“Viento del norte”, el clásico de la literatura española de la posguerra tiene una nueva edición

Elena Quiroga es una de las grandes voces de la literatura española. La editorial Bamba ha anunciado la reedición de varios de sus títulos, entre ellos, la novela con la que ganó el Premio Nadal en 1950.

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A mediados de la década de los 80, Elena Quiroga de Abarca se convirtió en la segunda escritora en ingresar a la Real Academia Española de la Lengua, luego de que lo hiciera Carmen Conde. Su obra es una de las más importantes de la literatura española de la segunda mitad del siglo XX; sin embargo, hoy casi nadie la recuerda. Para nuestra fortuna, la editorial Bamba se encuentra reeditando sus títulos más destacados, incluyendo una nueva entrega de Viento del norte, la novela que le mereció a Quiroga el prestigioso Premio Nadal en 1950 y se convirtió en una de las grandes obras de la literatura de posguerra.

En ese momento, el país se estaba recuperando de la Guerra Civil y, bajo el régimen del General Francisco Franco, la sociedad estaba sometida a un estricto control político y cultural. Elena Quiroga, con su pluma aguda, se embarcó en la escritura de Viento del norte con la intención de explorar la vida de la juventud en un internado durante esos tiempos complicados.

La historia se desarrolla en un internado ubicado en un pequeño pueblo costero en el norte de España. El grupo de jóvenes en su interior, cada uno con su propia historia y personalidad, comparten la experiencia de la adolescencia en un entorno represivo.

La protagonista de la historia es Marta, una joven inteligente y curiosa que se enfrenta a los desafíos de la adolescencia en un momento en el que la libertad y la individualidad están restringidas. La trama se desarrolla en torno a las relaciones de Marta con sus compañeros de internado, en particular con su amiga Ana.

Viento del norte es una novela profundamente lírica que explora temas como la amistad, la identidad, y la lucha por la autenticidad en un entorno autoritario. Elena Quiroga utiliza su prosa para pintar la vida en el internado, así como para dar voz a las emociones y los anhelos de sus personajes. La obra captura la tensión entre la búsqueda de la individualidad y la opresión de la dictadura de Franco.

A lo largo de las páginas, se exploran las complejidades de las relaciones humanas, la necesidad de la amistad como una vía de escape y apoyo emocional, y el conflicto entre la rebelión juvenil y la conformidad impuesta por la sociedad. Viento del norte se convierte así en un retrato sensible de una generación atrapada entre el pasado y un futuro incierto.

Así empieza “Viento del norte”

Ladraban los perros. Primero fue el mastín, bronco y pausado, quien lanzó la alerta. Después, fueron uniéndose a su desgarrado ulular los cortos y rabiosos chillidos de los perros de caza. ¡Condenados! Algún pobre que llamaba a la puerta, o quizá otro perro que pasaba por la corredoira, al otro lado de la tapia. El año anterior ladraron lo mismo cuando ventearon la vaca muerta; desde entonces colgáronles a todas el unicornio contra los maleficios del aojo. ¿Y ahora, qué sucedía?

—Ermitas —llamó Álvaro.

Apagaban su voz los furiosos ladridos. “Pistolas”, a sus pies, enderezó las puntiagudas orejas negras. Ladeando la fina cabeza, tendió el hocico.

—¡Quieto, “Pistolas”! ¡“Pistolas”!…

Ya estaba fuera de su alcance. Escuchaba la rápida carrera del perdiguero, pasillo adelante, respondiendo a los otros ladridos con el suyo.

—¡Er-mi-tas! —volvió a llamar.

Dejó la pluma sobre la escribanía. Se levantó. Según iba acercándose a la solana llegaban a él voces airadas, violentas. Parecía que se hubiera congregado a la entrada todo el personal de la finca. No lo comprendía: a estas horas, mozas y mozos deberían estar trabajando en la era y no gritando allí, en la parte de atrás, frente al camino viejo. Álvaro se acodó en la barandilla de la solana. Cuando por fas, cuando por nefas, siempre andaban armando revuelo aquellas gentes. ¡Menudo alboroto! Frente a las cuadras, a la izquierda de la casa, se agitaban las mujeres, desmelenadas e iracundas. En los establos de las vacas se apretaban, enracimándose, a la puerta. ¡Malditas vacas!

