Corría 1997 y Werner Herzog había viajado a Tokio para dirigir el estreno mundial de la ópera Chusingura, del compositor japonés Shigeaki Saegusa. El compositor, muy respetado en Japón, conducía por entonces su propio programa televisivo y su trabajo con el prestigioso director de Aguirre la ira de Dios (1972), Fitzcarraldo (1982) y El enigma de Kaspar Hauser (1976) entre otras películas famosas, había comenzado a difundirse cuando aún se encontraba en etapa de montaje. Una noche Saegusa llegó tarde a la cena del equipo y anunció: “Señor Herzog, el emperador quiere invitarlo a una audiencia privada”.
Pero Herzog rehusó la invitación. “Fue un paso en falso, tan estúpido y descomunal –escribe en El crepúsculo del mundo (publicado en alemán en 2021) – que todavía me avergüenza”. Entonces le preguntaron a quién deseaba conocer en Japón y pronunció: “A Onoda”.
El encuentro tuvo lugar una semana más tarde. Hiroo Onoda fue el último soldado japonés en rendirse tras el final de la Segunda Guerra Mundial, en 1974. En diciembre del ‘44 se le había ordenado destruir la pista de aterrizaje y el muelle en la isla filipina de Lubang –órdenes que no pudo cumplir– para luego enfrentarse a las tropas estadounidenses que avanzaban en una guerra de guerrillas. Finalmente Onoda se quedó en la isla junto a tres subordinados. Debían mantener el territorio ocupado hasta que regresara el ejército imperial. Bajo ninguna circunstancia se les permitía rendirse o suicidarse.
El pequeño grupo vivió aislado en la jungla, manteniendo cada tanto escaramuzas y emboscadas y tomando cada señal que recibía del resto del mundo como una clara evidencia de que la guerra continuaba. Por ejemplo, cuando leyeron panfletos arrojados desde aviones que exigían su rendición, encontraron errores en los caracteres japoneses, por lo que dedujeron que se trataba de informaciones falsas provenientes de los servicios secretos estadounidenses, los cuales ignoraban la correcta ortografía nipona.
Posteriormente, avistaron cientos de aviones de guerra que sobrevolaban la isla hacia Corea, primero y, años después, identificaron bombarderos B-52, portaaviones y buques, todos ellos en dirección a Vietnam, donde los Estados Unidos habían iniciado otras guerras. En tierra fueron numerosas las ocasiones en que el ejército filipino intentó apresarlo y sus dos últimos camaradas cayeron asesinados a tiros en sendas emboscadas. Y así constataba Onoda una vez más cómo se prolongaban los enfrentamientos contra las fuerzas aliadas.
La supervivencia era posible gracias a una disciplina estricta. Onoda y su grupo aprendieron a encontrar comida en la jungla, atacando a quienes consideraban sus enemigos, principalmente el ejército filipino, pero a veces también a los agricultores de arroz de la zona. Onoda estaba firmemente convencido de que el ejército japonés era pequeño, completamente insignificante para defender la isla. Fue sobreviviente de 111 escaramuzas y emboscadas y además pudo ir sorteando con éxito los intentos de sacarlo de sus escondites con periódicos y folletos.
El encuentro con el joven aventurero Norio Suzuki fue decisivo para su rendición. Suzuki había abandonado sus estudios universitarios para perseguir tres aspiraciones: hallar a Onoda, ver a un oso panda en su hábitat natural en China y conocer al Yeti o el abominable hombre de las nieves en el Himalaya, en ese orden. La primera de ellas lo llevó a la isla de Lubang a principios de 1974. Al día siguiente de llegar, Onoda tropezó con él y lo hubiera matado si el joven no empezaba a gritar en japonés, diciendo que solo tenía 22 años y que se alegraba de por fin conocerlo. Durante la toda noche siguiente se dedicó a hablarle y ponerlo al tanto de los sucesos de los últimos 29 años. A esa altura, Onoda era el único sobreviviente de su unidad.
