Un grupo de chicos juega al fútbol en La Quiaca, al norte de la Argentina. Corren con pasión, cabecean, gambetean, ponen el cuerpo. De pronto uno patea con fuerza y la pelota se mete en el arco. La tribuna grita el gol desde el otro lado del alambrado… en Bolivia. El límite entre un país y el otro, en ese punto, es así de sutil.
Pasar una frontera es, claro, cambiar de lugar pero también, y más de lo que se puede pensar, cambiar uno mismo.
De un lado a otro cambia, para empezar, el paisaje. Por lo menos esa parte del paisaje que construimos los humanos. Un paso más allá y el idioma varía -aunque sea el mismo-, y también los colores de los carteles, la denominación de las divisiones políticas, el gusto de la comida.
De un lado de la línea sos local, ciudadano, con derechos. Del otro, extranjero, con visa por tiempo limitado. A veces entre un lado y el otro hay un paso. O el límite es el patio de una casa.
Claro que para quienes no van ocasionalmente a la frontera sino que viven junto a ella las cosas son algo diferentes, como en el partido de fútbol. Su hábitat es el borde: más que de un lado o del otro se vive entre ambos, en un territorio común y compartido entre los dos -o tres- países que se tocan en esa línea.
Así, la frontera se constituye en un lugar en sí mismo, que tiene su lengua, sus costumbres, ¿sus leyes?
“Vos podés poner una valla en el puesto migratorio pero todo lo que pasa por el costado es la vida misma de los lugares”, le dice a Lucía Salinas la directora de Migraciones de la Argentina, Florencia Carignano, en las páginas de este libro.
Y la vida misma ocurre, se repetirá, con una especie de “binacionalidad” de hecho. Las familias viven de un lado y del otro, los chicos van a la escuela acá pero al médico allá, la televisión es de acá y de allá, la radio, en fin.
Muchas veces esta unidad preexiste a los Estados, a la frontera misma. Las conversaciones en guaraní o en quechua son testimonio de eso.
Y así como van y vienen costumbres y palabras, por las fronteras circula un caudal de mercaderías no registradas. Contrabando en distintas escalas. El contrabando “hormiga”, en las espaldas o los botecitos de los pobladores pero también el que pasa en camiones y del que se encargan organizaciones más grandes. Ropa, remedios, neumáticos, depende del momento y el valor de la moneda a cada lado del límite.
Por allí se mueven, también, la cocaína y la marihuana: otro negocio, otros actores, otra peligrosidad. Es habitual -cuenta aquí Lucía Salinas- que quienes llevan zapatillas o granos de acá para allá dejen bien claro esa diferencia. Y los que gobiernan, también.
Sin embargo, contrabando y narcotráfico pueden no estar tan separados. Como le dice el fiscal federal Marcos Romero a Salinas: “Hay estructuras que mutaron desde la actividad netamente de narcotráfico a la actividad de contrabando. Se han legalizado, digamos, de esa manera, pero el punto de partida en cuanto a capital a invertir viene siempre del narcotráfico. Realizan actividades que en principio son formales o legales, pero que sabemos que hay un trasfondo que no es así”.
Desde el principio
En los territorios que fueron colonia española el contrabando fue una actividad constitutiva. España había definido por qué puertos podía salir y entrar mercadería, lo que volvía todo mucho más caro para los demás. Por ejemplo, lo que se producía en Potosí debía pasar por Lima. Y Potosí era un importante centro minero, donde a fines del siglo XVI vivían más de 100.000 personas, es decir, una fuente de riqueza relevante.
Por allí también debía llegar la mercadería: de España a Panamá, por tierra hasta Lima y de ahí a las lejanas tierras del sur. El precio subía tanto en el camino que se impuso un atajo: el contrabando.
España había decretado el monopolio: sólo se podía comerciar con la Metrópoli. Pero no era posible ahogar económicamente a Buenos Aires y empezaron los intercambios informales -ilegales- con barcos holandeses, portugueses y franceses. De a poco, también hubo negocios con Brasil, que ofrecía azúcar y esclavos.
La Corona reaccionó endureciendo las leyes, lo que alimentó el contrabando. De ahí la palabra. se comerciaba “contra el Bando real”. Y no había una verdadera oposición de las autoridades: la supervivencia de la zona -y el enriquecimiento de muchos funcionarios y comerciantes- dependía de eso.
Algo así -supervivencia- dicen, varios siglos más tarde, quienes dan testimonio en Fronteras, el relato de una investigación por el límite norte de la Argentina.
