Hace muchas décadas, en Chile, algunos padres fundadores del libertarismo como Friedrich Hayek o Milton Friedman (el creador del “milagro de Chile”, como se llamó al plan económico de la dictadura de Augusto Pinochet) tuvieron la ocasión de imponer sus ideas en favor del libre mercado contra buena parte de la voluntad democrática de los “consumidores”, como la teoría libertaria más pura llama a los ciudadanos. Pero hace apenas unos años, en Grafton, un pueblo estadounidense perdido en los bosques del estado de New Hampshire, las ideas libertarias lograron ponerse a prueba frente a la realidad, por primera vez, de manera libre y voluntaria.
Esta experiencia de realidad libertaria, que nació en 2004 bajo el nombre de Proyecto Ciudad Libre y se prolongó de forma agónica hasta su colapso en 2016, resultó ser una previsible catástrofe política, económica, social, cultural e incluso ecológica. Pero según el periodista Matthew Hongoltz-Hetling, autor de la investigación Un libertario se encuentra con un oso, al menos se trató de una catástrofe acorde a las condiciones históricas y demográficas del lugar. Ubicado en el corazón del primer estado en declarar su independencia en 1774, Grafton es un pueblo con más del 97% de la población blanca, sin afroamericanos, y con apenas 560 casas, en su gran mayoría habitadas por hombres.
Ese último detalle quizás le añada a la “utopía libertaria” un aroma preciso. Hacia 2009, cuando el Proyecto Ciudad Libre congregado desde distintos foros libertarios de internet comenzaba a ensamblar sus fantasías ideológicas, en Grafton vivían 608 hombres y 488 mujeres. En otras palabras, si bien el sueño de una existencia social sin Estado y sometido a las reglas del mercado había atraído a algunas familias, la mayoría de los entusiastas colonizadores libertarios eran hombres solteros y sin hijos.
Grafton se convirtió así en uno de los escasos puntos de los Estados Unidos donde vivían más hombres que mujeres, desbalance demográfico que se hizo más notable todavía entre los jóvenes. Para hacerse una idea, en 2009 había sólo 39 mujeres veinteañeras habitando el lugar, en comparación a los 105 hombres que, además, en defensa de su autodeterminación, se hacían llamar a sí mismos con sobrenombres como “Redman”, “Chan”, “Mad Russian” o “Dick Angel”.
Pero las excentricidades no eran tan novedosas en ese lugar. Ya en 1777, después de que los Estados Unidos declararon su independencia, el pueblo de Grafton le había solicitado a las autoridades de New Hampshire la exención de una serie de impuestos. En ese documento, los graftonianos del siglo XVIII escribían frases como “New Hamsheir”, para referirse a su propio estado, o aludían a la honorabilidad de las autoridades a las que hacían su demanda como “los onorables”. “Una petición gloriosa en su semianalfabetismo, incluso para los parámetros gramaticales de la época”, señala Hongoltz-Hetling.
El problema con los osos negros
El primer ataque real (pero no mortal) de un oso negro a un humano ocurrió en 2012. Antes, en 1999, lo más parecido había sido la súbita desaparición de muchos de los gatos domésticos del lugar, a los que los osos cazaban de manera discreta como aperitivo. A partir de 2012, sin embargo, la presencia de osos negros en las calles de Grafton, atraídos por los aromas de la basura que ni el municipio ni los habitantes procesaban como correspondía, empezó a darle a la simpática utopía libertaria un tono distinto.
Al problema concreto de cómo financiar y gestionar el orden y la infraestructura de una comunidad cuyos miembros se oponían a la existencia del Estado y al cobro de impuestos, también se le añadió la rápida multiplicación de las armas de fuego por doquier. Pero tratándose de un territorio bajo los principios de absoluta libertad individual y el respeto irrestricto por la propiedad privada, ¿qué pasaba con quienes sí querían e incluso invitaban a los osos a sus jardines para alimentarlos?
La realidad libertaria se encontró así con un profundo dilema filosófico. Los osos negros, para algunos libertarios, eran una amenaza, mientras que para otros libertarios, en cambio, eran un entretenimiento. Entonces, ¿cómo podía solicitarse a los habitantes de Grafton que mataran osos en nombre de la seguridad colectiva? ¿No era eso una imposición típica del “socialismo” y el “estatismo” que ahogan a la libertad? Y si quienes querían defenderse de los osos, por otro lado, no sabían ni podían hacerlo, ¿sería necesario el infame cobro de un nuevo impuesto municipal para que los cazadores profesionales se ocuparan?
Lejos de quedar en manos de sofisticados intelectuales libertarios como Ludwig von Mises, Murray Rothbard o Ayn Rand, el problema recayó en los reales hacedores del libertarismo, que en Grafton probaron ser algo muy distinto que voluntariosos interpretadores teóricos del mercado. Los libertarios graftonianos de carne y hueso, en su mayoría, eran personas con escasos estudios formales pero con múltiples antecedentes penales, o buscavidas de las más diversas clases, conspiracionistas, terraplanistas o activos polemistas digitales alrededor de cuestiones tales como si el canibalismo consensuado, por ejemplo, debería ser legal.
De esta manera, los libertarios descubrieron que no era fácil proteger los derechos individuales ni de propiedad, ni siquiera en un diminuto fragmento de civilización libertaria entre los árboles como Grafton. ¿Para eso había surgido el Proyecto Ciudad Libre, donde en nombre de las promesas del emprendedurismo tampoco había aún peluqueros, cines, conciertos, servicios de teléfonos celulares o trabajos, más allá de las tareas autogestivas?
