Batimos la posta: con este discurso el lunfardo entró a la Academia de Letras

Este martes, Oscar Conde pasó a formar parte de la prestigiosa institución. Lo hace como especialista en un argot y una producción literaria siempre marginales. ¿Es cierto que nació en las cárceles? Aquí, algunos mitos y algunos hallazgos. El texto completo que leyó.

El lunfardo entró a la Academia de Letras. (Imagen Ilustrativa Infobae)

Un día de marzo de 2002 me llamó José Gobello para decirme que pensaba proponerme como miembro de número de la Academia Porteña del Lunfardo. Sorprendido, atiné a empezar a agradecerle, pero me interrumpió: “Antes de que me conteste, necesito preguntarle: ¿usted tiene alguna aspiración de integrar la Academia Argentina de Letras?”. Le respondí con sinceridad que nunca se me había pasado por la cabeza, porque sencillamente me parecía imposible. La conversación concluyó así: “Se lo quería advertir porque, si usted acepta lo que le propongo, nunca va a entrar a la Academia Argentina de Letras”.

Creí que se trataba de una boutade de Gobello pero, recién incorporado, un integrante de aquella academia me reveló que lo habían propuesto para integrar la de Letras y su nombre había sido vetado, y que conocía otros casos anteriores. De todos modos, creo que, cuando ingresé, la «interdicción» ya no corría, pues mi amiga y colega Susana Martorell de Laconi, que desde 2000 era correspondiente en Salta de la Academia del Lunfardo, en 2002 fue elegida también corresponsal de esta casa. Pero, claro, de ello me enteraría bastante después. Así que ni en mis fantasías más osadas estuvo, de allí en más, esto que hoy se hace realidad plenamente. Quiero agradecerle al cuerpo académico por su confianza y a nuestra presidenta y a mi amigo de toda la vida por sus palabras de bienvenida. Vivo esta designación como un reconocimiento a mi trabajo. Aunque ello no me llevó a pensar que este ingreso es un punto de llegada. Todo lo contrario: tendría que ser —y me propongo que así sea— un nuevo punto de partida.

Yo puedo autopercibirme poeta, lexicógrafo, lunfardólogo, ensayista y, en los últimos años, también filólogo. Los libros que llevo hechos pueden dar cuenta de ello. Pero uno es, finalmente, aquello que más hizo. De modo que para el resto del mundo soy, por abrumadora mayoría, el profesor Conde. En efecto, aquello a lo que más tiempo me dediqué fue a enseñar. Después de leer y de escribir, dar clase es lo que más me gusta en la vida y, aunque lo hago para subsistir, no lo hago por dinero, sino por amor. Todos estos que soy —pero ninguno más que el profesor— haremos nuestros mejores esfuerzos para aportar lo más que podamos a esta academia.

Quiero recordar con total gratitud a mis seis grandes maestros. De cinco de ellos soy un discípulo directo: los profesores Lorenzo Mascialino, Victoria Juliá, Ángel Castello y Eduardo Romano y el sensei Luis Falcone. El sexto es Gobello, que no fue mi profesor, pero me enseñó a través de su obra. Sin estas seis personas yo sería definitivamente otro y, con toda seguridad, no estaría hoy aquí.

Como voy a ocupar el sillón «Juan Cruz Varela», se impone recordar quién fue. Nacido en Buenos Aires en 1794, estudió Artes y Teología en la Universidad de Córdoba. En su juventud difundió letrillas y poemas satíricos en pliegos sueltos y fundó sucesivos periódicos (El Centinela, Mensajero Argentino, El Granizo y El Tiempo), que consistían una o dos páginas escritas integralmente por él mismo, a través de los cuales defendía la causa unitaria. La llegada de Rosas al poder en 1829 lo forzó al exilio en Uruguay.

Su obra, neoclásica, se condensa en el poemario La Elvira (1817) y dos tragedias en verso: Dido (1823), basada en el canto cuarto de la Eneida de Virgilio, y Argia (1824), escrita bajo la influencia de la Antígona de Vittorio Alfieri. Escribió además poemas de amor y cantos patrióticos antes de fallecer en Montevideo el 24 de enero de 1839.

Oscar Conde entra a la Academia de Letras.

El sillón que se me ha asignado tuvo hasta ahora cuatro ocupantes. El primero fue el profesor italiano Roberto Fernando Giusti (1887-1978), fundador de la legendaria revista Nosotros, elegido el 23 de julio de 1936. El segundo fue el escritor costumbrista Elías Carpena (1897-1988), designado el 12 de julio de 1979. El tercero fue el crítico e inolvidable profesor Ángel Mazzei (1920-1997), votado el 26 de julio de 1990. El cuarto fue el actual académico honorario Pedro Luis Barcia (1939), electo el 27 de abril de 2000, quien fue presidente de esta corporación entre 2001 y 2013.

Dedico este discurso a cuatro mujeres: a Laura y Victoria, mis hijas, que son mi máximo logro y mi máximo orgullo, a mi madrina Teté y a mi novia Laura. Ahora sí, dicho todo esto, a mi tema: los tesoros ignorados de la literatura lunfarda.