Sonrió, socarrón; a ver ahora de qué les había servido el unicornio. Y que les bastaba a las mujeres cualquier cosa para poner el grito en el cielo y alborotar, pareciendo talmente como si se viniese el pazo abajo. Y los hombres, claro, siempre a la que salta, aprovechaban cualquier revuelo para fingir que las empujaban, tanteándolas. No engañaban a nadie, que buenas andaban ellas para que las burlasen. Pero se hacían las sorprendidas, y protestaban con palabrotas que dejaban chicos a los hombres, cuando soltaban la lengua.

—Quietas las manos, puerco —clamaba una moza, rubia y ancha como una vaca normanda.

—Pos déjame que asome la cabeciña.

—No tienes que hacer aquí.

—Tengo… Tengo —contestaba el mozo, riendo.

Y para rubricar sus palabras, atizó un soberano y ávido azote en las robustas ancas de la hembra. Tal no hiciera; volvióse ella encrespada, y le largó un sonoro bofetón. Al volverse divisó al amo apoyado en la barandilla de la solana.

—El amo —avisó, atragantada, componiéndose las faldas.

—El amo —repitiéronse unas a otras.

Hubo un silencio total, más profundo en contraste con el escándalo anterior.

—¿Qué alborotáis aquí? ¿Cómo no estáis en la era?

Se daban con el codo.

—¿Dónde está Ermitas?

Una de las mozas metió la cabeza dentro del establo, gritando:

—¡Que te llama el señor!

Salió Ermitas corriendo, y se acercó a la solana:

—¡Ay, señorito! ¡Ay, María Santísima!

Subía, renqueando, las escalerillas.

—Le es la Matuxa, la muy guarra…

Manoteaba, olvidando su respeto al señor, pero es que a veces le parecía que seguía siendo niño, el niño que ella quiso y acunara. Y ahora no estaba para distingos.

—Sabíalo yo, y díjelo siempre, que acabaría mal.

El grupo iba disgregándose ante la mirada impaciente del amo. Comentaban por lo bajo, excitadamente, y Álvaro sabía que, en cuanto llegasen al granero, empezarían de nuevo los gritos y los empujones. Solo quedaban unas viejas, que salían y entraban del establo, haciendo misteriosas señas a Ermitas. Metieron dentro un gran barreño de agua.

—¿Qué hacen ahí? ¿A qué viene todo esto, Ermitas?

—Gustábale mucho ir de ruada, y a la vuelta…

Ermitas se había empeñado en contar las cosas a su modo. Álvaro pensó que debía armarse de paciencia si quería enterarse de algo.

—Brincábale la tapia, pensándose que nos embaucaba. Buenos galanes tuviera, que dejábanla llegar con los pies llenos de sangre y arrebuñadas las pantorrillas por los tojos. Decía que venía del baile, pero el Juan, que le anda a la querencia, por poco la desloma un día, que los hombres no tienen la lengua quieta, y…

—Al grano, Ermitas, que eso no me importa. ¿Qué le ha pasado ahora?

—¿Y qué iba a pasarle? ¿Pues no lo estoy diciendo?… Bien clariño está.

Lo miraba asombrada.

—Encerróse allí para parir. ¡La muy lurpia!… Nadie nos diéramos cuenta. No lo sé cómo hizo.

Palpitaba de rencor. Álvaro pensó que, de saberlo, la buena Ermitas la hubiera protegido.

—Pescóla el Juan ahogando a la criatura. Primero, no comprendió. Luego púsose a gritar que parecía mismamente que la sangraban. Para allá fuimos todos.

Álvaro bajaba despacio las escaleras, y se detuvo a la entrada del establo.

—¿Puedo entrar? —preguntó a una de las viejas.

—Puede, señor, que terminara ya.

Se echó atrás, tan fuerte fue la tufarada que lo alcanzó. Hierba, abono, sudor animal, se mezclaban ahora con un olor acre y dulzón. Rebullían las vacas, nerviosas, volviendo los babosos morros hacia el fondo. Mugían.

—Quieta “Pastora”.

Álvaro acarició los rubios lomos. Avanzó luego por el pasillo estrecho.

