“Muy recientemente nos hemos enterado de que la naturaleza se cansa, como nosotros, sus hijos -escribió Eduardo Galeano- y hemos sabido que, como nosotros, puede morir asesinada. La civilización que confunde los relojes con el tiempo, el crecimiento con el desarrollo y lo grandote con la grandeza también confunde la naturaleza con el paisaje, mientras el mundo, laberinto sin centro, se dedica a romper su propio cielo”.
En Úselo y tírelo. Nuestro planeta, nuestra única casa, el escritor y periodista uruguayo, considerado como uno de los pensadores más influyentes de la izquierda latinoamericana, propone una mirada alternativa al colapso ecológico y al discurso que insiste con la catástrofe planetaria.
La primera edición de esta antología salió en 1994, hace ya casi 30 años, cuando la cuestión ambiental todavía estaba lejos de ser un tema en boca de todos y se limitaba a especialistas. Ahora, con ilustraciones de Tute, esta nueva edición a cargo de Siglo XXI reúne nuevos textos que aparecieron en obras posteriores y que ahondan en las preocupaciones de Galeano sobre la ecología, el cuidado del planeta y la necesidad de un cambio.
En Úselo y tírelo, Galeano imagina un “Juicio Final para los seres humanos, en el que un alto tribunal de bichos y plantas nos acusará de haber convertido el reino de este mundo en un desierto de piedra”. Con su perspectiva única, leer al autor de Las venas abiertas de América Latina es un remedio contra la “ecoansiedad”, ese malestar angustiante que genera el futuro incierto del mundo.
“Úselo y tírelo”, de Eduardo Galeano (fragmento)
Testigos
El profesor y el periodista pasean por el jardín.
En eso, Jean-Marie Pelt, el profesor, se detiene, señala con el dedo y dice:
—Le presento a nuestras abuelas.
Y el periodista, Jacques Girardon, se agacha y descubre una bolita de espuma que asoma entre los pastos.
Es un pueblo de microscópicas algas azules.
En los días de mucha humedad, las algas azules se dejan ver. Así, todas juntas, parecen una escupida. El periodista frunce la nariz: el origen de la vida no tiene un aspecto muy atractivo que digamos, pero de esa baba, de esa porquería, venimos todos los que tenemos piernas, patas, raíces, aletas o alas.
Antes del antes, en los tiempos de la infancia del mundo, cuando no había colores ni sonidos, ellas, las algas azules, ya existían. Echando oxígeno, dieron color a la mar y al cielo. Y un buen día, un día que duró millones de años, a muchas algas azules se les dio por convertirse en algas verdes. Y las algas verdes fueron generando, muy poquito a poco, líquenes, hongos, musgos, medusas y todos los colores y los sonidos que después vinieron, vinimos, a alborotar la mar y la tierra.
Pero otras algas azules prefirieron seguir siendo como eran. Así siguen estando.
Desde el remoto mundo que fue, ellas miran el mundo que es.
No se sabe qué opinan.
Primeras letras
De los topos, aprendimos a hacer túneles.
De los castores, aprendimos a hacer diques.
De los pájaros, aprendimos a hacer casas.
De las arañas, aprendimos a tejer.
Del tronco que rodaba cuesta abajo, aprendimos la rueda.
Del tronco que flotaba a la deriva, aprendimos la nave.
Del viento, aprendimos la vela.
¿Quién nos habrá enseñado las malas mañas? ¿De quién aprendimos a atormentar al prójimo y a humillar al mundo?
La naturaleza enseña
En la Amazonía, la naturaleza da clases de diversidad.
Los nativos reconocen diez tipos de suelos diferentes, ochenta variedades de plantas, cuarenta y tres especies de hormigas y trescientas diez especies de pájaros en un solo kilómetro.
La primera guerra del agua
Del agua había nacido, y de agua era, la gran ciudad de Tenochtitlán.
Diques, puentes, acequias, canales: por las calles de agua, doscientas mil canoas iban y venían entre las casas y las plazas, los templos, los palacios, los mercados, los jardines flotantes, los plantíos.
La conquista de México empezó siendo una guerra del agua, y la derrota del agua anunció la derrota de todo lo demás.
En 1521, Hernán Cortés puso sitio a Tenochtitlán, y lo primero que hizo fue romper a golpes de hacha el acueducto de madera que traía, desde el bosque de Chapultepec, el agua de beber. Y cuando la ciudad cayó, al cabo de mucha matanza, Cortés mandó demoler sus templos y sus palacios, y echó los escombros a las calles de agua.
España se llevaba mal con el agua, que era cosa del Diablo, herejía musulmana, y del agua vencida nació la Ciudad de México, alzada sobre las ruinas de Tenochtitlán. Y continuando la obra de los guerreros, los ingenieros fueron bloqueando con piedras y tierras, a lo largo del tiempo, todo el sistema circulatorio de los lagos y ríos de la región.
Y el agua se vengó, y varias veces inundó la ciudad colonial, y eso no hizo más que confirmar que ella era aliada de los indios paganos y enemiga de los cristianos.
Siglo tras siglo, el mundo seco continuó la guerra contra el mundo mojado.
Ahora, la Ciudad de México muere de sed. En busca de agua, excava. Cuanto más excava, más se hunde. Donde había aire, hay polvo. Donde había ríos, hay avenidas. Donde corría el agua, corren los autos.