Hace dos meses subí a un taxi y escuché a un periodista preguntarle a un cantante rosarino: “¿Vos sos leproso o canalla?”. “Canalla”, respondió. Inmediatamente después me dije que si un ecuatoriano, un mexicano o un español hubiesen oído ese minidiálogo radial, no lo habrían entendido. En el lunfardo futbolístico los leprosos son fanáticos de Newell’s y los canallas, de Rosario Central. Según la leyenda ambos apodos se habrían acuñado un mismo día, en tren de pactarse un partido a beneficio de los enfermos de lepra del hospital Carrasco. Los de Newell’s (los leprosos) estaban dispuestos a jugarlo y los centralistas no. Por eso lo de canallas.

Como el argot francés —de donde la lingüística tomó la palabra para designar a este tipo de vocabularios populares—, el slang estadounidense, la gíria brasileña o el parlache de Medellín, el lunfardo es un argot, es decir, un vocabulario integrado por palabras y locuciones de carácter popular difundido transversalmente en todas las capas sociales y etarias de nuestro país, pues, aunque su origen haya sido en las ciudades del Plata, hoy es patrimonio de toda la Argentina. Allí radica su importancia: la difusión del lunfardo no debe medirse por la cantidad de personas que lo usan sino por la cantidad de personas que lo comprenden —algo que en lingüística se conoce como competencia pasiva—.

Esta literatura es un bien mucho más importante y duradero que las reservas de litio o de Vaca Muerta

Se detecta ya en la década de 1870 y perdura hasta hoy con una vitalidad indiscutible. Sin embargo, este repertorio de palabras y locuciones no es estático. Quiero decir que el lunfardo en sí no varía: era lunfardo en 1900, en 1930, en 1970 y sigue siéndolo ahora. Los que sí varían son los lunfardismos que lo conforman.

Aunque algunos autores afirmaron con vehemencia y ligereza que es un idioma o un dialecto, obviamente no lo es, pues no se puede hablar completamente en lunfardo, como se puede en francés o en guaraní. Y esto es así porque las palabras que lo integran son básicamente de tres clases: verbos, sustantivos y adjetivos, que casi siempre expresan sus accidentes de acuerdo con la morfología del español. A estas tres clases se les suman unas pocas interjecciones y adverbios, así como locuciones verbales (batir la posta, dar bola, irse al tacho), sustantivas (canero viejo, lengua larga, papa pal’ loro, mamá luchona), adjetivas (de avería, en curda, gil a cuadros) y adverbiales (al divino botón, de arribeño, sobre el pucho). Pero no existen en lunfardo artículos, pronombres, preposiciones ni conjunciones. De modo que, aunque se haya extendido la expresión “hablar en lunfardo”, lo más que uno podría hacer es “hablar con lunfardo”.

La voz lunfardo —tomada del romanesco— significó en su origen ‘ladrón’ y muy pronto también ‘jerga ladronil’. Esto condujo a conclusiones erróneas a los primeros interesados en el fenómeno, quienes, por ser policías, guardiacárceles o criminalistas, pensaron que se trataba de un tecnolecto delictivo o de un habla carcelaria. Yendo en esta dirección, cayeron en un segundo error: decretar la naturaleza críptica del lunfardo, algo que hace medio siglo Mario Teruggi desmintió por completo, cuando escribió:

El mentado carácter secreto del lunfardo (o cualquier otro argot) no resiste el menor análisis, como lo han demostrado muchos investigadores serios. Una breve reflexión basta para comprender que si los delincuentes tuvieran un lenguaje secreto, sólo conocido por ellos, al usarlo ante desconocidos o posibles víctimas se pondrían en evidencia, es decir que su idioma cumpliría precisamente la función contraria a la buscada, que es la de despistar. Cualquier individuo que se comunicara con vocablos en parte incomprensibles no haría otra cosa que llamar la atención hacia sí mismo y despertar sospechas sobre sus intenciones. (Teruggi, 1974: 148)

La histórica cárcel de Ushuaia. ¿El lunfardo nació en las prisiones?

Es una cuestión de sentido común. Y también de falta de atención. Porque tanto en los cuentos de Fray Mocho, en los cuadros costumbristas de Félix Lima, en las “Acuarelitas del arrabal” que Juan Francisco Palermo publicaba en Crítica, como en las veredas, los almuerzos familiares y los mercados de barrio el lunfardo estaba en boca de todos. Y no fue un tecnolecto de ladrones, porque desde que nació contiene voces y expresiones completamente ajenas al delito. Chamuyar, mufa, atorrante o escabio no tenían ninguna conexión directa con el mundo criminal, como no la tienen hoy filtrado, puentear, bardero o a la gilada ni cabida. Naturalmente, los detenidos usaban y usan lunfardo, porque forma parte del habla de todos los días de la mayor parte de nosotros, pero no por ser ladrones o estar presos. Pero además se sirven de la jerga carcelaria, que es casi desconocida por quienes jamás estuvieron en la cárcel.

