William Shakespeare no solo es el dramaturgo más destacado y leído de la historia, sino que también se lo considera el escritor más importante en lengua inglesa y uno de los más célebres de la literatura universal. Pero, aunque su nombre es sinónimo de romances y tragedias, poco se lo asocia a otro género que ayudó a construir tal y como lo conocemos hoy en día: el terror.
En una nueva edición de Macbeth publicada por Interzona con estudio preliminar, traducción y notas de Carlos Gamerro, el escritor y crítico argentino explica cómo Shakespeare revolucionó la forma de concebir el terror en un texto cuyo comienzo puede leerse al final de esta nota.
Gamerro destaca “su particular tratamiento del miedo. Miedo que, a diferencia de la mayoría de las películas de terror que estamos habituados a ver, no es tanto a lo que puedan hacernos, sino a lo que somos capaces de hacerles a los demás”. Y agrega: “Macbeth coloca al espectador en la subjetividad del asesino antes que en la de la víctima, como lo harán posteriormente, siguiendo su ejemplo, Dostoievski en Crimen y castigo, Poe en ‘El corazón delator’”.
Como destaca el escritor, “es la fuerza de su propia imaginación la que lo lleva al crimen”, y no ya las brujas, los fantasmas o cualquier agente sobrenatural.
Estudio preliminar, por Carlos Gamerro
Terror sobrenatural
Se puede argumentar que el género de terror tal cual lo conocemos nace en 1606 con La tragedia de Macbeth, que codifica buena parte del repertorio posterior: la noche, la oscuridad, las brujas, los conjuros, los fantasmas, las alucinaciones, la locura, el infanticidio, los bosques animados y una fauna en la que no falta ninguna de las fieras emblemáticas de lo que será el bestiario gótico-romántico: murciélagos, serpientes, lobos, lechuzas, cuervos, gatos, sapos y salamandras.
Otro aspecto que vincula a Macbeth con la literatura y el cine de terror, a la vez que la diferencia de otras tragedias shakespearianas con villanos igualmente inescrupulosos pero racionales y diurnos, es su particular tratamiento del miedo. Miedo que, a diferencia de la mayoría de las películas de terror que estamos habituados a ver, no es tanto a lo que puedan hacernos, sino a lo que somos capaces de hacerles a los demás: como tempranamente destacará Thomas de Quincey en el célebre ensayo que trataremos más adelante, Macbeth coloca al espectador en la subjetividad del asesino antes que en la de la víctima, como lo harán posteriormente, siguiendo su ejemplo, Dostoievski en Crimen y castigo, Poe en “El corazón delator” y “El gato negro”, Patricia Highsmith en la saga de Ripley, y en muchas otras novelas y cuentos.
Lo siniestro, según la conocida fórmula de Freud, procede de lo familiar vuelto extraño; en este caso quien se vuelve extraño para sí es Macbeth mismo. Ninguno de los miembros del clásico cuarteto de villanos shakespearianos, Aarón el moro de Tito Andrónico, Ricardo III, Yago y Edmund de Rey Lear, sienten miedo de sí mismos: son, o creen ser, plenamente conscientes de sus motivaciones y objetivos, y su maldad se ajusta a una ética de medios y fines o, si está en exceso de estos, no se perciben movidos por fuerzas extrañas.
Yago no está poseído por el diablo: en todo caso es el diablo, como sospecha Otelo. Un villano shakespeariano es alguien que proclama su villanía apenas sale a escena, como Ricardo III en su inicial soliloquio (“Y por eso, ya que no puedo hacerme el amante, / para halagar estos bellos días bien hablados, / estoy decidido a convertirme en villano”), que disfruta de hacer el mal y del poder que ejerce sobre los demás, entre otros el de manipular y engañar, y que no conoce el remordimiento: “Si alguna buena obra hice en toda mi vida, me arrepiento de todo corazón” son las últimas palabras de Aarón el moro. Todos ellos son discípulos de Maquiavelo (del Maquiavelo de la leyenda negra renacentista, del “Maquiavel” del teatro popular), héroes de la voluntad de poder.