—El amo —susurraron las mujeres que se agrupaban en el fondo, en pie unas, y sentadas otras sobre la paja.

A la izquierda, sobre un haz esparcido de heno seco, distinguió Álvaro un informe montón de ropas sucias y revueltas.

Allí estaba la muchacha, cubierta por una manta que le echaron sus compañeras, descansando. Pero ¿era descanso lo que traslucía el rostro acosado? Él había visto, alguna vez, expresión parecida: cuando topaba, por los caminos, con algún maleante huido, o aquella vez que viera, monte arriba, un rapaz corriendo, perseguido por las lavanderas a quienes en un descuido robó la ropa que tenían junto a la fuente.

Se apartó para dejar que una de las sirvientes fregase el suelo.

—Mire, señorito Álvaro —dijo Ermitas—. Mire a la criatura.

Eran más bellos los animales recién nacidos que aquel lechoncillo humano, rojizo el cuerpo y lleno de manchitas, con la cabeza y párpados desprovistos de pelo, y la nariz aplastada.

Ermitas, misteriosa, le señaló la garganta escuálida; una mancha morada la ceñía.

—Tentara ahogarla…

—Es nena —observó con risita maliciosa una de las presentes. Y envolvió a la recién nacida en un pañolón limpio, de los que usaban para las faenas del campo.

Volvióse Álvaro con curiosidad y compasión hacia la rapaza. Se hizo atrás. Bajo la maraña de pelo rojo, caído hasta los ojos, lo miraba bestial y maligna. Parecía muy joven, con el rostro embrutecido, abultados los labios, colgante y vuelto el inferior, como un rodillo. En rápida ojeada observó el cuello corto y vigoroso, la mirada huidiza y servil.

—¡Que no escarmentará! —se lamentaba Ermitas—. Porque fuerte es, y trabajadora; puede sola con más sacas a la cabeza que dos homes por junto.

La Matuxa callaba.

Aprovechábanse de ello las mujeres, abrumándola a consejos.

Álvaro se forzó a hablar.

—Bueno, ahora, cuando estés repuesta, a continuar trabajando como antes. Y no temas por la chica, mujer; se alimentará de lo que haya en la casa, y cuando crezca le enseñáis el trabajo.

—¿Veslo, Matuxa? ¿Oyes lo que te dice el señor? —insistía Ermitas.

Álvaro se marchó. Tuvo que inclinarse al pasar bajo el dintel de la puerta, tan baja era. Se detuvo un momento, y con las piernas separadas, aspiró hondamente el aire limpio, dirigiéndose hacia la antigua y rústica capilla que frente a él se alzaba, al otro lado del prado. Salvábase el desnivel existente entre la tierra empedrada y el prado por tres escalones, practicados en la misma tierra. Álvaro los subió. Después metió la mano en uno de los macizos de hortensias que flanqueaban la iglesia. Rebuscando, sacó una herrumbrosa llave enorme, que introdujo en la puerta, verdosa de humedad. De pie, cruzadas sus manos a la espalda, detuvo la pensativa mirada en San Miguel. Presidía el Arcángel aquel altar pequeño, blandiendo una espada desproporcionada. Álvaro había sonreído muchas veces contemplando los colorines tiernos —rosa y azul— de tan ingenua talla. Tenía el santo pintados los carrillos, una extraña melena, obscura y larga, casi femenina, formándole tupé sobre la frente, y cruzando el pecho una banda escocesa. A sus pies, a los lados del dragón, con su roja lengua pendiente, los escudos de la casa. Pinos y dragantes, lobos y roeles, y la florlisada cruz cargada de veneras. Ribadeneiras, Castros, Osorios, Andrades y Caamaños dejaron sus cuarteles como quien entrega su sangre. Pasaron, y el pazo seguía viviendo. Pero llegar a ser representados por la recia nobleza de sus nombres era gritar desde la piedra que allí se habían aposentado, que entre aquellas paredes se habían movido y muerto. Era una forma de sobrevivir. Los mismos escudos se repetían sobre la fachada principal de la casa, encima del balcón. Para los aldeanos aquello era un adorno; ellos no los tenían, porque en casa del pobre el lujo sobra. Para Álvaro eran como la tumba de su padre, y el cuadro antiguo del abuelo, y como las medallas que guardaban de la guerra de Cuba, o aquella miniatura de su bisabuela, sucios los diamantes, y terne el brillo de los esmaltes, que fue encontrada en el cuerpo abrasado de su marido la noche que se presentaron los franceses.