Es evidente que dentro del lunfardo hay términos relacionados con el delito o lo que se llamaba “mala vida”, pero no cubren ni el 5 % de este vocabulario que engloba distintos y variados campos semánticos. El lunfardo es un conjunto de términos afectivos, cuya función primordial es traducir o representar, en declarada rebeldía, el mundo que rodea al hablante, con su universo de acciones, objetos y sentimientos. Y, aunque me parece que es bastante más que esto, no sería del todo disparatado concebirlo como un léxico de las necesidades vitales —comida, bebida, sexo—, los tipos humanos —con las consiguientes relaciones interpersonales primarias: el dinero, el comercio, el engaño, los defectos, como la torpeza, la jactancia o la candidez—y los “vicios”: el juego, la droga, el turf, el alcohol y la prostitución.

Todas estas confusiones con el lunfardo, que lo suponen un vocabulario de marginales, delincuentes o presos, tienen su explicación. Entiendo que se sucedieron tres cosas que —permítaseme el lunfardismo, ya que de eso estamos hablando— empiojaron el asunto. Por un lado, la asociación que históricamente realizan las clases pudientes entre pobreza y mal vivir; por otro, la irreflexiva seguridad con la que los penalistas y policías describieron eso que supusieron una jerga criminal; por último, el hecho de que diversos escritores e intelectuales les creyeran a los policías. Desde que tuvo lugar la eclosión inmigratoria que le dio origen, los habitantes del arrabal —que, como decía Borges, estaba en todas partes, incluso a metros de la Plaza de Mayo, igual que hoy— usaban o comprendían las expresiones lunfardas, y en pocos años fue absorvido por las clases medias, por los muchachos de las clases acomodadas que iban a divertirse a los peringundines del sur de la ciudad y hasta por las chicas del Sacre Coeur.

Turf. Uno de los ámbitos de nacimiento del lunfardo. (Paul ELLIS / AFP)

La expansión de este vocabulario en los medios de comunicación y en las producciones artísticas de carácter popular revela el conocimiento que el público tenía de este argot. Si no me creen, pueden buscar la columna cinematográfica que escribió Horacio Quiroga en Caras y Caretas el 15 de mayo de 1920 y que firmaba como “El esposo de Dorothy Phillips”. Allí el autor se queja de los inverosímiles diálogos en lunfardo intercalados entre las escenas de las películas silentes extranjeras, y menciona casos como este: “¿Que si me he divertido? Macanudamente, como decimos los criollos” (dicho por un príncipe chino en Rostros lívidos de Sesshū Hayakawa), o bien “¡espiantá, espiantá!”, o “¡guarda, que va a pelar el bufoso!”. Es absurdo, claro, pero tal decisión de las distribuidoras nacionales confirma que el público conocía el léxico lunfardo.

Como todo argot, surgió en el ámbito de la oralidad y se fue forjando en distintos espacios de circulación social (el conventillo, el trabajo, los lugares de diversión) en las charlas de criollos humildes con personas recién desembarcadas que se expresaban en sus lenguas maternas. El proceso se afianzó con los hijos de unos y otros: en los juegos infantiles en la vereda y en el patio de la escuela y, después, en la infaltable barra de la esquina. Esas conversaciones corrientes, espontáneas y simples, no estaban exentas de pequeñas cuotas de humor, burla o ironía de parte de los criollos hacia los inmigrantes (mayoritariamente italianos), quienes tenían como meta tanto para ellos como para sus hijos, el aprendizaje de una lengua de prestigio que pudiera favorecer su inserción social: el castellano rioplatense. De ese intercambio surgieron dos fenómenos: un habla de transición (el cocoliche) y un vocabulario popular (el lunfardo) formado en aquellos primeros tiempos por xenismos, deformaciones, distintos juegos idiomáticos y resemantizaciones de palabras españolas. Los jóvenes criollos, con todo ese capital lingüístico aprendido en el colegio y en la calle, con voluntad lúdica crearon un modo de decir y un modo de hablar, es decir, un léxico cotidiano.

Los protolunfardismos se detectan ya en la literatura de principios del siglo XIX. En El detalle de la acción de Maipú (1818), Las bodas de Chivico y Pancha (1823) y Graciosa y divertida conversación que tuvo Chano con el señor Ramón Contreras con respecto a las fiestas mayas de 1823 (1825) aparecen, por ejemplo, vichar ‘espiar’, fajar ‘azotar’ y safado (con s) ‘insolente’. En su poema El ángel caído (circa 1841), Esteban Echeverría usa el adjetivo paquete ‘elegante’ y en su extraordinario Facundo (1845), Sarmiento utiliza cajetilla ‘aristócrata’ hablando precisamente del poeta romántico. En la página 47 de la primera edición del libro, puede leerse, con la ortografía propiciada en aquel tiempo por el autor sanjuanino:

El joven Echeverría residió algunos meses en la campaña en 1840, i la fama de sus versos sobre la Pampa le abía precedido ya: los gauchos lo rodeaban con respeto i afición, i cuando un recienvenido mostraba señales de desdén acia el cajetiya, alguno le insinuaba al oído: “es poeta”, i toda prevención ostil cesaba al oír este título privilejiado.