Los protagonistas, los que “mueven” bultos día a día hablarán de necesidad y falta de oportunidades de empleo. “Bendito sea que está este trabajo para la gente”, dirá un hombre que se ocupa de custodiar un paso ilegal… y de cobrar la tarifa que el dueño del campo impuso.
Los guaraníes de Bolivia tienen una palabra para nombrar a la Argentina, “Mbaporenda”. Que significa “lugar donde hay trabajo”
“Nosotros tenemos reglas no escritas, pueden pasar cubiertas, mercaderías, aceite, se puede contrabandear todo eso pero droga no”, le explicará a Salinas Adrián Zigarán, que es el interventor de Salvador Mazza. “¿Por qué la ciudad septentrional tiene interventor?”, se pregunta Lucía Salinas. Y se responde: “Porque su intendente está acusado en un caso de corrupción: contrabando”.
Desde la política también se ven matices: “Tenés que tener una flexibilidad para la vida de frontera y después tenés que tener una rigidez para que no sea un colador de problemas para el país, como es el caso del narcotráfico”, le dice a Salinas Patricia Bullrich, exministra de Seguridad argentina y, en 2023, candidata a presidenta de la Nación.
Sabina Frederic, que también encabezó la cartera de Seguridad, sostiene que en la frontera norte se ha creado un “fantasma que no es”. Que se la ha construido como algo peligroso, “el lugar del cual procede el crimen”. Pero que eso es una ficción.
Movimiento incesante
Hay palabras, frases, ideas que se repiten a lo largo del libro. Como “Movimiento incesante”: la frontera está viva, no es un muro, son cientos de puentecitos. Y “trabajo”, el que falta, el que se inventa con lo que hay. “Necesidad” se dice una y otra vez. Y “abandono”.
Pero en ese intercambio hay también -lo destaca Frederic- riqueza cultural, pensamientos y tradiciones que cruzan y se transforman: así se hace la cultura humana. Con cambio y una mezcla que pone todo en cuestión. ¿Qué es un límite? ¿Para qué sirve? ¿Para quién?
En su libro Cuando la casa se quema, el filósofo Giorgio Agamben analiza qué es una puerta, una forma de hablar de cualquier frontera. “El término ‘puerta’ tiene dos significados diferentes, que con frecuencia el uso tiende a confundir. Por una parte, designa una apertura, un acceso y, por la otra, el cerramiento que la ocluye o la abre”, dice.
La puerta, entonces, es cierre y apertura, las dos posibilidades reunidas y en tensión. Abierta para que se pueda pasar, cerrada para que no lo hagan todos, o todo, o sin algunos requisitos. “De aquí, también, la interminable fila de guardianes de la puerta, ángeles o porteros, cerrojos y códigos digitales, que deben asegurar que el dispositivo funcione correctamente y no permita entrar a quien no tiene derecho a hacerlo”, dice el filósofo.
El tema del paso, entonces, se vuelve central. Dice Agamben: “Para garantizar la inviolabilidad del umbral existen, sin embargo, incluso mecanismos más sofisticados e implacables. Uno de ellos es la sanción que, en el derecho romano, castigaba con la muerte a quien transgredía un umbral prohibido, por ejemplo, a partir del legendario asesinato de Remo, los muros de la ciudad”.
El muro, explica, se vuelve santo y sobre esa idea se vuelve “santa” la ley, que pasa a ser el límite que no se puede violar. Son muchos los cuentos en que hay una puerta que está prohibido abrir pero alguien la abre y.. ay. Enseñanzas sobre las consecuencias de pasar los límites.
Sin embargo, en la frontera real, hay quienes desafían la prohibición a diario. Son personajes principales del libro de Lucía Salinas. Los paseros, los bagayeros. Esos que llevan las cosas de a poquito y en sus espaldas. O en pequeñas carretillas. O en embarcaciones precarias. Los que cruzan el patio de esa casa que tiene la entrada en un país y la salida en el otro. Los que a veces no saben qué hay dentro de los paquetes. Los que si no van un día a la frontera “no compran carne”.
Hacia el final Salinas cuenta algo conmovedor. Que los guaraníes de Bolivia tienen una palabra para nombrar a la Argentina, Mbaporenda. Que, literalmente, significa “lugar donde hay trabajo”. Y los que viven en la Argentina tienen otra para hablar de Bolivia: ñandetarareta. Que se traduce por “nuestra familia”. El trabajo de un lado, la familia del otro. Un destino de esa gente que trajina fronteras.