Poco o nada de maquiavélico hay en Macbeth. Desde el momento en que imagina el crimen, no tiene voluntad: sabe que va a matar al rey, sabe que va a pagar por ello, interminablemente, en esta vida y en la siguiente, pero es incapaz de no hacerlo. Andará por el resto de su obra como sonámbulo, preguntándose por qué lo hizo, cuando la respuesta es bien simple: lo hizo porque se vio haciéndolo. Esta irresistible “imaginación proléptica”, como la denomina Harold Bloom, es un rasgo distintivo del personaje dentro de la obra de su autor:
Todos nosotros poseemos, en un grado o en otro, una imaginación proléptica; en Macbeth, es absoluta. Él es apenas consciente de una ambición, deseo o anhelo antes de verse a sí mismo del otro lado o en la otra orilla, habiendo ejecutado ya el crimen que cumple equívocamente su ambición.
Macbeth no mata guiado por un sentimiento, ni una idea, ni un propósito, sino, de modo muy literal, por una imagen: las brujas no terminan de profetizarle el trono que ya se ve asesinando a Duncan,
Esta tentación sobrenatural / no puede ser mala, no puede ser buena: / […]. Si es buena, ¿por qué me entrego a la sugerencia / cuya horrenda imagen me eriza los cabellos, / y hace que mi corazón golpee mis costillas, / en contra de la naturaleza? Los miedos presentes / nada son ante la cosa horrible que imagino. / Es apenas una idea, un asesinato aún fantástico, / pero tanto sacude mi humana arquitectura / que mis facultades se ahogan en conjeturas, / y nada es, sino lo que no es...
y en el momento de verse, se sabe impotente de resistir: todas sus vacilaciones, dudas y argumentos no son más que inútil pataleo. Más que las brujas, más que la insistencia de su mujer, es la fuerza de su propia imaginación la que lo lleva al crimen. Aun así, la posesión por la imagen es tan intensa, tan avasalladora, que sugiere una fuerza exterior, ajena: las brujas, los espíritus del mal, su propia mujer. Y sin embargo Macbeth no renuncia a la responsabilidad de sus actos: es, de principio al fin, un sujeto moral, y nunca cae en la tentación de culpar a los demás por lo que ha hecho él (culpará a las fuerzas oscuras de haberlo engañado, sugiriéndole certezas de seguridad, pero no de haberlo llevado al crimen; y a su esposa nunca la culpará de nada, al menos no de palabra).
Esta dialéctica de lo exterior y lo interior, lo propio y lo ajeno, tiene su manifestación más palpable en la alucinación de la daga fantasma, a la vez imaginada y percibida como objeto externo:
¿O no eres más / que una daga de la mente, una criatura falsa, / fruto de un cerebro que la fiebre oprime? / Te veo todavía, tu forma es tan palpable / como la de esta que ahora desenvaino.
Al verla, Macbeth no puede sino seguirla, hipnotizado. Este estado de éxtasis es común a la entrega al deseo y a las fantasías sexuales, cuando nos salimos hasta tal punto de nosotros mismos que todo es posible y ya nada importa: no debe ser casual, en ese sentido, que Macbeth viva su crimen como una violación, y que, al entrar sigiloso en la habitación donde duerme el rey, evoque un villano previo de su autor, el Tarquinio de La violación de Lucrecia:
La hechicería brinda / sus ofrendas a Hécate; y la marchita Muerte, / anunciada por los aullidos de su heraldo, / el lobo, que le marca las horas, paso a paso / con el tranco de Tarquinio el violador, / avanza como un fantasma...
La analogía con la violación refuerza, en lugar de mitigar, la responsabilidad moral del perpetrador: un homicida puede, en determinados casos, invocar la emoción violenta, la legítima defensa u otro atenuante; pero no el violador; ni tampoco el asesino, en este caso.
Tal como sucede con la profecía de las brujas, la daga no lo obliga a matar, simplemente le indica el camino, y es él quien decide seguirla: el acto, en última instancia, es suyo: “Mi acto, mientras yo amenazo y él vive, / de mis palabras poco calor recibe”.