Estos y otros protolunfardismos se sumaron al lunfardo originario, que empezó a integrarse con aportes de las lenguas traídas por la inmigración europea, aunque también con africanismos, brasileñismos y voces de las lenguas originarias. Por supuesto, los préstamos lingüísticos no fueron el único modo de crear lunfardismos, pero a fines del siglo XIX fueron el insumo fundamental. No podría decirse que el lunfardo es un vocabulario de inmigrantes, pero sin la inmigración no habría sido lo que fue ni como fue.

Cuando la llegada de extranjeros disminuyó, esto es, en los últimos cien años, los lunfardismos, en su mayoría, se tomaron o formaron a partir de palabras españolas por cambios semánticos o morfológicos. Los primeros son vocablos usados con una nueva acepción, como tronco ‘torpe’, fichar ‘observar’, ratón ‘persona tacaña’, patear ‘caminar’, comedor ‘dentadura’ o gorra ‘policía’. Entre los segundos tenemos juegos paronomásticos (tragedia por traje), metaplasmos (tano, patova, rasca), transformaciones apreciativas (garronazo, facilongo, champucito, pedalín) y vesres (troesma, yorugua, sarparse, viorsi, colimba). En la misma lógica existen decenas de modismos con significados puntuales que no se derivan de los sentidos originarios de sus componentes, como ir a los bifes, llenar la cocina de humo, no cazar un fulbo, levantarla con pala o cortar el rostro. O las clásicas ir a cantarle a Gardel, tener la posta o saberla lunga.

Durante sus primeras décadas, el lunfardo se evidencia por escrito en los cuadros de costumbres de las revistas ilustradas, en la página policial de los vespertinos, en las columnas de prensa, en las revistas teatrales (como La Escena o Bambalinas) o narrativas (como La Novela Semanal). De a poco comenzó a desarrollarse una literatura lunfarda, esto es, una literatura que elegía el lunfardo como emblema para expresar el modo de vivir y el modo de sentir de los habitantes del Río de la Plata.

Si en infinidad de testimonios escritos se fue imponiendo socialmente, ni falta hace decir que en el plano de la oralidad es donde halló tal vez los canales más eficaces para su difusión: 1) en la letra de tangos y paratangos, 2) en el teatro por horas —que a comienzos del siglo pasado suponía en Buenos Aires el estreno permanente de decenas de sainetes y piezas breves— y 3) en la radio. Desde ya que el lunfardo seguiría presente en la literatura, en el grotesco criollo, en el cine, en la televisión, en las series y miniseries—, en las letras de rock, cumbia, cuarteto, rap y RKT y actualmente también en los streamings por Youtube y en los intercambios escritos u orales a través de aplicaciones y redes sociales. El manejo de palabras y locuciones lunfardas nos identifica cotidianamente en el diálogo con personas cercanas. El uso de este léxico nos da a los argentinos un sentido de pertenencia y hace posible que entremos en confianza con nuestros interlocutores, aun cuando sea la primera vez que los vemos. En este vocabulario que cabe casi en un libro de bolsillo —verdadero patrimonio intangible, como ha propuesto Daniel Antoniotti— se plasma un modo de entender la realidad, toda una cosmovisión.

Oscar Conde da su discurso en la Academia de Letras.

En tanto que un diccionario de argentinismos es, por defecto, un diccionario de uso, una especie de fotografía del estado actual del habla de nuestro país, un diccionario de lunfardismos no puede serlo, porque debe contener el repertorio lunfardo completo, desde sus comienzos hasta hoy. Tiene que servirnos para entender los lunfardismos que usaba el Mocho hace 120 años, Vaccareza hace un siglo, el Adán Buenosayres de Marechal hace 75 años, Rayuela de Cortázar hace 60, los poemas de Giribaldi y Selles hace 40, los cuentos de Fontanarrosa hace 25 o El guacho Martín Fierro de Fariña hace 12.

Hablamos, por fin, de literatura. En 1958 Raymond Queneau, director de la Histoire des littératures, que integraba la Encyclópedie de La Pléiade–, bautizó como literaturas marginales al conjunto de la literatura no canónica: los géneros populares (el romántico, el policial, el de terror, el de aventuras, el de ciencia ficción, el fantasy), el folletín, la literatura infantil, la canción, la historieta, el articulismo, la crónica periodística y un inabarcable etcétera.

En 1975 el profesor portugués Arnaldo Saraiva supo problematizar el concepto de literatura marginal al ponerlo en relación de oposición y complementación con la noción de literatura marginalizada, cuando generó el título de su libro Literatura marginal izada (1975). En efecto, para Saraiva esta literatura no solo comprende una clase de textos menospreciada sino especialmente modos particulares de producción, distribución, circulación y consumo.

