“Los jugadores de Whist”, el relato pop de un viaje a la nostalgia del catalán Vicenç Pagès Jordà que se publica nuevamente en castellano

Un año después de su fallecimiento, la obra más destacada del autor catalán ve la luz de la mano del grupo editorial Penguin Random House.

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La filial española de Penguin Random House ha anunciado entre sus novedades de octubre la publicación de la traducción al castellano de una de las novelas más destacadas del escritor catalán Vicenç Pagès Jordà.

Originalmente publicada en 2009, esta nueva edición de Los jugadores de Whist llega a las librerías bajo el cuidado de la argentina Flavia Company, un año después del fallecimiento del autor y crítico literario.

Nacido en Figueres en 1963 y fallecido en Torroella de Montgrí en agosto de 2022, Pagès Jordà fue uno de los intelectuales más importantes de la literatura catalana contemporánea.

Comenzó su carrera en 1990 con Cercles d’infinites combinacions y escribió una veintena de obras a lo largo de su vida, ganando numerosos premios literarios y obteniendo reconocimientos significativos, como el Premi Nacional de Cultura en 2014.

El escritor catalán Vicenç Pagès
El escritor catalán Vicenç Pagès Jordà.

Su estilo literario se caracterizó por la experimentación, la intertextualidad y la capacidad de narrar historias que trascienden los géneros convencionales. Esta versatilidad es evidente en Los jugadores de Whist, novela en la que el autor combina narración, diario y posts en redes sociales para reconstruir la vida de Jordi Recasens, un fotógrafo de bodas en plena crisis de madurez.

A lo largo de estas páginas, vemos a Recasens enfrentando el asunto de la boda de su hija Marta con un hombre conocido como Bad Boy.

Los jugadores de Whist empieza como Stand by me, prosigue como El padre de la novia y culmina en una mezcla de American Beauty y Mystic River, asegura la editorial.

En la línea de obras como Los detectives salvajes de Roberto Bolaño, Pagès Jordà consigue en esta novela uno de sus puntos más altos como escritor y, bien lo dice Jordi Amat en El País, lo confirma como uno de los prosistas más brillantes de la cultura catalana de la democracia.

Vicenç Pagès Jordà no solo dejó un legado literario invaluable, sino que también se involucró activamente en la promoción de la literatura. Impartió clases en la Universidad Ramón Llull, publicó reseñas en periódicos y condujo talleres de escritura durante décadas. Su influencia en la literatura contemporánea es innegable y su capacidad para reinventar la novela clásica con un enfoque armónico lo establece como un clasicista posmoderno.

La reedición de Los jugadores de Whist, de manera póstuma, nos brinda la oportunidad de apreciar el legado de un autor que desafió los límites de la narrativa y dejó una huella imborrable en la literatura catalana.

Así empieza la novela en su nueva versión:

Jordi Recasens puede pasarse días y días sin beber ni una sola Moritz, se obliga a sonreír cuando tiene ganas de mandar a paseo a un cliente, se frota el cráneo con minoxidil cada noche aunque se caiga de sueño, pero no puede dejar de poner en marcha el ordenador y navegar por la red de fotologs antes de apagar la luz. Es consciente de que este recorrido virtual lo desvela, o sea que después no tiene derecho a quejarse si no puede conciliar el sueño. Empieza con el fotolog de su hija —con el corazón en un puño, por si ha colgado alguna fotografía procaz—, y después va saltando de favorito en favorito exceptuando los del círculo de Bad Boy. Se adentra en los fotologs de Noia Labanda, de Sheena, de B3rt9, de Maldia, de Tres Martinis, de Dark Princess, de Laia4ever, de Pink Chameleon, de RockStar, de PsychoCandy, de Blinqui, de Le Diclone, de Girl in the Mirror, de Anna.K, de Monika_Shift, de Maixenka, en algún otro elegido al azar y, por fin, se zambulle en el de Halley. Oh, Halley, lánguida y feroz, frágil y enérgica, di: cuando renuevas tus fotografías, ¿no se te ocurre que a Jordi le provocan insomnio? Aquellas uñas de fuego, aquella mirada insolente, aquellas danzas sin música, aquellos poemas visuales, aquella piel sin mácula, aquella cara tan —innecesariamente— maquillada, aquella ingenua sofisticación: Halley en la bañera, Halley con sombrero, Halley ante el espejo, Halley haciendo muecas, Halley en la playa, Halley con piruleta, Halley besando a Sheena, Halley de vacaciones, Halley con su perro. Las botas de Halley, el pelo de Halley, el top de Halley. Y sobre todo, Jordi, ¿por qué lo miras a esas horas? ¿Crees que luego vas a dormir? ¿Estás seguro de que es el día adecuado? Mañana todo el mundo te va a observar y a fotografiar, y tú vas a tener unas ojeras que vas a poder suprimir con un buen programa de retoque, sí, pero que van a quedar grabadas en la memoria de los invitados.

