La publicación de una obra póstuma siempre genera una gran expectación entre los lectores. El turno ahora es para quienes han seguido de cerca la obra de la aclamada escritora británica Lucinda Riley, fallecida en junio de 2021. La aparición de esta obra, que dejó escrita en 2006, supone una oportunidad más para adentrarse en su particular universo narrativo.
Con su característica prosa envolvente, Riley nos cuenta una historia de crimen y secretos en la campiña de Norfolk, Inglaterra. Asesinato en Fleat House nos sitúa en el tradicional colegio St. Stephens, un escenario idílico que se convierte en el epicentro de un enigma oscuro cuando un estudiante aparece muerto en misteriosas circunstancias en Fleat House, uno de los internados. El director del colegio rápidamente atribuye la muerte a un trágico accidente, pero la detective Jazz Hunter, la protagonista de la historia, no se conforma con esta explicación superficial.
Lo que sigue es una trama magistralmente hilada por Riley, en la que el lector se adentra en el cerrado mundo del internado, descubriendo que la víctima era un joven arrogante que hacía la vida imposible a sus compañeros. La pregunta que se plantea es si su muerte fue un acto de venganza, y Jazz Hunter está dispuesta a descubrir la verdad, aunque eso signifique enfrentarse a un personal escolar que cierra filas y afrontar las inclemencias del invierno que cubren el paisaje de nieve.
La novela es un verdadero festín para los amantes de la novela negra y el misterio. Con buen tino, la autora construye personajes complejos y una trama trepidante que requiere ser leída con paciencia y atención. Los lectores se encontrarán inmersos en un mundo lleno de pistas y sutiles distracciones, poblado por personajes exquisitamente realistas.
Además del enigma central, la vida personal de Jazz Hunter añade una capa adicional de intriga a la historia. Su pasado y su vida romántica y familiar, que ha sido dramática, se despliegan ante el lector a medida que avanza la investigación, enriqueciendo aún más la narrativa.
Asesinato en Fleat House es una obra que demuestra el talento versátil de Lucinda Riley. El hecho de que haya sido publicada póstumamente gracias al empeño de su hijo, Harry Whittaker, para mantener vivo el legado literario de su madre, es un tributo conmovedor a la autora que nos brindó éxitos como Las siete hermanas y La chica italiana.
“Mi madre estaba sumamente orgullosa de este proyecto. Es la única novela policiaca que hizo, pero los lectores leales enseguida reconocerán su incomparable capacidad para plasmar los ambientes”, escribe Whittaker en el prefacio del libro. Así que, si eres fan de Lucinda Riley, esta es una obra que no puedes dejar pasar. Te sumergirá en un emocionante misterio que te mantendrá en vilo hasta la última página y te recordará por qué esta autora sigue siendo una de las más queridas del género.
Así empieza “Asesinato en Fleat House”
Colegio St Stephen’s, Norfolk, enero de 2005
Cuando la figura subió las escaleras que conducían al pasillo de las habitaciones de los alumnos del último curso —un laberinto de cuartos individuales del tamaño de una caja de zapatos—, tan solo se oía el traqueteo metálico de los vetustos radiadores, ineficientes centinelas de hierro que llevaban cincuenta años esforzándose por mantener caliente a los residentes de Fleat House.
Fleat House, uno de los ocho internados que integraban el St Stephen’s, llevaba el nombre del director al mando del colegio en el momento de su construcción, ciento cincuenta años atrás. Conocido por sus actuales ocupantes como «Fleapit», «El Tugurio», en clara referencia al destartalado estado en que se encontraba, el feo edificio de ladrillos rojos de estilo victoriano había sido convertido en residencia de estudiantes después de la guerra.
Fleat House era, además, la última residencia que iba a beneficiarse de una muy necesaria reforma. En los siguientes seis meses, los obreros arrancarían el agrietado linóleo negro que cubría los suelos de pasillos, escaleras, dormitorios y salas comunes, empapelarían las amarillentas paredes con un alegre color magnolia y reequipararían las arcaicas duchas con relucientes accesorios de acero inoxidable y lustrosas baldosas blancas. Todo ello para contentar a los exigentes padres empeñados en que sus hijos vivieran y aprendieran rodeados del confort propio de un hotel y no en una choza.
La figura se detuvo un instante frente al cuarto número siete y aguzó el oído. Como era viernes, lo más probable es que los ocho muchachos que residían en esa planta hubieran firmado su salida y hubiesen ido caminando hasta el pub del pueblo vecino de Foltesham, pero prefería asegurarse. Tras comprobar que no se oía nada, la figura giró el pomo y entró.
Cerró la puerta con sigilo, encendió la luz y casi de inmediato se percató del rancio olor a adolescente: la mezcla de calcetines sucios, sudor y hormonas descontroladas que con los años se había infiltrado en cada recoveco y cada grieta de Fleat House.
Estremeciéndose al comprobar que el olor despertaba recuerdos dolorosos, la figura estuvo a punto de tropezar con una pila de ropa interior tirada en el suelo de cualquier manera. Cogió los dos comprimidos blancos que cada noche estaban colocados sobre la taquilla del muchacho y los reemplazó por otros idénticos. Una vez hecho esto, giró sobre sus talones, apagó la luz y salió del cuarto.
En la escalera cercana, una figura menuda vestida con pijama se detuvo en seco al oír unos pasos. Presa del pánico, se ocultó en el hueco de la escalera del rellano inferior, fundiéndose con las sombras. Si lo pillaban levantado a las diez, lo castigarían, y ya había tenido suficiente por esa noche.
Inmóvil en la oscuridad, con el corazón desbocado y los ojos apretados con fuerza, como si eso pudiera ayudar, contuvo el aliento y escuchó que los pasos subían los escalones a solo unos centímetros de su cabeza, pasaban de largo y, seguidamente, se perdían en la distancia. Temblando de alivio, salió de su escondrijo y echó a correr por el pasillo hasta el dormitorio. Después de meterse en la cama y mirar su reloj, consciente de que faltaba una hora para que pudiera permitirse el refugio del sueño, se tapó la cabeza con las mantas y, finalmente, dio rienda suelta a las lágrimas.
Aproximadamente una hora más tarde, Charlie Cavendish entró en el cuarto número siete y se arrojó sobre la cama.
Las once de la noche de un viernes y ahí estaba, a los dieciocho años, encerrado como un crío en esa cutre madriguera.