En las personas e instituciones que validan y sostienen la literatura canónica se verifican tres operaciones de descalificación: la del lector, que resulta infantilizado; la del medio de difusión (diarios, revistas, discos) y la del género, arrinconado en el mejor de los casos en la función del entretenimiento. Si la literatura marginal se ubica en un lugar provocador, alejado del centro del campo literario, la marginalizada, en vez, sigue en las orillas y vive a la intemperie. Este segundo concepto da cuenta, por un lado, de la acción de poner en el margen a un autor, una obra o un género y, por otro, del carácter provisorio de esta categoría. Hasta la operación que Lugones llevó a cabo con El payador en 1916, el Martín Fierro y el resto de la poesía gauchesca eran un género marginalizado, por ejemplo. La literatura escrita en lunfardo todavía lo es. Y voy a decir algo de lo que muy poca gente tiene conciencia: esta literatura es un bien mucho más importante y duradero que las reservas de litio o de Vaca Muerta.

El gaucho Martín Fierro, dibujado por Juan Carlos Castagnino

Cuando algo no se conoce o fue gambeteado durante décadas por las instituciones que marcan la agenda de lo que debe investigarse y lo que no, es difícil o imposible que los investigadores jóvenes se interesen por trabajar con ese material. Aquí han obrado, primero, los prejuicios contra el lunfardo y, segundo, simplemente la ignorancia. Durante todo el siglo XX los únicos dos trabajos sobre lunfardo en el ámbito universitario argentino, escritos por dos lingüistas admiradas y admirables (Beatriz Fontanella de Weinberg y Beatriz Lavandera) ninguneaban los estudios de Gobello, Amaro Villanueva, Luis Soler Cañas y Mario Teruggi y tomaban como fuente única para definir y delimitar el lunfardo el libro El idioma del delito (1894) del abogado penalista Antonio Dellepiane, cargado de prejuicios de todo tipo y deudor de la escuela lombrosiana. A partir de allí, la literatura escrita en lunfardo o se toma en broma, se considera un recurso más o menos excepcional.

¿De qué hablamos cuando decimos “literatura lunfarda”? De un reservorio de textos ocultos, cuasi perdidos u olvidados. La literatura lunfarda es un corpus de dimensiones imponderables todavía, que incluye producciones teatrales, poesía firmada y anónima, letras de canciones, diálogos, relatos, cuadros costumbristas, aguafuertes y columnas de prensa, materiales producidos mayormente entre 1880 y 1950. El común denominador de estos textos es que en ellos hay una cantidad considerable —y, en ocasiones, exagerada— de lunfardismos, y resulta imperioso preservar por medio del rescate, el estudio y la publicación para que podamos contar con este material tan rico desde los puntos de vista lingüístico, histórico, sociológico y, naturalmente, literario.

Veamos algunos ejemplos de literatura lunfarda. Comienzo por unos versos de Pascual Contursi, quien según Gobello y Soler Cañas “salvó al lunfardo del destino caricaturesco a que parecía haberlo condenado el sainete”. Así empieza Pobre paica, letra que en 1919 Contursi le adosó al tango El motivo de Juan Carlos Cobián:

Mina, que fue en otro tiempo la más papa milonguera y en esas noches tangueras fue la reina del festín, hoy no tiene pa’ ponerse ni zapatos ni vestidos, anda enferma y el amigo no aportó para el bulín.

En la literatura de la época, el lunfardo venía siendo, por lo general, un recurso humorístico. Pero, como salta a la vista, estos versos, elaborados desde un punto de vista compasivo, no tienen nada de gracioso.

El lunfardo, en las artes.

En 1925 Last Reason, pseudónimo del periodista de turf y escritor uruguayo Máximo Teodoro Sáenz (1886-1960), publicó A rienda suelta, donde incluyó una crónica en un tono muy distinto al de estos versos contursianos, en la que se cuenta una supuesta entrevista suya con el escritor indio Rabindranath Tagore (1861-1941), que acababa de visitar la Argentina. Cito un breve pasaje de “De cómo hice rodar al célebre Tagore” para que pueda que apreciarse el estilo distendido, en el que se exalta la viveza criolla en un tono humorístico y desdramatizador de la vida, pues está escrito desde la mirada que sobre ella tienen los reos, categoría que agrupa a los humildes, los ociosos, los juerguistas y los marginales:

Me rechiflé y le chamuyé a la gurda.

—Gran bacán del soprábito larguía que la vas de contursi altisonante…

—Prosa, prosa, hijo mío; me revienta el sover.

—Y bueno, te lo bato en prosa. Viejo Tagore, filósofo, poeta, viajero distinguido, salud. Mi programa filosófico es simple, claro y prepotente. Vivo sin dolores, juego con la vida que a vos te resulta cosa seria; me meto en un tonel pero no para esconderme sino para escabiarlo; cacho la linterna e ilumino la pista para dar con el ganador de la primera. Diógenes buscaba un hombre ¡otario!, yo busco a una mujer, y si la encuentro, muerdo si me dejan, y sigo viaje. (Last Reason, 1925: 138).

