“Uncle Lou”, lo llamábamos mi amigo y yo; nos parecía correcto pensar en él así, porque no era el padre de nadie y “amigo” parecía una exageración. Pero un íntimo, aún así. O la ilusión de serlo.
La gran virtud de Lou Reed: The King of New York (Lou Reed: El rey de Nueva York), la nueva y excelente biografía de Will Hermes, es que en realidad se trata de dos biografías: la de un adolescente de los suburbios, aburrido y en algunos aspectos corriente, típico de la América de posguerra, y la de su alter ego -el decadente ostentoso, urbanita y ambicioso que siempre tiembla en el límite absoluto de la experiencia- creado por sus solitarias ensoñaciones.
El primero roza el estereotipo: papá empleado contable, mamá ama de casa; una casa de ladrillo de una sola planta en los suburbios de Long Island; jugar al stickball hasta el anochecer y volver a tiempo para la comida casera. Fue a la universidad y lloró cuando murió el presidente Kennedy. Pero la mitad del siglo exigía de Lewis Reed una normalidad que él era incapaz de proporcionar. Aquí había un chico frágil, tal vez disléxico, definitivamente deprimido, atraído sexualmente tanto por hombres como por mujeres. De ahí, Lou Reed, y su urgente necesidad de hacer rock and roll.
¿Cómo de muerto hay que estar por dentro para no sentir cierta nostalgia por esta parte de la biografía del rock? Antes de Internet, antes de Spotify, la música te sorprendía en un dormitorio a oscuras a través de ondas de radio samizdat. A Reed, curiosamente, no fue el rhythm and blues ni Elvis lo que más le atrajo, sino el doo-wop. The Solitaires, The Chantels, The Dorados... este catálogo de ensueño de los ya medio olvidados le enseñó a Reed una lección vital fundamental: sólo se necesitan cuatro acordes.
En un momento, Reed es un bobalicón artístico tocando la guitarra y, al siguiente, su grupo del instituto, The Jades, está grabando para una filial de Mercury Records. El grupo fracasó rápidamente, pero la experiencia le sirvió a Reed para curtirse como músico y líder. Estudió una temporada en la Universidad de Nueva York y luego en Syracuse, donde conoció a una de las dos influencias decisivas en su vida creativa: el poeta, cuentista y legendario escritor Delmore Schwartz.
Reed ya tenía un contracanon (El negro blanco de Norman Mailer, las historias de Glass de J.D. Salinger, Ornette Coleman) sonando en su cabeza, pero no hay sustituto para el heroísmo en carne y hueso. Schwartz dio a Reed el modelo perdurable del escritor como defensor anticomercial y mártir de su arte. Pronto llegó la graduación y la necesidad de comer. Reed aceptó un trabajo en una discográfica barata que vendía sus imitaciones de discos de rock-and-roll en Woolworth’s, un trabajo que le obligó a escribir canciones a destajo y con plazos muy ajustados.
Esta combinación de composición incesante y la melancolía de los bares de Schwartz le sirvió a Reed durante las tres décadas siguientes, empezando, por supuesto, con The Velvet Underground. Aquí Hermes es magistral, relatando los diversos elementos inverosímiles que confluyeron: Andy Warhol, la otra gran influencia de Reed y el Svengali de la banda, que creció aún más aburrido y solo que Reed y que, tras mudarse a Nueva York, aún aburrido y solo, creó la ciudad de los sueños de Reed; Nico, la diosa alemana del hielo a la que Warhol obligó a formar parte de la banda, cuyo canto etéreo de alguna manera hacía justicia a las melodías de Reed.
Y sobre todo, John Cale. Dos enemigos, un par de guitarras, un aspecto y unas habilidades imprescindibles, etc. -resulta familiar, dado el arquetipo de Lennon-McCartney, Jagger-Richards, aunque quizá no debería. Los Beatles y los Stones surgieron del amor y la rivalidad inherentes a cualquier amistad temprana, mientras que los Velvet representaron la breve coincidencia, en el espacio y el tiempo, de dos visiones musicales relativamente maduras y totalmente opuestas.
Cale era un miembro de buena fe de la vanguardia europea de Nueva York; tocaba la viola y, como los de su propio héroe, el compositor Le Monte Young, sus gustos se inclinaban hacia el canto monotonal. Reed, por su parte, escribía pegadizos jingles de cuatro acordes. Su fría y venenosa astucia sigue siendo siempre nueva.