Ya casi convencido, le propuso a Suzuki que regrese a Tokio para traer a uno de sus antiguos mandos superiores. “Únicamente me rendiría bajo una condición. Solo una… Si uno de mis superiores viniera aquí y me diera la orden militar de poner fin a todas las hostilidades. Solo entonces” –le dijo–. El joven volvió a Japón, no sin antes tomar fotografías en las que aparecía junto a Onoda, como prueba de su encuentro y el gobierno japonés se encargó de localizar al comandante Yoshimi Taniguchi, de 88 años.
Taniguchi voló a Lubang el 9 de marzo de 1974 e informó al soldado la derrota de Japón, ordenándole deponer las armas. El teniente Onoda aceptó la orden de rendirse y entregó al general de más alto rango del ejército filipino el fusil tipo 99 Arisaka, todavía en condiciones de funcionar, con 500 cartuchos y varias granadas de mano y, por último, la espada samurái que perteneció a su familia desde el siglo XVII. El general procedió a devolvérsela de inmediato, diciendo secamente: “El verdadero samurái conserva su espada”.
Herzog ha contado que cuando la radio anunció el retorno de Onoda “fue como si durante un minuto entero los corazones en Japón se hubieran detenido” porque todo el tiempo se supo que los esfuerzos por encontrarlo no se habían interrumpidos. “Nadie respiró por sesenta segundos. Después Japón volvió en sí y lo reverenciaron y saludaron como a una gran estrella de rock”.
En Lubang Onoda no se encontraba bajo órdenes directas de sus superiores y había recibido indicaciones de establecer sus propias reglas. Respecto de su destino, Herzog ha comentado que “no fue tonto, fue trágico, porque vivió la vida de un soldado en una guerra ficticia que era una realidad total para él. Y organizó cada fragmento de evidencia como si fueran artículos de fe, casi de la misma forma en que surge un sistema de creencias religiosas. Yo me pregunto: ¿Quién era el escritor fantasma de sus acciones? ¿Quién es el escritor fantasma de lo que nosotros estamos haciendo aquí mismo?”
Herzog escribió El crepúsculo del mundo casi un cuarto de siglo después de aquel encuentro que lo redimió de la afrenta imperial. El libro, sin contar los guiones de sus películas, constituye su tercera obra de escritura. De hecho, la historia del soldado que no se rindió ni ante los enemigos ni ante las fuerzas de la naturaleza, puede considerarse coherente con el resto de su producción, que suele desarrollar personajes dedicados a empresas imposibles e inútiles.
El cineasta escribió su primer libro, De caminar sobre hielo (1978), durante un viaje a pie desde Munich a París en el invierno de 1974: se había propuesto visitar a la crítica cinematográfica Lotte Eisner, que por entonces vivía en París y estaba gravemente enferma. Estaba convencido de que, si lograba caminar los ochocientos kilómetros que separaban ambas ciudades, Eisner no moriría. El cineasta alcanzó la capital francesa el 14 de diciembre y la escritora vivió hasta 1983, aunque nunca se sabrá de manera fehaciente si sucedió gracias a su peregrinación.
En 1979, voló a Perú para el rodaje de Fitzcarraldo, que narra la historia de un magnate del caucho obsesionado por construir un teatro de ópera en la ciudad selvática de Iquitos. Durante la filmación hizo remolcar un vapor fluvial sobre una montaña, reproduciendo los hechos casi como ocurrieron históricamente “sin maquetas, efectos especiales ni ilusionismo cinematográfico barato” –declaró–.
El cineasta escribió un diario sobre esos días, que publicó en 2004 bajo el título Conquista de lo inútil y respecto del cual aclaró que no se trata de un informe del rodaje, que apenas se menciona, ni tampoco de un diario en sentido estricto: “Se trata de otra cosa: más bien paisajes interiores, nacidos del delirio de la jungla. Pero tampoco de eso estoy seguro”.
El crepúsculo del mundo -ahora editado en castellano por Blackie Books- se basa en la vida de Hiroo Onoda en la jungla, pero puede leerse a su vez como un texto autobiográfico, sobre todo porque Herzog advierte en la primera página que, a lo largo del relato, “muchos detalles son correctos; otros no lo son. Lo importante para el autor era otra cosa, algo fundamental, algo que creyó identificar durante su encuentro con el protagonista de esta historia”.