El entusiasmo con el que el narrador describe una tarde en el hipódromo desencadena un final desopilante: con un Tagore poseso apoyado sobre el respaldo de su silla como si fuese un jockey jugándole una carrera a su entrevistador dentro de una habitación de hotel. Alcanza lo citado para advertir que la combinación de un lenguaje formal con el lunfardo callejero le confiere al texto un marcado valor paródico. A través de un código común, se busca la complicidad con el lector y, al mismo tiempo, se muestra que es posible hacerle frente a cualquiera —aun a un filósofo de fama mundial que había ganado el Nobel en 1913— con las armas propias del reaje.

Otro caso que revela un uso magistral del lunfardo es el poema Ella se reía, escrito por Enrique Cadícamo en 1940, sobre la base de la traducción de Teodoro Llorente de Una mujer de Heinrich Heine, aquel que comienza:

Se amaban con frenética pasión;

ella era una ramera; él un ladrón;

cuando él fraguaba alguna fechoría,

se echaba ella en la cama, y se reía. (Heine, 1885)

El poema de Cadícamo, musicalizado en 1963 por Juan Cedrón, se inicia así:

Ella era una hermosa nami del arroyo. El era un troesma pa usar la ganzúa. Por eso es que cuando de afanar volvía, ella en la catrera contenta reía;

contenta de echarse dorima tan púa. (Cadícamo, 1964 [1940]): 60)

En este caso, el tono es lúdico, pero —al igual que en la fuente alemana— esta liviandad contrasta con el argumento: cuando el ladrón es apresado, ella se va con otro.

Concluyo este recorrido con el genial Luis Alposta, que en 1967 escribió un brevísimo poema lunfardo que se titula Mufa. Son solo cuatro versos:

Hay días en que hay ganas de abandonar la pose,

tomarse el piro macho sin batir ni ¡salute!,

dejar atrás la calle, embutirse en el subte

y, en lo que dura un faso, rumbear para Lacroze. (en Gobello, 1972: 229)

Para quien no lo sepa, Lacroze es una estación de la línea B. Pero no es cualquier estación: frente a ella se emplaza el Cementerio de la Chacarita, el más grande de Buenos Aires. Uno puede tomarse el piro muchas veces, pero el piro macho es irse para siempre.

Enrique Cadícamo.

No hace muchos años me di cuenta de que los diccionarios de lunfardo están incompletos. La razón es obvia: casi no existen ediciones con notas lexicográficas o contextuales de la obra de escritores lunfardos y esto conduce a una sola conclusión: queda casi todo por hacer en el terreno del lunfardo histórico y de su literatura. Los ejemplos que di recién son accesibles, pero también minoritarios. Una gran parte de la literatura en lunfardo no la conocemos. Después de reeditar en 2015 la primera novela lunfarda: La muerte del Pibe Oscar (1926) de Luis C. Villamayor, un libro desconocido por completo por los especialistas en literatura argentina, comprendí la urgente necesidad de editar a los autores clásicos de este extenso corpus.

La lectura y el conocimiento de algunos materiales me llevó a valorar el universo simbólico representado allí con alusiones a lugares y a personajes de aquel Buenos Aires en transformación, que fue además la olla en la que se estaba cocinando el tango y en la que se fraguaban grupos y movimientos literarios fundamentales de nuestra historia literaria. Ahí entra ya no solo la perspectiva lexicográfica, sino la filológica. Anotar esos textos es imprescindible para ponerlos en contexto y hacer posible con ello que los jóvenes de hoy puedan entenderlos y valorarlos en todas sus dimensiones. Como le escuché decir alguna vez a mi querido y admirado colega Leandro Pinkler, el propósito de la filología es realizar una interpretación cero del texto, esto es, desentrañar lo que el autor expresó de acuerdo a sus coordenadas históricas, propias de una determinada visión del mundo. El trabajo del filólogo consiste en enmarcar y contextualizar el texto para legitimar las lecturas posibles, puesto que una lectura se vuelve imposible (es decir, equivocada) cuando no es compatible con la cosmovisión en la que se originó el texto. Las notas lexicográficas o lingüísticas, socio-históricas, económicas, etnográficas, filosóficas y culturales no son meros aderezos: conforman en conjunto el arsenal que la filología puede aportarnos para una precisa comprensión de una obra o del corpus de un autor.

Cualquier estudioso que pretenda editar un texto de cierta antigüedad está obligado a dar cuenta, en el estudio preliminar y en las notas, de cierto modo de ver la realidad, de un estado determinado de la sociedad con relación a temas como la religión, el pensamiento científico y humanístico, la política y la moral y también a dar cuenta de los usos lingüísticos de ese tiempo.

Buenos Aires. La ciudad central del lunfardo.

Así armé en mi cabeza dos recorridos: uno acotado, como parte de mi proyecto personal de estudio y producción académica, y otro, gigantesco, que solo podría completarse con la participación de varios estudiosos, dispuestos a ejercer la tarea filológica sobre ese material, que en muchos casos jamás fue publicado en formato libro, y que, por lo tanto, debe ser buscado, hallado, fotografiado o escaneado y tipeado, antes de poder ser estudiado.