El debut de los Velvet con All Tomorrow’s Parties y I’ll Be Your Mirror precedió en un mes a Revolver de Los Beatles. Muy pocos entendieron lo que estaban oyendo, pero los que acertaron lo hicieron, entre ellos un joven David Bowie que aún no era famoso. “Estaba escuchando un grado de frescura que no tenía ni idea de que fuera humanamente sostenible”, recordaría Bowie sobre The Velvet Underground & Nico, el primer álbum de la banda. “Extasiante. Uno tras otro, los temas se retorcían y deslizaban sus tentáculos alrededor de mi mente”. En el centro de todo, cuando Nico cedió el micrófono, estaba el canto-no canto de su vocalista-no cantante.
El anterior libro de Hermes, Love Goes to Buildings on Fire: Five Years in New York That Changed Music Forever, era un poema de amor y una etnografía de la escena musical neoyorquina de los años setenta, en todo su salvaje eclecticismo de polinización cruzada. Hermes aporta a Reed la misma mezcla única de rapsodia y desapasionamiento académico, de amor y escepticismo que define la mejor crítica. Se ha escrito mucho sobre Reed, pero sólo Hermes, en mi opinión, ha conseguido el equilibrio peculiar de Reed, de persona y farsante, exactamente correcto.
Y sólo alguien con un sentido de sí mismo peligrosamente frágil podría haber creado un personaje tan robusto. Si Reed escribió canciones imborrables, creó un alter ego igualmente imborrable: en parte Sade, en parte Lenny Bruce, todo un literato universitario; moderno, irónico, distante. Como él mismo reconoció, “Lou Reed” es más una idea que una persona real. “Yo creé a Lou Reed”, cita Hermes. “No tengo nada en común con él, pero puedo interpretarlo bien. Muy bien”.
De ahí mi detalle favorito de todo el libro: agotado por las drogas y la rivalidad (por no hablar de la falta de ventas), y habiendo abandonado la banda, el notoriamente decadente vocalista llevó a su último concierto de los Velvets a su madre y a su padre, ¿Sid y Toby? ¿Otra vez? Como dice Hermes, los 60 se estaban acabando, Reed se acercaba a los 30 y no había alcanzado el estrellato del rock. Cuando salió Loaded, el último disco de los Velvets, y portador de la que Hermes y yo consideramos la mejor canción de rock and roll de todos los tiempos, “Sweet Jane”, Reed vivía en la habitación de su infancia y trabajaba en la empresa de su padre como mecanógrafo.
Pero Bowie, ahora mundialmente famoso, nunca olvidó la revelación de aquellos discos de los Velvets. Recogió a Reed de la pila de descartes y produjo su primer disco en solitario, Transformer. “Walk on the Wild Side”, con su riff de apertura, con dos bajos en armonía, se convirtió en el éxito que había evadido a los Velvet. Reed tenía ahora lo que toda aspirante a estrella del rock sueña en secreto: una marca imbatible.
Y así lo hizo durante los 40 años siguientes. Esta biografía está tan bien documentada como escrita; es minuciosa, inteligente, concienzuda y una delicia absoluta. Pero sufre en su tercio final por tratarse de Lou Reed, tótem viviente de la autenticidad. Como dice Hermes: “Su trabajo con los Velvet acuñó la sensibilidad del rock neoyorquino: lírica y musicalmente contestatario, intelectual, sabelotodo, descaradamente romántico”. Perfectamente dicho y cierto. Aun así, lo último que le debemos a una figura así es una deferencia política.
Con algunas encantadoras excepciones, los discos en solitario de Reed eran con demasiada frecuencia pretenciosos desechos, actitudinales con un fino barniz de originalidad. Y lo que es peor, se convirtió, a juzgar por el extenso reportaje de Hermes, en una celebridad más que montaba un escándalo épico cuando no se salía con la suya, en el estudio o en el bar. En el espíritu del propio hombre, ¿se me permite decir que a menudo esta persona me parecía patéticamente fea? Y puedo añadir como coda: gracias, Uncle Lou, por enseñarme a decir lo que pienso de esta manera. Te quiero y te echo de menos.
Fuente: The Washington Post