Mientras los osos negros deambulaban a su alrededor, lo sorprendente era que las propuestas libertarias en favor de eliminar la educación pública obligatoria o legalizar el tráfico de órganos, los duelos y las drogas seguían en marcha.
La utopía de los osos negros
Ante la inacción, los osos continuaron su avance sobre el pueblo a toda hora. Y con buenas razones. Tras la eliminación y los grandes recortes de impuestos municipales, el servicio de alumbrado público empezó a desaparecer y el descuido de los caminos y los edificios públicos se hizo cada vez más notable. Sin embargo, lejos de promover una iniciativa privada a la altura de estas necesidades, la decadencia sólo propagó enfermedades, suciedad y la destrucción total de las calles y puentes.
En poco tiempo, la decrepitud invadió a Grafton y, aunque funcionó durante un tiempo un mercado libre de productores agrícolas locales, las discrepancias entre lo que era y no era posible en un mercado constituido por hombres semianalfabetos y armados con pistolas automáticas y ametralladoras no lo hizo durar demasiado.
En el balance, la recurrente fantasía libertaria de la responsabilidad personal frente a la gestión de los asuntos comunitarios mínimos derivó en las más variadas formas de la desidia. Desde campamentos improvisados en condiciones insalubres en los bosques hasta la multiplicación espontánea de todo tipo de basurales, la realidad demostró que, sin una organización burocrática planificada y bien financiada, la existencia individual se volvía complicada y opresiva, mientras que los conflictos violentos entre vecinos sólo se incrementaban.
En ese contexto, entre 2006 y 2010 las denuncias por ofensas sexuales en Grafton se triplicaron y las autoridades estatales arrestaron a tres hombres acusados de fabricar metanfetaminas en un laboratorio. En 2011 ocurrió el primer doble homicidio en la historia del pueblo. Y más tarde, en 2013, comenzó una ola de robos armados. En todos los casos, la policía de Grafton, al igual que el servicio de bomberos y de ambulancias, estaba cada vez menos equipada para responder. Por supuesto, era una consecuencia lógica de la reducción de impuestos.
Con los humanos atrapados en sus propias burbujas ideológicas, los osos negros avanzaron con confianza hacia hogares y granjas, tachos de basura y todo tipo de espacio público o privado en el que pudieran encontrar algo para comer. En el proceso, los osos cambiaron parte de sus hábitos naturales y en algunos casos incluso dejaron de hibernar, ya que el acceso a los carbohidratos procesados les permitía saltarse esa etapa natural de ahorro energético. En simultáneo, cuenta Hongoltz-Hetling, los debates libertarios se concentraban en si era posible nombrar a Grafton como “Zona Libre de las Naciones Unidas”.
Tiempo de matar osos y enterrar sueños libertarios
En Grafton, donde muchos creen que el gigantesco bosque virgen a su alrededor está habitado por monstruos lovecraftianos, animales mitológicos, extraterrestres o Pie Grande (entidades que, a su manera, también han esquivado, al igual que los libertarios, las terribles garras de la opresión gubernamental), matar osos no era una cuestión sencilla. Aun así, la primera línea de defensa contra la invasión fueron las armas: armas grandes, siempre al alcance y, en lo posible, a la vista. Pero, ¿con qué criterio deberían usarse? ¿Y hasta qué punto?
No fue una sorpresa que la defensa contra los osos negros tuviera su primer obstáculo en la gestión libertaria de la vida social. Sin un presupuesto público, en primer lugar no había modo de reunir y analizar información acerca de la cantidad de osos más allá de los reportes particulares de encuentros o los abundantes restos de basura revueltos por todos lados. Por la misma razón, tampoco había un programa sanitario que gestionara los residuos que atraían a los osos hacia el pueblo. Con los índices de robos y narcotráfico en ascenso, por otro lado, ni siquiera era claro que la presencia de los osos fuera una prioridad. Muchos libertarios, mientras tanto, seguían alimentándolos.
Cuando esta situación caótica se hizo pública, las autoridades estatales de New Hampshire ofrecieron su ayuda. Pero Grafton se negó a que una autoridad gubernamental se hiciera cargo del problema. La única opción, para los libertarios, sería que cada hombre y mujer se defendiera de los osos como le fuera posible. Esto provocó un nuevo conflicto libertario entre los asesinos de osos y sus protectores, lo que a su vez implicaba un nuevo enfrentamiento colectivo entre personas armadas hasta los dientes y con poca contemplación por otra necesidad que la propia.
Entre 2013 y 2015, las autoridades estatales de New Hampshire mataron un total de seis osos que habían exhibido comportamientos extraños, incluyendo uno que había entrado a un domicilio. Pero después de la crisis en Grafton y el modo en que las políticas libertarias habían trastornado su ecosistema y sus hábitos, entre 2016 y 2018 las mismas autoridades mataron veintisiete osos, incluyendo catorce que habían entrado a domicilios.
A partir de ese momento, resultó inevitable para los libertarios que tanto ley como el orden gubernamentales se reestablecieran. Al menos, en lo que tenía que ver con las prohibiciones respecto a alimentar osos en cualquier espacio o el adecuado tratamiento de residuos capaces de atraerlos hacia espacios urbanos. Esto marcó el final del Proyecto Ciudad Libre, que perdió impulso hasta que los pocos libertarios que no se marcharon aceptaron restablecer varios de los impuestos que hacían viable la existencia en comunidad.