La urgencia por preservar este acervo no necesita demasiados justificativos: resulta perentorio poder recoger estos materiales antes de que desaparezcan de la faz de la tierra o de que se los lleven los coleccionistas extranjeros o las instituciones y universidades europeas o norteamericanas. No es mi intención sonar apocalíptico, pero en la Argentina el descuido oficial por los libros antiguos, los diarios, los folletos, las revistas, los gramófonos y fonógrafos, las pianolas y sus rollos, los cilindros de cera y los discos, las partituras, las grabaciones, las filmaciones es, a estas alturas, una especie de tradición. Una tradición que combina la persistente falta de recursos de los repositorios públicos con la ignorancia y la desidia. Todavía hay muchas personas –entre ellas, un puñado de investigadores y de coleccionistas– que trabajan a diario, cada uno en lo suyo, para evitar esta sangría, pero me parece que, hasta que no exista en nuestro país un Ministerio de Bienes y Actividades Culturales (como el italiano) o se produzca, al menos, una reformulación de los objetivos del actual Ministerio de Cultura, no habrá una forma eficiente de hacerlo.

Quizá pueda sorprender que yo hable de textos literarios lunfardos y de su recuperación, cuando no se trata de códices antiguos que haya que desenterrar o buscar por bibliotecas, universidades o monasterios perdidos de Europa o de África. Estos de los que hablo son textos que tienen a lo sumo ciento veinte, cien o, incluso, menos años de antigüedad. Sin embargo, varios son desconocidos, si no directamente ignorados. ¿Por qué importaría entonces recuperarlos? Al menos por dos razones: 1) porque esa recuperación patrimonial va a presuponer un enriquecimiento de la literatura argentina, y eventualmente un reordenamiento de este campo, al menos para las últimas décadas del siglo XIX y la primera mitad del XX y 2) por el rescate de voces y expresiones no recogidas en diccionarios de argentinismos o lunfardismos y, por lo tanto, no estudiadas aún.

Doy algunos ejemplos de autores cuyas obras sería necesario hallar, clasificar, digitalizar y editar en versiones anotadas. Félix Lima (1880-1943), costumbrista de extensa obra en la prensa de su tiempo publicó únicamente dos libros: Con los nueve… (1909) y Pedrín (1923), que constituyen menos de la décima parte de su producción. Juan Francisco Palermo (¿?-¿?), Quico, publicó tres entremeses y un volumen en prosa, El corazón del arrabal (1920), que juntos no alcanzan ni a la quinta parte de lo que dio a conocer en las páginas de Crítica en la década de 1910. En los primeros años de ese vespertino también escribió casi a diario José Antonio Saldías (1891-1946) bajo el pseudónimo de Rubén Fastrás: nada de esa producción juvenil se recuperó.

Ya mencioné a Last Reason y su libro. Después de publicarlo en 1925, el genial autor siguió trabajando en distintos medios (Caras y Caretas, Leoplán, Caricatura Universal, Crítica, El Mundo, Clarín) casi hasta su fallecimiento en 1960, cuando todavía escribía una columna en Noticias Gráficas llamada “Estos 4 días locos”. Además del más conocido, usó otros pseudónimos: fue A Rienda Suelta en La Nación, Bala Perdida en El Suplemento, Half Time en La Razón. Lo interesante de Last Reason es que muchas de sus columnas no se reducen a la mera crónica turfística o al comentario de un partido de fútbol. Sus textos están trabajados como piezas literarias y derivan permanentemente a reflexiones o situaciones de la vida cotidiana de personajes de baja condición —sean o no “burreros” o “futboleros”— y de su ecosistema familiar y barrial. No creo equivocarme si arriesgo a decir que con el material de este escritor, admirado en los veinte por Borges y por Arlt, podrían publicarse doce o quince volúmenes llenos de gracia e inteligencia.

El mismo recorrido podría hacerlo con los textos de otros autores. Dante A. Linyera, pseudónimo de Juan Bautista Rímoli (1902-1938), publicó un solo libro (¡Semos hermanos!, 1928), pero tiene una producción más cuantiosa, repartida en revistas populares como El alma que canta, El alma argentina, La voz del suburbio y La canción moderna, que debería ser relevada.

Otro caso calcado del anterior es el de Iván Diez, el marplatense Augusto Arturo Martini (1897-1960). Publicó un solo libro en la década de 1930 (Sangre de suburbio), pero firmó varias letras de tango ya olvidadas y es autor de una vasta obra poética y periodística que debería relevarse en las páginas de las revistas Fray Mocho, Sintonía, El Hogar y La Cancha y de los diarios Crítica y Democracia. Un caso más: el periodista Miguel Ángel Bavio Esquiú (1911-1956) fue el autor de los legendarios textos firmados por Juan Mondiola desde 1941 en el semanario deportivo Campeón, en Rico Tipo y en Avivato. Una mínima porción de ello fue recogida en los volúmenes Andanzas de Juan Mondiola (1947) y Juan Mondiola (1954). El resto habría que buscarlo y conseguirlo en colecciones públicas o privadas de las tres revistas que mencioné.

