Es posible que Mario Vargas Llosa esté más orgulloso de que sus libros sean editados por la consagratoria colección francesa La Pléiade, un privilegio que se concede a muy pocos escritores en vida, que por el Premio Nobel de Literatura que obtuvo en 2010.
La controversia nunca estuvo muy lejos de la Academia Sueca, empezando por una lista de muy ilustres escritores a quienes no se consideró dignos del galardón, culminando con el escándalo por abusos sexuales que estalló en 2018 –año en que la premiación se salteó– y pasando por su otorgamiento a un músico, un perplejo Bob Dylan, en 2016. Sin embargo, el Nobel es tan aspiracional que el reglamento de la Academia dice específicamente que no está permitido autopostularse, una aclaración que podría parecer insultante si uno creyera que los escritores son almas sublimes que están más allá de semejantes vanidades.
El español Juan Cruz Ruiz -quien investigó sobre el Nobel- está entre quienes tienen esta imagen idealizada de los escritores. Periodista cultural y escritor él mismo, dirigió además la editorial Alfaguara y escribió un libro sobre sus andanzas con escritores. Lo tituló Egos revueltos (Tusquets, 2009), ante la evidencia de que “los egos son la materia misma de la escritura”. Desde esta óptica, empieza a tener sentido que algunos puedan ceder a la tentación de autopostularse, aunque él lo considera completamente inútil. “El Nobel es una casualidad como una lotería”, define Cruz en diálogo con Infobae. Asegura que las postulaciones espontáneas, ya sean propias o de personalidades haciendo campaña por alguien más, no tienen ningún valor. “Hay mucho atrevido por ahí, haciendo ver que hay gente que lo propone, cuando nadie conoce sus méritos. Lo que logran con eso es aparecer en algunos medios como candidatos, pero nada más”, desliza.
Lo cierto es que la Academia Sueca no sólo recibe propuestas, sino que las solicita, pero para esto hay instaurado todo un procedimiento. El Comité del Nobel –un órgano de trabajo compuesto por entre cuatro y cinco personas, que evalúa las candidaturas y presenta sus recomendaciones a la Academia– envía miles de invitaciones a personas y organizaciones competentes, para que propongan escritores a ser tenidos en cuenta. El Comité también puede evaluar candidaturas propuestas por personas no invitadas, pero a quienes se considere calificadas. Se considera competentes para hacer postulaciones, además de a los propios miembros de la Academia Sueca –que son 18–, a los de otras academias de la lengua o de organizaciones de esta índole, así como a catedráticos de lengua y literatura o a presidentes de asociaciones de escritores que sean representativas en sus países. También, a anteriores Premios Nobel de Literatura.
De este modo se reciben alrededor de 200 propuestas todos los años; y a partir de ahí comienza un proceso de criba en que el Comité reduce la lista, primero a entre 15 y 20 candidatos preliminares y luego a cinco. Los miembros de la Academia leen las obras de los cinco finalistas entre junio y agosto (verano boreal) y el Comité prepara informes individuales. Los académicos leen los libros en su idioma original; pero si queda “finalista” un candidato cuyo idioma no domina ninguno de ellos, se recurre a traductores y a expertos para que, bajo juramento, acrediten la valía de ese escritor. Septiembre se dedica al debate y en octubre se anuncia al ganador, que debe haber obtenido más de la mitad de los votos emitidos.
No puede concedérsele el premio a nadie que no haya estado en la “short list” al menos dos veces
Un detalle es que no puede concedérsele el premio a nadie que no haya estado en la “short list” al menos dos veces. Por este motivo, suele pasar que el mismo escritor sea discutido año tras año: el hecho de que no haya ganado esta vez podría significar simplemente que está acumulando los rechazos necesarios. Pero tanto los informes como las resoluciones de la Academia son confidenciales durante medio siglo. Es decir que este año podríamos enterarnos de los entresijos de la decisión de premiar al australiano Patrick White en 1973. Algo adelanta Kjell Espmark, quien fue miembro de la Academia y presidió el Comité de 1988 a 2005, en su libro El premio Nobel de Literatura – 100 años con la misión (publicado en 2001). Explica que el galardón a White respondió a “la voluntad de señalar ‘una zona lingüística o cultural insuficientemente atendida’”, ya que “Australia era un continente descuidado en ese aspecto” hasta el momento. La voluntad de poner en el mapa un país, una lengua o un colectivo social hasta el momento no “representado” fue, en efecto, el germen de varias de las decisiones más controversiales de la Academia.
“Hay muchos tópicos con respecto al Nobel, pero ni los propios suecos consideran que sea el gran premio como para que todo el mundo esté tan pendiente todos los años de quién lo gana”, opina Cruz. “Se equivocan muchas veces y ellos mismos lo saben; lo que pasa es que se ha organizado tan bien que su atractivo es enorme, pero tiene los mismos fallos que todos los premios: los ganadores no son siempre los mejores. ¿Tú hubieras pensado que lo mereciera Winston Churchill, lo leerías porque era Nobel? Lo leerías por su historia, como hombre del mundo de la política.”
Churchill recibió el Nobel en 1953, siendo Primer Ministro del Reino Unido; y Espmark concede que se trató de una decisión que puso en riesgo “la integridad política de la Academia”. Su explicación es que “su obra histórica [aunque también escribió discursos, memorias, ensayos y algunas novelas] por sí sola tal vez no satisfaga las exigencias, pero sirve de marco adecuado al arte de su oratoria”, que era lo que en el fondo se quería premiar.
Definitivamente Churchill no pasó a la historia como escritor. Casos como éste y los que posiblemente sean más flagrantes, los de grandes escritores que no fueron premiados –empezando por Tolstoi, que lo perdió por el contenido poco edificante de su Sonata a Kreutzer– deberían bastar para deponer la expectativa canonizante que popularmente se tiene sobre el Nobel literario. Es un premio, uno muy importante, pero sólo un premio: no son los laureles de Petrarca. Por no cumplir expectativas, ni siquiera está tan claro que la concesión del Nobel asegure un subidón duradero en las ventas de ejemplares.
“El escritor que lo recibe se ganó la lotería, lo cual no siempre implica que se la haya ganado también el editor que lo publicó. Muchas veces no es así”, sigue Cruz derribando mitos. “Mírate cuántos ejemplares se vendieron de Wole Soyinka, el primer africano que lo ganó (en 1986) y a quien publicamos en Alfaguara: luego terminamos donándolos a asociaciones benéficas. De Camilo José Cela (1989) ahora no se vende un libro, pero él luchó por ese premio como si fuera una carrera de ciclismo”, desliza.
Y añade: “Octavio Paz lo ganó porque lo había ganado Cela y él era muy envidioso; movió todos los hilos y lo consiguió al año siguiente. Pero me pregunto cuánto se vende hoy de Octavio Paz fuera de México. Muchos Premios Nobel terminan convirtiéndose en valores locales.” De donde cabe inferir que no solamente los académicos se equivocan por ser demasiado humanos. Los escritores, por enormes que sean, también.