La capilla le recordaba a su madre. No sabía por qué, ya que muriera siendo él muy niño. Ermitas, que le sirvió de niñera, le contaba siempre:

—En vida de la señora tocaba todas las tardes la campana. Reuníanse todos a rezar el Rosario. Daba pena verla, tan blanca…

No era Álvaro gazmoño, ni exageradamente devoto o amigo de ceremonias religiosas; sincero en su fe, conservaba, en relación con la Iglesia, la misma respetuosa distancia que sus gentes hacia él. Pero en el suelo de la capillita, las losas rezaban nombres y fechas escritos. Cada piedra uno, y a veces, dos. Castro, Ribadeneira, Andrade… De cuando en cuando, esparciendo dulzura, los nombres de mujer; Ermelinda, Paula, María Manuela. Álvaro les colocaba los rostros que viera en el viejo álbum familiar, y se le antojaba que yacían ellas con sus tirabuzones y sus echarpes, con medallones y cofietas de encaje, y ellos con casacas y chalecos brochados, con charreteras y cruces, alguno con su blanca capa de Caballero.

Al salir Álvaro de la capilla miró nuevamente hacia el establo. Estaba en calma. A su derecha, encuadrándose en el grueso muro de piedra, se veía el portalón de entrada, macizo y con pesada tranca de hierro. Desde allí la tierra bajaba en suave declive, empedrada con cantos rodados, enfangados de la suciedad que arrastraban. Morían al pie de las escaleras que conducían a la solana. A la izquierda de la casa se alineaban las toscas viviendas de los caseros, las cochiqueras y los establos. En nada se distinguían entre sí, construidos con pardusca piedra, tejados con grandes planchas de pizarra, pletóricos, unas y otros, del heno que se escapaba por las medias puertas. Las puertas aquellas a la mitad se abrían, dándoles cierto aspecto de púlpito o tribuna. El suelo de estas casuchas era de piedra y tierra, aunque el abono caído, el excremento de los animales, el barro que se formaba entre tierra y humedad, a veces no permitieran suponerlo. Bien mirado, resultaban más limpios y cuidados los establos, con la olorosa paja renovada y las blancas camas de hoja seca cubriendo el suelo. Una vez al día, cuando estaban fuera los animales, procedían a la limpieza. Soltaban cubos de agua por los pasillos. El agua, corriendo por el centro, formaba regatos que venían a estancarse en la entrada.

Álvaro subió la escalera dirigiéndose hacia su despacho. Allí lo esperaban, abiertos sobre la mesa, cuadernos y hojas cubiertos de apuntes. Cogiendo la pluma, paseó la distraída mirada por un libro —viejo libro de pergamino, verdosas ya sus páginas— que tenía delante.

Tiempo atrás emprendiera un detenido estudio sobre la antigua historia de Galicia, llevándole este trabajo a derivar su investigación hacia las rutas que, en un tiempo, siguieron los peregrinos que iban a Santiago de Compostela. Trabajaba despacio, compulsando datos. El camino lo enardecía: era algo misterioso, y bronco, como la tierra que sorteaba. A ratos parecía una epopeya, cuando hablaba de emperadores, reyes y santos, riñendo duras batallas para llegar al Sepulcro. Otros, un romance, con sus graciosas canciones de gesta, y los fabulosos milagros que relataba el Códice Calixtino, o el valeroso y caritativo Rodrigo de Vivar. Cuando Álvaro sonreía reconociendo la eterna picaresca española, en aquellos que se aprovechaban de los romeros, o que se fingían tales para hallar comida y techo. A veces, leyendo, semejábale que marchaba también por una vía, por él encontrada, que conducía al Sepulcro. ¡Cuánta lírica perdida por los senderos, en los campos, en cuanto fue posada en aquellos tiempos! Había que recogerla. Y emprendió la tarea, despacio, sin apremios.

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