Esto no es todo, por supuesto. Quedan aún sin relevar, digitalizar, anotar y estudiar las producciones de otros autores del primer tercio del siglo pasado, entre los que se cuentan los costumbristas Nemesio Trejo, Agustín Fontanella, Javier de Viana, Edmundo Montagne, Federico Mertens, Josué Quesada, Juan Manuel Pintos y Santiago Dallegri. En idéntica situación está la mayor parte de la obra de los dramaturgos Enrique Buttaro, José de Maturana, Roberto Lino Cayol, Enrique García Velloso, Carlos Mauricio Pacheco y José González Castillo. Y también está sin estudiar el corpus contenido en los folletos de la Biblioteca Criolla y otras colecciones de fines del siglo XIX y comienzos del XX, donde publicaron los poetas y cantores Manuel Cientofante, Pepino el 88, Florencio Iriarte, Gabino Ezeiza, Higinio Cazón, Antonio Caggiano y José Betinoti. Asimismo, es cuestión de indagar en las publicaciones periódicas de la primera mitad del siglo pasado para sumar al corpus de sus libros y folletos poemas todavía recuperables de Silverio Manco, Bartolomé Aprile, Alcides Gandolfi Herrero, José Pagano, Álvaro Yunque y un larguísimo etcétera.

Algunos de estos autores llegaron al libro, pero podrían hallarse muchísimos más textos, si los buscásemos en diarios y revistas de su tiempo. Allí mismo, nombres mucho menos conocidos, o simplemente ocultos detrás de desopilantes seudónimos, también dejaron su huella en la literatura lunfarda, huella que se deja entrever en columnas e historietas de revistas cómicas (Don Goyo, Cascabel, Patoruzú, Rico Tipo, Leoplán, Avivato, Tía Vicenta, 4 Patas, Hortensia, por citar solo algunas), pero también en las páginas de revistas femeninas (Vosotras, Claudia, Radiolandia, Antena, Para Ti, TV Guía, Canal TV, etc.) y deportivas (Mundo Deportivo, La Cancha, El Gráfico, Goles y muchas otras). De más está decir que todo este material hay que encontrarlo, clasificarlo y estudiarlo. En esa literatura, pensada mayormente para el consumo cotidiano o semanal y para el lector de a pie, estamos reflejados los rioplatenses –tanto argentinos como uruguayos– en nuestra esencia.

En suma: si alguien quisiera relevar la obra completa de cualquiera de estos autores, debería internarse en la Biblioteca Nacional, en la Biblioteca del Congreso o en la de la Universidad Nacional de La Plata durante meses para encontrar ese material, fotografiarlo y catalogarlo antes de digitalizarlo y poder ponerse a trabajar con él.

El proceso de activación patrimonial de la literatura lunfarda –conjuntamente con la comprensión del imaginario simbólico en el que surgió y se desarrolló– no puede desatender estas cuestiones. Claudicar en la búsqueda, la catalogación, la puesta al día y el estudio de todo este valiosísimo material sería como suicidarse culturalmente. Está muy bien mirar hacia el futuro, pero nada puede salir bien, si no conocemos en profundidad nuestro pasado. Esta premisa, que sirve para la vida, vale también para la ciencia y para el arte.

Por otro lado, con relación a la literatura lunfarda dispersa en diarios y revistas de la primera mitad del siglo pasado y en todo tipo de material audiovisual (cine, televisión, radio) sería importantísimo poder dirigir el interés de los jóvenes investigadores a través de un programa de investigación, con distintos proyectos complementarios, que contemple el otorgamiento de becas específicas.

En un 99 %, siempre dentro del período que mencioné, la literatura lunfarda histórica es un fenómeno rioplatense. Por supuesto, la literatura escrita con lunfardo después de 1950 continuó. La podemos encontrar en la dramaturgia de muchos autores, como Roberto Cossa, Sergio de Cecco, Oscar Viale, Ricardo Talesnik o Mauricio Kartun; en las historietas y espacios humorísticos incluidos en diarios y en revistas como Satiricón, Hortensia, Humor o Barcelona; en los guiones de los programas humorísticos radiales o televisivos (desde los de Delfor y los de Aldo Cammarota hasta los de Pedro Saborido y Diego Capusotto, pasando por los libretos de “La Tuerca” de Héctor Maselli o los programas de Gerardo y Hugo Sofovich, de Hugo Moser, de Antonio Gasalla, de Juana Molina o de Alfredo Casero); en las letras de canciones; en novelas como El vaciadero de Julián Centeya o Jeringa de Jorge Montes. La expansión del lunfardo a toda la Argentina a partir de la década de 1970 naturalmente tiene su reflejo también en el periodismo escrito y audiovisual y en la literatura de todas las regiones del país.

No crean que me engaño. No es tan importante para la Academia Argentina de Letras que hoy ingrese Oscar Conde. Lo verdaderamente trascendente, lo que me animo a definir como un hito para esta casa, es que los autores y obras de un género literario marginalizado, como la literatura lunfarda, van a tener un lugar aquí para ser estudiados, atendidos y justipreciados por ser también una parte, y no menor, de los avatares del alma argentina.

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