“Había que crear el Museo del Barro para poder vivir en Paraguay”, repetía Carlos Colombino a quien quisiera escucharlo. Hace cincuenta años y bajo una dictadura que se hacía eterna, este arquitecto y artista, activista de izquierda, trocó la militancia política por la militancia cultural, y se sumergió en la lucha por desarticular la (supuesta) homogeneidad de una cultura. No lo hizo solo ni de golpe: en el camino fue conformando una comunidad de sentido a la que se sumó mucha gente.
Su hija Lia Colombino cuenta la historia en Este museo no es un museo. Museo del Barro: historias, mito y comunidad, una publicación de la institución de 2023. Lia es museóloga y directora del Museo de Arte Indígena, órgano que depende del Centro de Artes Visuales Museo del Barro. El libro es a la vez una historia afectiva, un homenaje, y un tratado teórico sobre el modo de ver y estudiar la producción poética y visual indígena y popular. El museo tiene quien le escriba.
La historia comienza en 1972, cuando Colombino y Olga Blinder fundan la Colección Circulante, que reunía sobre todo obra gráfica y que no tenía sede, ya que su propósito era visitar distintos espacios públicos para democratizar el acceso al arte. Esta colección evoluciona en forma permanente, delineándose la idea del Museo Paraguayo de Arte Contemporáneo.
Corría el año 1978, y el filósofo Ticio Escobar exhibía en su galería Arte-Sanos la muestra Tres décadas de Cerámica Popular Parguaya. En el 80 inaugura la muestra Cerámica de América Pre-colombina, profundizando su interés por trabajar el espacio teórico que separa en Occidente el arte de la artesanía.
En ese año también se inaugura la primera sede del Museo del Barro en San Lorenzo, de la mano de Ysanne Gayet y Osvaldo Salerno. Ticio Escobar y Carlos Colombino se encuentran involucrados en el proyecto. El museo se traslada a Asunción en 1983; en ese entonces Gayet se aparta del proyecto y nace la colaboración permanente más fructífera de la historia de las artes en Paraguay: Carlos Colombino, Ticio Escobar y el arquitecto, artista y galerista Osvaldo Salerno.
La colección crece y se diversifica; en 1988 el Museo se traslada a su sede definitiva, en un terreno que compra Colombino y cuya primera sala se construye gracias a que dona el dinero de un premio de arte que había ganado.
En 1989 cae la dictadura, y se crea la Fundación Carlos Colombino Lailla, regularizando la situación jurídica del Museo, lo que le permite, por ejemplo, solicitar fondos a fundaciones internacionales para proyectos específicos. La institucionalización del proyecto avanza rápido desde entonces. A las colecciones de arte popular, de arte religioso, de arte en barro y de pintura moderna y contemporánea se suma en 1995 la colección fundante del Museo de Arte Indígena.
El edificio crece para albergar las nuevas colecciones; la circulación por las galerías es deliberadamente circular, para evitar recorridos únicos que promuevan la idea de jerarquía. Osvaldo Salerno diseña una museología atrapante por el modo en que organiza la suma de piezas cuya diversidad expresiva es notable y que, en conjunto, hablan de una unidad estilística, de un lenguaje común.
Pero el libro recoge mucho más que la historia de la construcción de sus salas: es en realidad la historia de la construcción de una idea. El trabajo sobre las imágenes es un trabajo político. En 1986 Ticio Escobar publica El mito del arte y el mito del pueblo. Allí, dice Lia Colombino, “…(Escobar) se sale de la historia del arte para adentrarse en la teoría de lo cultural y sus implicancias políticas: las disputas por el control hegemónico del capital simbólico de un territorio devenido Nación”.
Los seminarios organizados por el Museo ocupan el lugar que deja vacío una academia inexistente o del todo irrelevante. Los programas impulsados desde allí se convierten en política pública. El Museo del Barro captura el imaginario paraguayo con la idea de mestizaje, que reemplaza a la de la alta cultura europea como hegemónica en contrapunto con la cultura del indígena, “que deja de percibirse como sujeto de miseria para entenderse como portador de poesía”.
La universidad invisibiliza el arte popular e indígena, ubicándolo del lado de la tradición y el folklore. El Museo genera un espacio de discusión alternativo, y “repolitiza la crítica poniendo en tensión lo estético con lo ideológico”, habilitando la posibilidad de leer la modernidad desde el desfase de la historia local. El Museo se convierte en el principal lugar de formación para mucha gente, en “una academia paralela, un campo expandido de pensamiento”. Un espacio del ámbito de lo privado que se vuelve de uso público.
Mientras tanto, Asunción cambia de fisonomía; la ciudad crece y el entorno se modifica. Por el desarrollo de centros de compras y emprendimientos inmobiliarios, el Museo está ahora en el lugar más cotizado de la ciudad, y es el lugar “que se debe conocer”. Sin embargo, no recibe ayuda oficial; depende de fondos que se gestionan todos los años, lo que da cuenta de una institucionalidad frágil: “Desde afuera, el museo se ve como una institución erigida de forma sólida. Adentro, habemos muchas personas atajando sus muros, todos los días, sin pausa”.
El Museo del Barro nació con la idea de la “defensa de la categoría de arte para las prácticas estético-poéticas de las comunidades campesinas e indígenas”. Si bien es un trabajo en progreso, el museo ha logrado construir un país. Su existencia, frágil y azarosa, es el producto de la tozudez de muchos paraguayos memorables, que fueron y van por la vida “inoculando el virus de lo poético”. Seguro saben eso que sabemos los que gestionamos desde los bordes: que, a veces, la periferia es el centro.