Clara y el hombre en la ventana y No a mucha gente le gusta esta tranquilidad.
♦ Recibió galardones como el Premio Hans Christian Andersen de Literatura Infantil y Juvenil, el Premio Konex de Platino a las Letras y el Premio Legión del Libro, entre otros.