Desde la editorial alemana prefieren no definirlo como novela ni como nouvelle y tampoco se atreven a describirlo como parte de un género de “acontecimientos extraordinarios”. Quizá se podría simplemente describir estas páginas como la poética de Werner Herzog camuflada como historia de aventuras.
El crepúsculo del mundo (Fragmento)
Lugang, sendero en la jungla
20 DE FEBRERO DE 1974
La noche se revuelca en sueños febriles. Incluso el despertar es como un gélido escalofrío y el paisaje, un sueño estático y crepitante que se resiste a disiparse mientras se va convirtiendo en día, parpadeando como un fluorescente mal conectado. Un suplicio ritual, un arrebato eléctrico que centellea en la selva desde la mañana. Llueve. La tormenta está tan lejos que no se oye el trueno. Es un sueño. Un sueño. Un camino ancho, vegetación espesa a derecha e izquierda, hojas podridas en el suelo, árboles que gotean. La selva permanece expectante, con paciente humildad, hasta que la misa mayor de la lluvia se ha oficiado hasta el final.
Luego ocurre esto, como si yo mismo estuviera allí: un murmullo de voces confusas a lo lejos; gritos alegres que se van acercando. Un cuerpo toma forma entre la turbia neblina de la jungla. Un joven filipino llega corriendo por el sendero que desciende suavemente. Con la mano derecha sostiene sobre la cabeza lo que antes era un paraguas y ahora solo es un esqueleto de alambre y tela rasgada; en la mano izquierda tiene un gran cuchillo bolo. Justo detrás de él, una mujer con un bebé en brazos, seguida de otros siete u ocho aldeanos. Es imposible adivinar el motivo de su alegría. Avanzan corriendo, no pasa nada más. El constante goteo de los árboles, el sendero silencioso.
No es más que un camino. Y entonces, en el margen derecho, justo enfrente de mí, algunas de las hojas podridas del suelo se mueven. ¿Qué ha sido eso? Un momento de quietud. Después, parte de la pared de hojas comienza a moverse delante de mí, más o menos a la altura de mis ojos. Lenta, muy lentamente, las hojas adoptan forma humana. ¿Será un fantasma? Eso que he estado viendo todo el rato, aunque no lo haya reconocido a pesar de tenerlo justo delante de las narices, es un soldado japonés. Hiroo Onoda. No lo habría visto aunque hubiera sabido dónde estaba, pues está completamente camuflado. Primero se despega las hojas mojadas de las piernas y, después, las ramas verdes que ha adherido de manera minuciosa a su cuerpo. Busca el rifle entre la espesa maleza, donde ha escondido su mochila, también camuflada. Veo a un soldado de poco más de cincuenta años, enjuto; cada uno de sus movimientos es en extremo cauteloso. Su uniforme está lleno de parches cosidos y la culata de su rifle, envuelta en tiras de corteza. Escucha con atención. Después, desaparece sin hacer ruido en la dirección en la que corrían los aldeanos. El camino embarrado sigue delante de mí, pero ahora es nuevo, diferente y, al mismo tiempo, igual, aunque lleno de misterios. ¿Ha sido un sueño?
Quién es Werner Herzog
♦ Director de cine y ópera, escritor y actor, nació en 1942 y pasó su infancia en un pequeño pueblo de Baviera sin cine, televisión o teléfono.
♦ En 1961 comenzó la producción de su primera película, Herakles, que financió trabajando de noche como soldador. Tenía 19 años.
♦ En 1972 estrenó Aguirre, la ira de Dios; en 1974, El enigma de Kaspar Hauser; en 1976, El corazón de cristal; Strozsek en 1977; Nosferatu el vampiro en 1979 y Fitzcarraldo en 1982, entre muchas otras.
♦ En 2009 fue incluido en la lista de las cien personas más influyentes del año de la revista Time.
♦ Vive en Los Ángeles, donde dirige una serie de seminarios de cine “en los que no se imparte ningún tipo de enseñanza técnica, una escuela para los que han viajado a pie, han mantenido el orden en un prostíbulo o han sido celadores en un asilo mental (...) en resumen, para los que tienen un sentido poético”.