La luz de la farola se cuela por debajo de la puerta que da a la calle. Jordi se ha tumbado en el futón, en un rincón del garaje que primero habilitó como estudio fotográfico y después como miniloft. Delante del futón tiene unas estanterías llenas de los juegos de la infancia, donde destaca el castillo gigante de Palotes y la estatuilla de Astérix. A la izquierda, la pantalla giratoria entre las dos mesas: la pública y la privada, cada una con su silla, sus cajones y sus carpetas. Al otro lado, la zona profesional, que comprende la impresora, los archivadores y el armario de negativos. La puerta del fondo conduce hasta un lavabo pequeño con ducha incorporada, el único tabique en treinta metros cuadrados. En el espacio que ahora ocupa el lavabo, Jordi había concentrado la zona húmeda en la que tiempo atrás colgaba, bajo la bombilla roja, los negativos en las pinzas Patterson y ampliaba los positivos en la vieja ampliadora Meopta, sólida y barata como un Skoda. A finales de los noventa empezó a digitalizar todo el proceso y más adelante fue trasladando los carros de revelado, las cubetas, los líquidos, el marginador, la ampliadora, la zona húmeda entera al trastero del pasillo («nadie puede tirar su biografía a la basura»: era su frase). Cuando le quedó espacio suficiente lo redistribuyó con un futón que se hizo traer de una tienda de mobiliario japonés de la calle Santa Clara de Girona. Con el tiempo acabó por añadir dos trastos de su abuela Quimeta: la mesilla de noche y la cómoda, habilitada como almacén de ropa.

Años atrás, cuando se le acumulaba el trabajo, Jordi se tumbaba en el futón a descansar un rato, pero con el tiempo se había acostumbrado a pasar allí la noche después de discutir con la mujer. Le resultaba muy violento quedarse tumbado a su lado en la cama de matrimonio, a oscuras, inmóvil y tenso, esperando un sueño que sabía que se le resistiría. Como sus discusiones no tenían fin —al contrario, la posibilidad de irse a dormir al garaje parecía estimularlas—, el futón había terminado por convertirse en su lugar de descanso habitual. Lo positivo era que se ahorraba los despertares violentos del domingo, ya que la lluvia de decibelios de Michi en la cadena musical de la sala quedaba atenuada por la distancia. Lo negativo era que, como dormía al lado del ordenador, se había acostumbrado al paseo nocturno por los fotologs de Marta y de sus amigas, que le impedían conciliar el sueño. Tumbado en la cama con los ojos cerrados, veía de nuevo las fotos mientras oía el zumbido de la nevera, el estrépito del camión de la basura, el concierto disonante que ofrecían los gatos de la calle, los aullidos del setter del vecino, las campanadas de San Pedro, que sonaban como gotas que caían, con la colita que tienen las gotas por arriba, que es como la vibración de la campana cuando se extingue entre los edificios de alrededor.

Antes de 1977, Jordi no había tenido problemas para dormir. Caía redondo en cuanto se metía en la cama, tanto en invierno, cansado de las clases, como en verano, agotado de andar por la calle y de jugar al fútbol. No oía ni a sus padres, ni a los vecinos, ni las motos con tubos de escape no homologados, ni tampoco la televisión, aunque solo lo separaba un tabique. Había llegado a dormirse en la peluquería de su madre, acunado por la chá­chara inclemente de las clientas y el zumbido de los secadores. Antes del 77 no tenía dolores de cabeza, ni insomnios, ni obsesiones.

Hoy, en una de esas noches de vigilia pertinaz, las imágenes de los fotologs se mezclan con los recuerdos de los años ochenta, de cuando dormían los tres en la misma habitación, en el piso de la calle Panissars, de cuando ya se habían trasladado de Santa Margarida a Figueres, de entonces, cuando eran una familia. Su mujer y él, arrebujados en la cama de plaza y media; Marta, con escasos días de vida, en una cuna situada entre la cama y la pared. Cada tres horas, con una regularidad desacomplejada, Marta reclamaba su ración de leche. En aquella época su mujer era un mamífero que mantenía excelentes relaciones con la biología. Siempre sabía lo que debía hacer. Jordi se pasaba la noche en un duermevela de algodón, oyendo en un tranquilizador segundo plano la respiración pausada de la hembra y la criatura. El mundo entero estaba contenido entre aquellas cuatro paredes. Si se despertaba, solo tenía que aguzar el oído y enseguida oía los jadeos acompasados que lo llenaban de placidez y de orgullo. Era invierno. Ningún ruido lo molestaba excepto los dulces borboteos de Marta, el borboteo que producía aquella boca de piñón cuando dormía. Se acercaba al cuerpo cálido de la mujer y se abrazaban en el duermevela mientras, fuera, el viento se colaba por todos los rincones del edificio. A los pies de la cama habían conectado una lámpara piloto con forma de conejo, que bañaba la habitación de una leve claridad anaranjada. Cuando la mujer daba el pecho a Marta, él entreveía sus cuerpos en la penumbra y se daba la vuelta para dormir llevado por una sensación de plenitud que le ha sido imposible recuperar. Sí, también él era un mamífero en aquella época.

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